No dice nada relevante, quizá algo como esto es una sauna. Luego comienza a seguir el ritmo de las canciones encadenadas. Para él todo es salsa, sin más. Aunque escucha a Daniela explicarle en cada canción si es una bachata, una cumbia, un ballenato o sólo merengue. No tiene sentido permanecer en el lugar sin bailar y Lorenzo conduce a Daniela hacia la pista.
Se sorprende de que ella no muestre oposición. Al contrario, rápido deja que el movimiento de sus hombros se acompase con el de sus caderas y rodillas y permita que la música se apodere de ella. Levanta los brazos en el aire y gira moviéndose alrededor. Lorenzo se siente envarado ante el movimiento de ella y trata de bracear y menearse. No supera el ridículo hasta que se aferra a la cintura de Daniela. Ella se despeina con las manos y marca el compás.
La letra de las canciones insiste muchas veces en lamentos como ay, ay, ay o dale ritmo. Hay un animador con micrófono situado en un lateral de la pista. Jalea a los clientes, déjense llevar por la sensación, y multiplica las eses de la palabra hasta enroscarla como una serpiente a un árbol. Las ropas ceñidas de las mujeres y las camisas desabotonadas de los hombres son mayoritarias.
Lorenzo siente ahora los senos de Daniela contra su cuerpo. Los muslos de ella dominan el cimbrear de ambos. Lorenzo querría besar a Daniela aprovechando el lugar, pero sus rostros no están cerca. Más bien tiene que emplearse para guardar su erección inesperada, encoge la ingle cuando ella le roza con sus caderas. Detenerse en mitad del vaivén sería como lanzar un grito en un templo. Le basta con notar que Daniela no desprecia sus roces ni sus acercamientos, pese a que las manos de Lorenzo están fijas sobre sus caderas desde hace rato.
Recuerda que la última vez que bailó fue en la boda de unos amigos, con Pilar. Y era más una mofa del mismo baile.
A ella no le gustaba bailar, tampoco a él. Escuchaban música muchas veces, pero bailar jamás. Su amigo Paco decía que bailar era la orgía de los pobres, pero lo hacía con el mismo desprecio clasista con el que afirmaba que hacer el amor era de proletarios y que él prefería que se la chuparan. Follar es un trabajo; que te la chupen, un lujo. Convivir con una mujer es una condena; seducirla, un pasatiempo. Tener móvil es cojonudo si eres el jefe y una putada si eres el empleado. Nuestro punto de gravedad no está en el cerebro, sino en la polla. Ésas eran las frases de Paco, su manera de hablar. Rotunda y sarcástica. Solía decir dale una patada a un perro abandonado y volverá por otra. Y Lorenzo siempre sintió en secreto que aquella frase le estaba dedicada a él, a su amistad. ¿Pero por qué pensaba ahora en él? ¿Y en Pilar? Sí, sentía que ambos despreciarían su ridícula estampa, que se mofarían de su sudor y de su compañía. Los perros callejeros piensan que una patada es una caricia, eso le diría Paco de su relación con Daniela. Como una voz de la conciencia cínica y provocadora se limitaría a decirle atrévete a contarle la verdad, sólo quieres follártela. Puede que ninguno de los dos, Paco con su cálido desprecio y Pilar con su exigencia fría, comprendan que ahora me pueda sentir feliz.
Mejor nos vamos, dice Daniela. Lorenzo se separa de ella y se deja lo guiar hacia la salida. Las escaleras también estaban repletas de gente. Traen ganas de farrear, dice ella. El trance general queda atrás cuando reciben el frío de la calle sobre su sudor. No se dicen nada y caminan hacia la furgoneta.
Lo he pasado muy bien, hacía tiempo que no bailaba, le dice Daniela cuando llegan a su portal. Lorenzo la detiene antes de que baje, sujetándola sin violencia por la muñeca. Déjame subir y dormir contigo. Daniela levanta la cara hacia él, sin sonreír. La expresión de los ojos no es grave, sino indulgente. Hoy no. Salta fuera de la furgoneta y antes de cerrar la puerta pregunta, ¿te veo mañana? Si tú quieres, responde él. Daniela asiente, sí quiero, y corre al portal, desde el interior despide a Lorenzo con un gesto de la mano. Hoy no, piensa él, la expresión sonaba a ineludible victoria aplazada.
Conduce despacio hasta su casa. No le es difícil encontrar sitio. Las calles están dormidas en la zona. Apenas algún bar a deshoras o locales turbios con neones baratos. A la mañana siguiente acudiría a la misa y se acomodaría junto a Daniela para oírles cantar, pero recordaría bien los movimientos de ella durante el baile, la lujuria desatada de su cadera.
En casa se asoma al cuarto de Sylvia y la ve dormir boca abajo, abrazada a la almohada, la ropa en desorden. Estos días la encuentra adulta, demasiado crecida para su edad. Eso le entristece. Quisiera poder protegerla siempre, pero se va lejos, donde él ya no podrá seguirla. En la cama trata de masturbarse con denuedo, pero no lo logra y al cabo de un cuarto de hora abandona su polla medio eréctil enrojecida por la fricción furiosa y se duerme con la boca seca y un denso olor a humo de tabaco en el pelo, la cara y las manos.
Ariel oye a Sylvia pagar al mensajero que ha traído las pizzas y las cervezas. El chaval echa una ojeada a espaldas de ella y al ver el piso vacío pregunta con inocencia, ¿eres okupa o tienes alergia a los muebles? Sylvia se ríe. Es colombiano. Un poco las dos cosas, ella responde. Sylvia reaparece en el salón y Ariel le pregunta ¿qué te dijo? Ella se lo cuenta. Trae las latas de cerveza en una bolsa de plástico. Su cena, señor propietario. Y le devuelve el cambio. Pusieron servilletas, qué detalle. Se han sentado en el suelo, la madera cruje acompañando cada uno de sus movimientos. La casa habla, dijo ella al entrar.
Ariel tiene las llaves desde una semana atrás, pero hasta hoy no ha ido a ver el piso con Sylvia. Desde la terraza contemplaron un atardecer violeta tras los edificios. Un cielo espectacular, dijo él. Esta mañana llovió, le explicó ella, y cuando llueve los atardeceres en Madrid son limpios. Ariel la sujetó por la cintura y la besó en los labios. Pensé que no me ibas a traer nunca, le dijo Sylvia señalando el piso. Esta semana casi ni nos vimos. Sylvia se dejó caer hacia una esquina de la terraza. Se asomó hacia la calle. Fue entonces cuando él propuso pedir una pizza y cenar allí mismo.
Ariel sabe que él se demoró a propósito antes de traerla al piso. Espera que lo decoren, me han recomendado a una chica que se lo ha decorado a varios en el equipo, fue la única explicación que le dio días atrás. Típico, te compras un piso y te lo decora una pija especializada en casas de futbolistas. Pero Ariel no quería que Sylvia entendiera la compra del piso como un compromiso entre ambos. Sabía que era injusto, pero evitaba malentendidos.
El fin de semana pasado se alegró de jugar fuera, de viajar a Valencia. Marcó el gol del empate frente al equipo local y eso les empujó a buscar la victoria en los minutos finales. Ariel no celebró el gol mordiéndose un mechón de pelo ni encontró un mensaje de Sylvia en su móvil al terminar el encuentro. Les dieron la noche libre en la ciudad y aprovechó para salir con los compañeros del equipo. Cenaron paella en los reservados de un restaurante junto a la playa y luego los llevaron a una discoteca conocida. Allí los sumergieron en una cabina desde la que se veía la pista de baile repleta, pero ajena al agobio. El dueño del local les ofreció chicas, pero Amílcar advirtió a los más íntimos, ojo, que aquí lo graban todo. Si queréis putas llevároslas al hotel.
Pese a las advertencias, diez minutos después el reservado estaba lleno de risas disonantes. Las chicas se dividían en grupos, son muy majas dijo el dueño, dejando claro que no se trataba de profesionales. Ariel habló con una que dijo llamarse Mamen y que después de una cortísima conversación sobre la nada dejó caer un ¿sabes?, me lo estoy pasando megabién. No parecía tener otra ocupación que sostener su rizo rubio tras la oreja y exhibir el bronceado uniforme y excesivo. Yo creía que los argentinos erais más habladores, le dijo en otro momento. El sonrió, sólo con nuestro analista. Los que venís de países pequeños debéis alucinar con la superpasión con la que vivimos aquí el fútbol, ¿no? Ariel se sintió estremecer. Amílcar lo rescató para acompañarlo al baño. Allá estaba terminando de orinar el lateral derecho. ¿Qué tal la tuya? Demasiado tonta, respondió Ariel. Las tontas me ponen, ¿a ti no?, le dijo antes de empujar la puerta y regresar con entusiasmo al reservado.
Mira, para que yo me folie a una de esas guarras tendría que estar pasadísimo, le dijo Amílcar. Bueno, tu mujer es una preciosidad, le respondió Ariel. Es lo que tienes que hacer tú. Búscate una chica honrada que te ate corto. Ahora con la pasta que ganamos siempre vas a tener a alguna revoloteando, pero no interesa, es perder el tiempo. Yo llevo quince años jugando, si no hubiera llevado la vida que he llevado ahora estaría penando por ahí o retirado.
Ariel se alegró, al volver al reservado, de que su chica estuviera hablando con otro compañero. Algunos habían bajado a la pista a bailar reggaetón. Se sentó junto a Amílcar y conversaron con sarcasmo acerca de sus compañeros. A uno de ellos le había pillado su mujer en la cama con la muchacha que cuidaba a los niños. Lo había echado de casa.
Al día siguiente regresaron en tren, la mayoría adormilados, con resaca. En la salida de los andenes se congregó la gente para pedirles autógrafos, tardaron casi media hora en alcanzar el autobús. De camino al estadio, Ariel miró la cola formada a esa hora de la mañana del domingo frente al museo del Prado. Llevo seis meses en Madrid y aún no he visitado el museo, se dijo. Se propuso hacerlo aquella misma semana. La tarde la pasó encerrado en casa, se dejó caer por allí Ronco. Vieron en televisión el partido que cerraba la jornada.
Ronco puso la radio para acompañarlo. Al principio trabajaba en la radio, retransmitía partidos. Pero con esta voz, joder, llamaba gente a protestar todo el rato, que quiten al afónico ese. Yo sigo pensando que podía haber triunfado, un poco como el Tom Waits de la información deportiva, pero a la chusma le gusta que el locutor haga fiorituras y cante el gol con gorgoritos. Digo la chusma porque mi jefe en la emisora siempre llamaba a los oyentes la chusma, nos decía el tío, ahora pasadme otra llamada de chusma o esta noticia le va a gustar a la chusma, nos debemos a la chusma, no podemos fallarle a la chusma, la chusma quiere espectáculo. Después del partido de la liga argentina, Ariel llevó a Ronco a la ciudad.
Te ha dado un ataque de nostalgia, le dijo Ronco al verlo callado, no deberías ver los partidos de tu tierra. La verdad, a veces me pregunto qué coño hago aquí. Dinero, tío, ganar mucho dinero, ¿te parece poco? Más dinero del que podías soñar cuando sólo eras un pibito del Río de la Plata. A Ariel le divertía el disparatado acento argentino que impostaba Ronco. Gira, gira por esta calle, verás qué estampa. Ariel obedeció y avanzó por una calle cuya acera está poblada de norteafricanas que se ofrecían en ropa interior. Ve más despacio, que no las veo bien, le pidió Ronco. Acojonante, ¿verdad? Algunas se acercaban al coche o dirigían gestos, las más atrevidas salían al encuentro y se interponían ante la luz de los faros. Para, para, gritó Ronco, ésa es guapísima. Ni hablar, no me jodas. Tío, si por veinte euros nos hacen una mamadilla, insiste Ronco. Ariel empezó a pensar que no hablaba tan en broma.
La mayoría de las chicas lucía un tacón imposible que golpeteaba sobre el asfalto. Ese desprecio tuyo por las putas sólo puede significar una cosa, le dijo Ronco cuando ya abandonaban la zona, que estás enamorado. Pero qué dices, eludió Ariel. Estás en ese extrañísimo momento en la vida de un hombre en que el corazón manda sobre la polla, a mí creo que no me ha ocurrido nunca, ¿y cómo es?, ¿es bonito? Ariel sonrió ante las bromas de Ronco. Eres un reboludo de mierda, cállate de una puta vez.
De vuelta a casa Ariel recordó que también un domingo, cuando conducía solo por la ciudad, había atropellado a Sylvia. Se convenció de que sería capaz de no llamar a Sylvia en días, de dejar que se enfriara su relación hasta que ella misma se diera cuenta del imposible. Ella es fuerte, se dijo, lo entenderá.
El lunes le llamó Arturo Caspe para arrastrarle a una cena, se entregan los premios de una revista, necesitan gente famosa. Le sentaron a la mesa con un escritor de éxito y un presentador de televisión que trató de seducir a una joven modelo. La chica sonreía divertida y lanzaba miradas de socorro hacia Ariel. Este jugó el papel de tímido y callado. Le tocó entregar un premio a una nadadora alta y divertida con la que luego charló un rato. Terminada la cena acompañó a Caspe y su grupo, la mayoría actores o gente de televisión. Entraron en un bar detrás de Callao y allí coincidió de nuevo con la joven modelo. Se acodaron en la barra. Ella era simpática y fumaba sin parar. Se llamaba Reyes. Ariel apretó el acelerador. La chica conocía Buenos Aires y tenía amigos allí. Después de un rato de conversación, Ariel le preguntó si quería que fueran a otro sitio más tranquilo, tú y yo solos. Ella sonrió soltando el humo del cigarrillo y le dijo aunque no te lo creas, tengo un novio que me gusta mucho y no me apetece irle engañando por ahí, ni siquiera con chicos con un lunar tan bonito como el tuyo. Ariel encajó el golpe, bromearon un instante y luego ella le dejó a solas rumiando su fracaso con alguna bebida antes de volverse a casa y despedirse del grupo de Caspe. Estaba de mal humor, le avergonzaba haber recibido la frase de la chica. Fue una oportuna respuesta a su torpeza y su falta de elegancia. Ariel pensaba en su incapacidad para acceder a otros tipos de chicas que no fueran águilas nocturnas. Quizá Sylvia sea la única chica normal que se le ha cruzado desde que llegó a Madrid.
El miércoles jugaron un partido de competición europea. Y aunque se celebraba en Madrid, el entrenador prefirió concentrarlos desde la víspera en un hotel. Empezaba la fase clasificatoria y el equipo alemán era un clásico de la competición. El lunes no llamó a Sylvia, tampoco el martes.
El miércoles ella le envió un mensaje, «suerte esta tarde». Era más expresivo lo que callaba que lo que decía, solía ocurrir. «Gracias, he tenido unos días muy liados, te llamo», le respondió él.
Ariel jugó mal. Le fue casi imposible desbordar a los laterales alemanes. Jugaban muy atrás, con poquísimo espacio entre líneas, convencidos de que un empate sin goles era un resultado buenísimo. Hacía un frío seco sobre el césped, no me extrañaría que nevara, dijo un veterano cuando llegaban al estadio en el autobús. A Ariel lo cambiaron cuando aún faltaban veinte minutos y el estadio silbó su trote hasta la banda. Suerte, le susurró a su compañero. Pero no la hubo. Volcados sobre la portería alemana, ellos supieron sacudir un contraataque con un balón rapidísimo, desbordar al único central retrasado y marcarles un gol sin tiempo para la reacción.