Saga Vanir - El libro de Jade (31 page)

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Aileen no esperaba una disculpa y menos una tan sincera como aquella. Pero no era suficiente. Se sentía herida.

—Debes estar loco si crees que hay algo que puedas enmendar —se sorprendió al ver que sus palabras herían a Caleb. —Ahórrate las disculpas, monstruo. Ni las acepto ni las necesito.
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—Pero yo sí, Aileen —alzó la mirada y le rogó con los ojos que lo excusara por todo. —Me dejé

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guiar por la ira y la venganza. Te hice cosas horribles, fuiste objeto de un lado oscuro que nunca
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había mostrado, que ni siquiera yo sabía que existía en mí. Un lado que se movía guiado por una
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mala información, por la confusión —y también por su cuerpo y por todo lo que ella le hacía
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sentir. —Jamás he hecho nada parecido a nadie, a ninguna mujer y menos a una humana. Me

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avergüenzo de mi comportamiento.

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—No es para menos... —gritó. —Y ahora, lárgate...

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Va

Aileen se dispuso a dejarlo ahí tirado. No quería oír más palabras. No podía oír su voz, porque
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se le grababa a fuego en su interior y se sentía débil. Y no quería volver a sentirse débil e indefensa
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nunca más.

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Justo cuando se apresuraba para pasar por el lado de Caleb, éste la detuvo cogiéndola
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suavemente pero con firmeza del brazo e inclinó la cabeza para decirle algo al oído:
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—Escúchame bien. No voy a parar hasta que me perdones, Aileen. No soy ningún monstruo y no me detendré hasta que tú lo creas. Estoy aquí para lo que necesites. Si quieres saber algo de mí

o de los vanirios, sólo tienes que hacérmelo saber y acudiré a hablar contigo de lo que desees.

—¿Por qué te importa tanto lo que yo piense de ti ahora, monstruo? —le dijo sin alzar la mirada hasta él. —Y no me pongas las manos encima.

—Porque necesito arreglar las cosas que he estropeado. Y porque aunque no lo creas, Thor era
un hermano para mí y lo quería con toda mi alma. Me duele haberle fallado así, haberme
equivocado tanto. Si me dejas, yo me haré cargo de ti. Él lo habría querido así.
Aileen alzó la barbilla y lo miró a los ojos con incredulidad.

—Primero: nunca más vuelvas a meterte en mi cabeza. ¿Me oyes? —si las miradas matasen, Caleb estaría muerto. —Y la respuesta es: No. No me pondría en tus manos jamás. Caleb frunció el ceño y contraatacó.

—¿Tienes hambre, Aileen? ¿Un hambre casi animal que no desaparece aunque te pases el día comiendo? —gruñó a punto de perder la paciencia. Aileen cerró los ojos y apartó la cara para que él no la viera. Sí. Tenía hambre y por mucho que comiera, su estómago seguía vacío. Mango. Mango era lo que quería.

Caleb sonrió comprensivo.

—Claro que tienes hambre. Eres una vaniria. Vi tu cara hambrienta ayer por la noche, cuando estabas pegada a mí —se inclinó hasta rozar con sus labios el oído derecho de Aileen para hablarle en susurros. Sus dos cabezas morenas pegadas la una a la otra. —Yo también te deseaba. Yo te puedo ayudar. Puedo calmar los espasmos de tu estómago, los calambres que provoca la agonía de no saciar tu apetito. Te debilitarás si no te alimentas, pequeña. A ella se le dilataron las pupilas. Apretó los puños e intentó zafarse del hierro candente que era su mano.

—Debes acudir a mí cuando te flaqueen las fuerzas —rozó su garganta con la nariz. —¿Me oyes, Aileen? Sólo a mí.

Oh, señor. ¿Y qué debía de hacer cuando le flaquearan las rodillas como le sucedía en ese momento? Hablar en ese tono tendría que estar penalizado por la ley. Y oler tan bien tendría que ser uno de los diez mandamientos.

«No olerás nunca a mango.»

—Vendrás a mí cuando me necesites y yo seré tu cura.

—Cállate, por favor... —dijo con la voz entrecortada y los ojos cerrados. Sí, claro, él sería su

cura. Un cura era lo que necesitaba, uno que practicara exorcismos y que ahuyentara al demonio
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de Caleb de su vida.

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—Porque tú eres para mí. Igual que yo soy para ti, Aileen.

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Ella abrió los ojos como platos y salió del trance en el que estaba sumida. De eso nada. Sintió

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miedo al oír aquellas palabras, pero más miedo todavía al sentir que podían ser ciertas. Que ella lo
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podría desear.

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—Suéltame —dijo entre dientes mirando la mano enorme y masculina que la sujetaba por el
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brazo. —No soporto que me toques.

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Caleb la soltó obedeciendo su orden. Ella lo miró plenamente consciente de que él se la comía
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con los ojos. Lejos de desagradarle, se irguió orgullosa y le dio una cínica sonrisa berserker. Una

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que Caleb no querría haber visto nunca.

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—Obviamente, yo no soy tuya y, desde luego, tú no eres nada mío, monstruo.
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—Tú —le dijo rabioso por negar lo que para él era evidente y además muy importante— has sido mía como ninguna mujer lo había sido antes y yo he sido tuyo como ningún hombre lo ha sido en tu vida. Nos acostamos juntos. Y sí, sé que fui duro y en realidad quería castigarte, porque pensaba que eras otra persona, pero aun así... fue... increíble. Y tú lo sabes, Aileen. Sobró el cinturón y el principio tan brusco que tuvimos, pero luego... —meneó la cabeza y exhaló. —Fue... sublime —exhaló con fuerza. —Y tú, pequeña niña... —susurró alargando la mano para acariciarle el pelo. —Sé que estás asustada.

Aileen le apartó la mano de un manotazo y Caleb se tensó. Volvió a afilar la voz.

—Perdiste la virginidad conmigo.

—No. No la perdí por el camino como quien pierde una horquilla... Tú me la robaste... —

exclamó furiosa. —No has sido mío ni yo he sido tuya... —se obligó a serenarse. —Para hablar de posesividad hay que tener algo más valioso que el cuerpo de otra persona. Hay que tener el corazón del otro. Obviamente, tú no tienes el mío y yo no tengo el tuyo, porque tú no posees corazón, monstruo. Y, en caso de tenerlo, yo jamás reclamaría uno tan negro y vacío como el que tienes ahí metido —miró su pecho izquierdo con desprecio. —Nadie podría quererte nunca. Después de esas palabras, se miraron fijamente el uno al otro. Se podía ver cómo saltaban chispas entre ellos y pronto habría una gran explosión.

—Aléjate de mí —le dijo ella apartándose de él. —No quiero tener nada que ver contigo.

—¿Sabes, Aileen? No soy tan malo como crees —le dijo con la voz teñida de dolor. —A lo mejor algún día me creerás y, por el bien de ambos, espero que te des cuenta pronto, porque esto va a ser un infierno.

—Tú ya me enseñaste cómo era el infierno. Además —repuso ella riéndose de él, —¿qué harás si no pienso como tú quieres que piense? ¿Y si no me doy cuenta de tu supuesta bondad? ¿Me atarás a tu cama otra vez? —le preguntó con repulsa. —¿Ese es tu modo de demostrar que tienes razón? Olvídalo, monstruo.

—Te ataré sólo si tú me lo pides —contestó él provocador.

Aileen sintió que un volcán de lava ardiente entraba en erupción a la altura de su diafragma. Nunca antes se había sentido tan agraviada, tan encolerizada con alguien. Sí, él era el infierno y ella se consumía con sus llamas.

Era imposible que ese hombre estuviera realmente arrepentido por lo que le había hecho pasar. Si no, ¿por qué iba entonces a hablarle de ese modo?

—No tienes ni idea de tratar a una mujer, cerdo arrogante. Ni idea. Te disculpas y luego haces como si la disculpa no valiera nada. Te detesto.

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—¿No te gustó que te atara a la cama? —preguntó él con fuego en la mirada. —A muchas
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parejas les gusta jugar así. ¿A ti no? Bien, lo tendré en cuenta —le encantaba provocarla. Mejor ira
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que indiferencia, pensó.

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—Yo no soy tu pareja... Abusaste de mí...

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—Te complací. Tres veces —señaló alzando tres dedos. —Tu cuerpo no quería que me alejara

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de ti, pero tú sí, porque me tenías miedo —encogió los hombros. —Solucionemos lo del miedo y
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dejémonos llevar.

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—Cállate... Largo de aquí... —empujó su pecho sólido con las dos manos, pero no se movió ni
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un centímetro.

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—Espera, espera —susurró él esperando ser esta vez más sutil. No podía hablarle así... Ella
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todavía no veía lo que él. Pero el vanirio posesivo salía a flote y era difícil controlarlo. Ella no sabía
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que estaban predestinados a estar juntos, así que se obligó a hablar con más calma. —Te lo
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suplico, Aileen. Escúchame.

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—¿Qué quieres de mí? —gritó ella asustada. Sus ojos lila reflejaban la frustración que sentía.

—Dame una oportunidad para demostrarte que no soy un bruto insensible. Sólo una —se acercó a ella sin avisar y enseguida estuvo a menos de un dedo de distancia de su cuerpo. Sus pechos casi se tocaban. —Déjame enseñarte qué soy, quiénes somos los vanirios. Te suplico que me dejes intentarlo —su tono había perdido toda arrogancia y altivez para convertirse en un susurro lleno de reclamo.

Aileen no supo cómo Caleb se había movido con tanta rapidez hasta que se lo encontró

tapándole toda vista con su enorme corpachón de gigante. Su cuerpo transmitía mucho calor.

¿Acaso los vampiros no eran fríos como el hielo? ¿Por qué él no?

—No soy un vampiro —susurró él cogiéndole un mechón de pelo con delicadeza y acariciándolo con dulzura. Esperaba un manotazo, pero no llegó.

¿Podía una caricia a través del cuero cabelludo enviar un latigazo eléctrico de deseo a todo el cuerpo?

Aileen no podía apartar los ojos de él. Ni siquiera podía recriminarle que le estuviera tocando la melena.

Sin previo aviso, que por lo visto era el modo de maniobrar de Caleb, él tomó la mano derecha de Aileen entre las suyas, se la llevó al pecho y la retuvo entre sus palmas ardientes. Aileen tuvo que tragar saliva y cerrar los ojos ante su tacto y la gracia de su movimiento.

—¿Oyes el latido de mi corazón? —preguntó mientras observaba con la avidez de un león el admirable rostro de Aileen. —No soy un muerto viviente por mucho que quieras matarme. Mi corazón bombea sangre a todo mi cuerpo. Es porque estoy vivo.

Aileen abrió los ojos y lo observó mientras le pedía a gritos misericordia.

—No me importa —dijo ella.

—Sí que te importa. No soy un vampiro. Ni soy un demonio —susurró con dulzura.

—¿Qué eres entonces? —su voz sonó tan débil que dudó que Caleb le hubiese oído.

—Somos hijos de los dioses —con los pulgares acariciaba el dorso de la mano de ella. —Nos crearon para proteger a la humanidad.

—Me cuesta creerlo... —susurró bajando la mirada y apartando la mano del pecho de Caleb.

—Lo sé, sé que estás asustada y que me tienes miedo. Pero hay cosas de ti que no sabes, cosas de tu naturaleza —dejó que se apartara de él, pero eso hizo que se le encogiera el estómago. —Yo puedo ayudarte a comprender.

—Pero yo no quiero que estés cerca... —gritó ella sintiéndose desbordada por el cúmulo de
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emociones que albergaba su corazón. Los ojos le picaban por contener las lágrimas. —No estoy
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cómoda contigo y tú no haces nada más que perseguirme y acaparar todo mi espacio. Te metes en
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mi mente, te has metido en mi cuerpo y haces que me sienta extraña... que me comporte como...
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—como si estuviera en celo, pensó.

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—Eso último no lo hago yo. Tú reaccionas a mí como yo reacciono a ti. Nuestros cuerpos se
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reclaman, Aileen.

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—No... No y no... —exclamó limpiándose las lágrimas con el puño de la camisa. —Fuera de mi
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cabeza...

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—Es una de las cosas que podría explicarte si compartieras tu tiempo conmigo —le dolía el
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corazón de verla tan contrariada y abatida. —Tienes que entenderlo —la cogió de los brazos y la

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obligó a mirarlo—.

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—Suéltame... —forcejeó pero no podía librarse de su retención.

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—Tú marcarás las pautas, los tiempos, todo. ¿Quieres que vayamos despacio? Perfecto, iremos despacio. Pero no huyas de lo que eres —él nunca antes había cedido con nadie, pero los ojos de Aileen, asustados y vulnerables, lo obligaban a cederle terreno. No podría hacerlo de otro modo.

—Dime ¿qué quieres que haga?

—Quiero que te vayas —temblaba entre sus manos. Y lo peor era que si él no se marchaba, ella cedería ante la tentación de tocarlo y... ¿saborearlo? Estaba tensa y asustada. Cuando Caleb comprendió que ella le tenía miedo aflojó las manos. Caleb la soltó y se limitó a controlar su respiración y a calmar el deseo que tenía de abalanzarse sobre ella, echarla sobre la hierba y poseerla en todos los sentidos, de todos los modos. Alzó el mentón y relajó las facciones.

—Está bien —dijo él. —Si es lo que deseas, así lo haré.

—No quiero que entres en mi mente ni que emplees tus trucos de domador —ordenó

agarrando con fuerza el diario de su madre.

Caleb apretó los dientes, pero asintió. Él necesitaba el contacto con ella, y más ahora, cuando la necesidad de unirse a su cáraid le nublaba la mente y la razón. El notaba que a Aileen le empezaba a suceder lo mismo, pero debido a la fuerza de esas emociones, ella se echaba atrás. Pobrecita, estaba tan asustada... Iba a darle un tiempo, sí. Pero si después de ese tiempo ella no entraba en razón, las cosas se harían a su modo.

Tomaría lo que era suyo.

Hasta entonces ambos sufrirían lo indecible, sobre todo Aileen, que no sabía cuan fuerte iba a ser su deseo por él. Sin embargo, él era el que corría mayor peligro. Cuando un hombre bebe de su cáraid depende de ella para siempre. Si la hembra, todavía no ha bebido de él, no peligran ni su vida ni sus poderes. Caleb peligraba ante el rechazo de Aileen. Pero, como Aileen no había bebido de él, de momento estaba a salvo de volverse loca. Hasta que lo probara. Sintió ganas de preguntarle a Aileen, a qué olía él para dilatarle las pupilas de ese modo. Lo miraba con tanto calor en sus ojos... ¿Cuál sería su sabor favorito?

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