Saga Vanir - El libro de Jade (7 page)

BOOK: Saga Vanir - El libro de Jade
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—¿Tú? —dijo horrorizado.

Eileen se cubrió los pechos de nuevo y le giró la cara. Caleb tenía hambre. Hambre de verdad: sexual y física. Ella era el pastel.

—Me da igual lo que me hagas, pero... ¿Qué harás con Brave? —le preguntó ella sin poder controlar el temblor de su voz.

Le afectaba más lo que le pasaba a su perro que lo que le habían hecho a su padre. ¿Por qué?

¿Sería efecto del shock?

Caleb sólo veía sus labios moverse. No oía su voz. Labios sensuales, algo enrojecidos por el golpe y la sangre.

—¿Lo vas a matar también? —lo miró más tranquila al ver que su rostro volvía a tener una boca hermosa sin colmillos y unos ojos dulces y peligrosos del color del mar de una isla caribeña.

¿También? ¿A quién había matado él? Había sido Samael, no él. Le enfureció que lo acusara injustamente.

—Te dije que estaba dormido. Se despertará cuando yo se lo ordene. Ahora, no.

—¿No me dejas despedirme de él? —sentía la garganta ardiendo y escocida de la sal de las lágrimas.

Caleb sintió algo parecido a la ternura por esa mujer. Pero desapareció al instante.
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—No, no te dejo —la tomó del brazo y la llevó a trompicones fuera de la casa.
Ja

La lluvia torrencial caía sobre Barcelona. La noche estaba oscura y el cielo se iluminaba por los
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relámpagos. Eileen tiritaba del frío, aunque agradeció la sensación de frescor del agua, porque la
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desbloqueó. Dos Porsches Cayenne negros, con los cristales tintados, esperaban en la cabina de
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seguridad. Estaban vacíos. A dos metros de la cabina había otro cuerpo en el suelo. Era Daniel.

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Tenía los ojos cerrados y un corte sangrante en la frente. ¿Inconsciente?

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—No está muerto —le dijo él. Se agachó y le puso la mano sobre la cabeza para susurrarle algo.
Va

—Cuando despiertes, sabrás que Mikhail y Eileen han tenido que viajar precipitadamente por
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asuntos de negocios. No sabrás cuándo volverán. Todo seguirá con normalidad. Nunca me viste.
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Tropezaste y te diste un golpe en la cabeza.

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Ella desencajó la mandíbula. Estaba sorprendida. ¿Podía hacer eso? ¿Podía mandar algo a
el

alguien con aquel timbre de voz?

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Len

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Caleb abrió la puerta del coche y la obligó a entrar. Los asientos de piel beige se estaban empapando. Él no entró todavía. Abrió la puerta del maletero y sacó una bolsa precintada con algo rojo y esponjoso dentro.

Finalmente entró en el coche.

—Toma —le lanzó la bolsa que acabó golpeándole en la herida del pómulo. Eileen gimió de dolor, pero se sorprendió al descubrir una toalla. No se lo iba a agradecer, pero había sido una sorpresa. Seguramente se la tiró para que no se mojara la piel de los asientos. Con una mano intentó abrirla, la otra ya no le respondía. Sentía las manos entumecidas.

—¿No te enseñaron a abrir bolsas, ramera?

Eileen se envaró.

—La abriría si pudiese utilizar las dos manos. Pero me has roto la muñeca, estoy con el pecho descubierto, tengo frío y se me está hinchando la cara —añadió con sarcasmo. —No, creo que no me enseñaron a abrir bolsas en estas condiciones, monstruo.

Caleb refunfuñó. Le quitó la bolsa de la mano con muy mal humor, la abrió y volvió a tirarle la toalla a la cara. Con lentitud y unos movimientos muy sigilosos, Eileen agarró la toalla con tanta fuerza que los nudillos de su mano buena perdieron el color. El arrancó el coche mirándola de reojo. La había cabreado y eso le encantaba. Ella abrió la ventana y tiró la toalla a la calle con un grito de furia.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó él asombrado. —No quiero nada de ti. Prefiero coger una pulmonía o morir de frío a aceptar algo de un asesino como tú —le señaló con el dedo. Caleb la miró impasible.

—¿Quieres que hablemos de asesinos? Aún no he empezado contigo, Eileen. No me provoques

—le dijo con una voz suave pero fría.

—Pues más vale que cuando empieces, termines conmigo —sugirió con los ojos rojos e irritados. —Porque removeré cielo y tierra para ir a por ti y destruirte. Asegúrate de dejarme bien desvalida, asegúrate... Porque por pocas fuerzas que me queden, te buscaré y te mataré. Lo juro

—estaba temblando no sólo de frío, sino de la rabia que sentía en aquel momento. Él admiró su valentía. Estaba débil, magullada, herida en su orgullo y, sin embargo, todavía peleaba. Si no fuese quien era, puede que...

—Monstruo. ¿Os llamáis vanirios, verdad? —lo miró de arriba abajo conteniendo la ira que la carcomía. —Os merecéis todo lo que os hagan.

¿Es que no le tenía miedo? ¿No había tenido suficiente con todo lo que le estaban haciendo?

¿Por qué no le temía?

ed

—No me das miedo —añadió con asco y desprecio.

Ja

Ni pensarlo. Si había alguien que debía temerle, esa persona era ella. Sonrió con malicia.
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—Veo que crees que lo que nos hacéis está bien —comentó alargando de nuevo los colmillos.
bi L

—Bien. No te cubras, ramera —le ordenó.

lE -

—Vete a la mierda.

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—Te he dado la toalla y la has rechazado. Ahora no te cubras.

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Seguía abrazándose los pechos sin apartarle la mirada y con los labios temblorosos. Caleb frenó

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en seco y paró a un lado de la carretera. Cogió la palanca de posición del asiento de Eileen y lo
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echó para atrás, dejándola estirada. Se desabrochó el cinturón de seguridad y de un salto se

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colocó encima de ella.

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—Habéis matado a mujeres y niños —le susurró volviéndola a agarrar del pelo y forzándola a
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levantar la cara hacia él. —Violasteis a las mujeres, le extrajisteis los órganos, incluso los fetos a
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aquellas que estaban embarazadas. A los niños, los apartáis de sus padres y les forzáis a que vean cómo los mutiláis. Experimentáis con ellos para ver cómo reaccionan sus pieles al sol y luego hacéis el proceso una y otra vez para ver y estudiar sus rápidas recuperaciones. Matáis y torturáis

—le tiró del mechón. —Te mereces todo lo que yo te haga a partir de ahora.

¿Quién era capaz de hacer algo así? Se preguntaba Eileen mientras miraba fijamente sus ojos verdes. ¿De verdad había gente tan salvaje? ¿Pero qué pintaban ella y su padre en todo aquello?

—Pero... pe... pero, yo no... no tengo nada que ver co... con eso —le susurró implorando un voto de confianza. —Tie... tienes que creerme, Caleb.

Caleb tensó la espalda cuando la oyó pronunciar su nombre por primera vez. Le soltó el pelo y colocó una mano a cada lado de su cabeza. La miró detenidamente. Estaba acorralada, doblegada, herida por él y los suyos. Sus magulladas manos reposaban tensas sobre su torso con los brazos doblados. Habían matado a su padre. Y ella quería luchar por su libertad, por su vida. Pero no podía engañarlo. Ella era la que firmaba y daba el beneplácito a los transportes para que movieran de un lado al otro la mercancía, los instrumentos y las medicinas. Era la hija de Mikhail y se suponía que entre ellos había confianza como para trabajar juntos en algo así. No era ninguna ignorante.

—Déjame entrar en tu mente y entonces, sólo entonces, pueda que te crea —le desafió.

—¿Qué... qué debo hacer para que entres? —preguntó insegura.

—Relájate.

Eileen echó un vistazo a la posición de sus cuerpos. Sí, claro, relajarse. Así de fácil.

—Me estás aplastando... a... así no puedo...

—Cállate —gritó. Ellos no podían tener aquella conversación cordial, ella era su enemiga. —Haz el favor de cerrar los ojos —utilizó su tono melódico para atraerla e inducirla a la relajación. Eileen cerró los ojos gustosa y empezó a abrir las piernas. No, por Dios. ¿Qué estaba haciendo?

Esa voz... Caleb apretó los dientes ante la invitación.

Miró como sus piernas bronceadas y esbeltas se abrían. Se encajó entre ellas hasta que tocó y aplastó su sexo con el de ella. Encajaban a la perfección. De estar desnudos, ya la habría hecho suya. Se concentró en ella. Intentó acceder a su mente, a sus recuerdos. No había ningún muro pero se topaba cada dos por tres con una niebla espesa y blanca. No era que no pudiese entrar. Si entraba, él se perdería en esa confusión. Ella no lo iba a dejar, no lo iba a permitir.

—¿Intentas confundirme? ¿Quieres que me pierda? —le preguntó él con un gruñido.

—¿Perderte? ¿Confundirte?

—Basta... No me engañarás más. Me pones obstáculos. No quieres que descubra la verdad.
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Eileen cerró los ojos con fuerza, tragó saliva e inclinó la cara a un lado, enseñándole la yugular.
Ja

Él dictaba sentencia.

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—Si no me crees, será mejor que acabes con esto. Yo... no lo soportaré mucho más. Venga,
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muérdeme —dijo ofreciéndose.

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—Te haría un favor si hiciese eso, ramera.

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Ya estaba otra vez ese insulto afilado. Por un momento, al llamarlo por su nombre, había visto
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algo de comprensión en su mirada, como si él quisiera creerla, pero debería haber sido un
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espejismo. Ahora volvía a ser el monstruo. Un monstruo encajado entre sus piernas como ningún
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hombre lo había estado antes con ella.

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—Por favor... Caleb —lo iba a intentar de nuevo. —Tiene que haber un modo de que
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podamos...

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—Primero, yo no soy Caleb para ti —la cortó alterado. —Me llamarás amo a partir de ahora —

su tono era frío e impersonal. —Segundo, te dije que no me tocaras —cogió la mano de ella que había colocado sobre su durísimo pectoral para apartarlo y la alzó de nuevo sobre su cabeza. Luego cogió la mano derecha, la lisiada, y con delicadeza la colocó sobre la izquierda. Agarró

ambas muñecas con una mano. —Tercero —miró su boca, —no hablarás más hasta que yo te dé

permiso. Se acabó, no te creo, ni te creeré. No quieres que lea tu mente, pero hay muchos modos de entrar en la mente de alguien.

—¿Me vais a torturar? —lo miró angustiada.

—Más de uno querría eso, ramera —contestó afirmando con la cabeza. —Verás que donde te voy a llevar, no serás muy bien recibida. Pero, no. No voy a pegarte.

—¿Entonces...?

—Ya lo verás.

—¿Qué eres? —preguntó con la barbilla temblando.

—Desde que empezasteis la cacería, no os habéis molestado en preguntárnoslo. ¿Qué te importa ahora?

—Me importa porque quiero saber qué son mis enemigos. ¿Sois vampiros, verdad? Debo de estar volviéndome loca... —susurró al darse cuenta de lo que había dicho en voz alta. —¿Qué me vas a hacer? —Si era o no era un vampiro, no lo sabía, pero por Dios que era igualito que esos seres atractivos y con colmillos que salían en las películas inspiradas en los libros de Anne Rice. Caleb bajó la mirada a sus preciosos pechos desnudos y ella volvió a hiperventilar. Aquella intimidad con él era más de lo que podía soportar. El cubrió un pecho con su mano libre y la miró a los ojos.

—Te voy a soltar las muñecas. Si intentas tocarme, te prometo que te morderé. Te haré daño.

—¿No me contestas? —la voz algo afónica. ¿O era ronca?

—También te haré daño si vuelves a abrir la boca otra vez.

Eileen alzó la barbilla en un gesto de orgullo, aunque sabía que debía resignarse. Poco a poco, Caleb soltó sus muñecas, mientras con la yema de los dedos reseguía con una caricia sus brazos, sus axilas suaves, su cuello, su clavícula y, al final, su otro pecho, frío y húmedo de la lluvia. Eileen se movió inquieta bajo su cuerpo aguantando con todo el aplomo que pudo aquella revisión a la que Caleb la sometía. Él siguió acariciándole el pecho hasta ver como se le ponía el pezón erecto, entonces lo cubrió y lo empezó a masajear. Sus manos grandes y masculinas la estaban abrasando con su calor. Ella movió las manos sobre el respaldo de la silla. Quería agarrarlo de su melena negra como el carbón y apartarlo de ella. Pero no podía tocarlo. Se cogió desesperada al
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reposacabezas del asiento.

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Caleb liberó uno de sus pechos y lo observó hambriento mientras inclinaba la cabeza para
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llevárselo a la boca. Sus ojos tenían un verde que era casi amarillo. Eileen reprimió un pequeño
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chillido. Su boca, húmeda y caliente, se movía sin piedad sobre la carne blanda de la chica. Su
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lengua torturaba el pezón hasta tenerlo henchido y erecto. Apresó el montículo oscuro entre los
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dientes, tiró de él mientras le daba pequeños toques sutiles y dulces con la lengua. Ella apretó la
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mandíbula, mientras intentaba controlar el temblor de sus piernas. Sentía toda la virilidad de
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Caleb contra ella. Sentía su calor corporal a través de los jeans negros que él llevaba. Y ella sólo
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llevaba ese ridículo short blanco y fino con lo que podía sentirlo todo. Todo.
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Caleb dejó a sus extasiados pechos para colocarse a la altura de sus ojos. La miraba fijamente.

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Ella estaba sudando y tenía todavía churretones de sangre que descendían desde la cara hasta su
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cuello. Los labios semi-abiertos y algo hinchados por la brutalidad de Samael. Olía tan bien. Era un
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bocado sabroso y especial para él. Ese era su olor favorito, su sabor preferido. ¿Por qué ella tenía
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que ser la que oliera así? A humedad, a fresas y a tarta dulce...Deslizó las manos por su estrecha cintura y por los huesos marcados de sus caderas. Siguió acariciándole la plana barriguita y dejó las manos abiertas sobre ella. Colocó los pulgares por debajo del short y se limitó a ponerla nerviosa haciendo caricias circulares por la zona de su anatomía donde casi empezaban los rizos de su intimidad.

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