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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (8 page)

BOOK: Sé que estás allí
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Se puso el camisón y se acomodó bajo las mantas con una barra de Mr. Goodbar. Poirot sumaba tres muertos, pero el inspector se mostraba imperturbable. Dirigía la investigación de las pistas como si fuera una búsqueda del tesoro, convencido de que al final hallaría la recompensa. Sarah odiaba esta visión cinemática del destino en que algunos personajes siempre estaban predestinados a triunfar, mientras que otros se quedaban atrapados en un círculo de desesperación. Pasando de un canal a otro, se encontró con la Federación Mundial de Lucha Libre, la CNN, la ubicua reposición de Ley y Orden y finalmente se detuvo en su destino nocturno: el canal de la previsión meteorológica.

Se había convertido en una fascinación a lo largo de los tres meses pasados: apagar el volumen y mirar en silencio los siempre cambiantes mapas. Sarah creía en el clima como una medida del destino, los meteorólogos, una casta sacerdotal con sus jeroglíficas nubes de lluvia, relámpagos y copos de nieve. Su vida había cambiado irrevocablemente a causa de una tormenta y sospechaba que no era la única; aunque no a la manera de los agricultores y pescadores, que vivían de los cielos, o los propietarios de casas costeras que habitaban a la sombra de los huracanes. La secta de Sarah era más selecta. Se contaba entre los urbanitas y los petulantes habitantes de barrios residenciales con pararrayos, muros de Tyvek y monstruosos todoterrenos que, en plena complacencia bien aislada, habían visto sus vidas alteradas por una insolación o una granizada o un rayo inoportuno. Ellos eran los conversos recientes al culto de la meteorología, para quienes cada símbolo de esos mapas representaba otra tragedia.

Acababa de apagar el televisor cuando oyó que llamaban a la puerta. El reloj marcaba las diez y cuarto, demasiado tarde para satisfacer a unos golosos recién llegados. Se metió en la cama, cerró los ojos y deseó que el niño se desvaneciera. Pero lo oyó de nuevo, tres golpes en la puerta, lentos y pesados. Con un suspiro, Sarah se puso la bata.

Tendría que pegar un cartel: —NO QUEDAN DULCES— para evitar que llamasen a su puerta hasta las once.

Al abrir, le sorprendió la oscuridad. Había olvidado que apagó la luz y ahora se preguntaba qué clase de niño esperaría en un porche oscuro como boca de lobo. Al recordar a los adolescentes de dos puertas más abajo, se preparó para una broma de Halloween. Le habrían dejado algo repugnante en la alfombrilla, algo viscoso, maloliente o muerto; los niños observarían entre los arbustos, esperando sus gritos. Era mejor no decepcionarlos. Con un suspiro de resignación, encendió la luz del porche y miró hacia abajo. No había nada. Miró a derecha e izquierda, vio que todas las mecedoras y las macetas estaban en su sitio; no había nada alterado, no había nada de más. Los focos de los aleros no descubrieron a nadie en el porche, el sendero del jardín o la entrada. Parecía tratarse de un caso de llama al timbre y echa a correr, y a punto estaba de cerrar la puerta cuando vio que algo se movía en las sombras.

No era un niño. Eso lo supo en cuanto posó la vista en el contorno negro. Era un hombre, oculto detrás de su enorme magnolio. Se disponía a huir y llamar a la policía cuando la figura pareció intuir su impulso. Cruzó de las sombras a la luz y se detuvo al pie de la escalera del porche.

Sarah sintió que se quedaba sin aire. Extendió la mano izquierda para agarrarse al canto de la puerta, que abrazó contra su pecho mientras miraba a su marido, ahí de pie con la cara brillante como la luna.

Sarah cerró los ojos, suponiendo que la aparición se desvanecería tan rápido como las otras. Sin embargo, al abrirlos de nuevo, David seguía ahí. Había en él una quietud que la ayudó a superar la conmoción inicial. David no habló ni se movió, pero la apariencia tan tangible de su cuerpo dio a las piernas de Sarah cierta fortaleza. Pensó en lo que Margaret había dicho, que debía de haber algo sin resolver entre ellos y esa idea le infundió valor.

Abrió la puerta y se protegió con ella mientras dejaba el paso libre al interior de la casa. Luego sus ojos se cruzaron con los de David y, con voz apenas audible, susurró:

—Entra.

Segunda parte

Carne

Capítulo 9

Él no pretendía que sucediera nada de esto. Eso afirmó David cuando se sentó a la mesa de la cocina frente a Sarah, desvelando la larga historia de los últimos tres meses.

—Pensaba verte al día siguiente —empezó.

Y Sarah escuchó, preguntándose entretanto: ¿Podía un fantasma tener una carne tan consistente? ¿Podía su peso hacer crujir una silla? No había nada amorfo en David. No podía ver a través de su piel. Olía como un hombre que no se ha bañado en una semana. Sin embargo, Sarah no lograba librarse de la sensación de que él no era del todo real. Había leído bastantes leyendas para sospechar de todo lo que llamase a su puerta en Halloween.

En julio, explicó David, cuando había partido a su excursión en kayak, esperaba ausentarse una noche. Estaba previsto que Sarah se encontrase con él a las cinco de la tarde al norte del embalse de Buck Island, donde el Shannon se ensanchaba para formar un pequeño lago antes de caer por un muro de ladrillo de doce metros. Allí, una línea de boyas rojas alejaba del precipicio a los que remaban y los guiaba a un punto enfangado de la orilla. El domingo, Sarah esperaría bajo los álamos, leyendo una novela de bolsillo y tomando unos sorbos de algo, probablemente agua mineral. Se pondría de pie y saludaría cuando él se acercase y juntos sacarían el kayak del río, cruzarían la carretera y lo llevarían al aparcamiento. Atarían la barca a la ranchera, meterían el equipo y el remo en la parte de atrás y él se pondría una camiseta limpia y unas zapatillas de tenis. A medio camino, de regreso a Jackson, se detendrían a cenar en el café mexicano de Walter's Draft. Todo estaba dispuesto. La vida era predecible.

El primer día, las cosas fueron según lo previsto. El Shannon, que alternaba entre rápidos clase dos, ondulados jardines rocosos y largos tramos de aguas planas, tenía un caudal perfecto. El agua le salpicaba en la cara y los brazos en cada rápido, pero el río no resultaba intimidatorio en absoluto. En las partes tranquilas, se recostaba y se dejaba llevar por la corriente, bajo bóvedas de arces y robles. A medida que se internaba por las colinas y las praderas que había más allá de las afueras de Jackson, las subdivisiones daban paso a algunas granjas encaramadas por encima del río. Pasó por debajo de un paso elevado de la autopista, en cuyas vigas metálicas resonaba un contratenor constante, y en el siguiente un grupo de niños le saludó desde un columpio de cuerda y nadaron brevemente a su lado, como una manada de delfines. Ese día no se encontró con otros remeros. Su única compañía fue una gran garza que volaba de tres a cincuenta metros por delante de él.

El río era un templo de meditación. Acunado por su corriente constante, tomó decisiones como si del día de Año Nuevo se tratase. Se prometió que haría más ejercicio, que organizaría el desván, que limpiaría los porches con agua a presión. Sobre todo, tenía que distanciarse de su trabajo. Durante los dos últimos años había pasado cientos de horas presidiendo comités y encabezando una campaña para construir un nuevo centro sanitario para los estudiantes y, aunque eran unas causas valiosas, la alegría que podían proporcionar los dibujos de los arquitectos era limitada. Con frecuencia pensaba que la práctica privada sería más enriquecedora: así podría seguir las vidas de sus pacientes desde los culitos irritados a la cardiopatía, pasando por el acné. Sin embargo, siempre que lo imaginaba, la industria de las aseguradoras le esperaba como un trol bajo el puente. Además, la respuesta a su descontento no residía en otra variación de su práctica de la medicina. La respuesta esperaba en tardes soleadas, pescar, pintar y plantar árboles en su terreno junto al río. Quería visitar a amigos en el oeste, caminar por cañones que sólo había visto en el National Geographic. Y, tal vez, si trabajaba menos horas, podría salvar su matrimonio.

Él y Sarah habían sido felices en su primera década juntos, satisfechos con el presente y esperanzados con el futuro. Sólo en los últimos años habían perdido la sensación de tener una meta conjunta. Ahora lo que los mantenía unidos era una red de obligaciones sociales en la que aleteaban como un par de polillas desesperadas. La trampa de Sarah era especialmente cruel, victimizada por su propia biología. Este último año, al verla instalada en una tristeza permanente, había traído a casa una caja de Prozac, pero la respuesta de Sarah había sido tan mordaz, tan desagradecida, que él nunca había vuelto a pronunciar esas dos sílabas. Ahora «divorcio» era la palabra no pronunciada que se cernía sobre ellos, la espada a punto de caer.

El río se demoraba en una poza y David remó a la ribera arenosa, arrojó el remo a la orilla y saltó a las frías aguas. Empujó el kayak a la estrecha playa y se sentó a mirar el río. Hacía seis años que él y Sarah se habían detenido en esa misma orilla. Se habían despojado de sus bañadores y sus chalecos salvavidas y habían unido sus cuerpos en el agua, las ondulaciones multiplicándose a su alrededor como ondas de sonido.

—Estamos asustando a los peces —había reído Sarah mientras desenredaba la piernas de su cintura. Por aquel entonces, su voz tenía un tono más suave; recodar su música grave hizo que David enterrase en la arena los dedos de los pies. Tenía que traer a Sarah de vuelta al río; no había ido en kayak en todo el verano, y sólo una vez el año anterior. Tenía que sacarla de la cabaña, meterla en el agua.

El agua era un instrumento de renovación, un medio de renacimiento. Y Dios sabía que Sarah necesitaba un cambio. Se estaba volviendo insoportable, el modo en que arremetía contra él como un animal acorralado. Después de sufrir el primer aborto, él se había mostrado comprensivo: le había traído flores, preparado la cena e hizo de su propio dolor un ovillo bien apretado. Había consagrado toda su energía a mantener a Sarah estable. Pero después de la segunda pérdida, el dolor de Sarah se volvió afilado como una cuchilla, un perímetro retorcido que lo mantenía a raya.

«Que venga, que venga al río», pensó David mientras regresaba al agua. Él jugaría a ser Juan Bautista y le daría un buen remojón… No; tenía que evitar esa amargura. Era triste que el amor siempre estuviese teñido de agresión.

A las dos y media llegó a su cabaña; un pequeño embarcadero se extendía de un saliente embarrado del jardín. A derecha e izquierda había bosque, pero aquí el sol llegaba a un amplio claro salpicado de ojos de Venus. Arrastró el kayak hasta la orilla, lo dejó en la alta hierba y puso encima el chaleco salvavidas y el cubrebañeras para que se secaran. A unos cuarenta y cinco metros terreno arriba, se erigía, a la sombra de pinos y robles, una cabaña de cedro color gris azulado, cuyo único punto soleado era la terraza trasera que se fundía al sol. David se dirigió a la entrada y rescató la llave de su escondrijo bajo un ladrillo roto entre los arbustos.

Dentro de la cabaña el ambiente estaba cargado de humedad y todas las piezas de mobiliario sudaban al tacto. Se desplazó de habitación en habitación, abriendo ventanas y encendiendo ventiladores. En la sala, se detuvo al ver sus pinturas y pinceles amontonados junto a la ventana. Pasaría el resto del día sentado en la terraza, dibujando árboles e intentado ver el mundo con nuevos ojos.

Sólo una idea lo acongojó mientras se instalaba fuera con una cerveza en la mano derecha y un cuaderno de bocetos en la izquierda. Cualquiera que fuese la paz que lograra ese día, no podría mantenerla cuando volviese al trabajo. El lunes, los estudiantes de la universidad de verano harían cola ante su puerta, enfermos tras su fin de semana de bacanales, mientras él y las enfermeras se consolaban ante unas tazas de café instantáneo.

Una bandada de barnaclas canadienses llegó al embarcadero, graznando y aleteando. David entró, encontró los binoculares, salió de nuevo y los enfocó en una cabeza negra de ojos brillantes. ¿Cómo empezar a dibujar a esta criatura? Estudió la proporción entre el gran cuerpo y la pequeña cabeza, midió la anchura de la franja blanca de debajo del pico con las líneas de los nudillos, antes de contar las hileras de plumas del dorso del ave. La barnacla le obsequió extendiendo el cuello y desplegando una envergadura de metro y medio, de modo que David se vio sorprendido por una visión de los ángeles de Rafael, capa tras capa de plumas tendiendo puentes entre lo humano y lo divino.

Esa noche, mientras conciliaba el sueño, pensó en los pájaros que dormían en los árboles, a su alrededor: pinzones y paros, petirrojos y carrizos, cardenales machos y hembras. Sumido en sueños de plumas y vuelo, apenas notó la tormenta que pasó a primera hora de la mañana. Al despertar, oyó sólo el canto lento y repetitivo de las tórtolas. Y fue ése el motivo de que, al ir al embarcadero con su primera taza de café, le sorprendiese el cambio del río. Estaba crecido y en la orilla se veían burbujas enfangadas; pinocha y ramas con hojas pasaban flotando a toda velocidad. Ahora los rápidos o las zonas rocosas estarían sumergidos; las pozas para nadar parecerían espumosos capuchinos. «Qué se le va a hacer», suspiró David. Había remado antes por aguas enfangadas y la corriente del río prometía un trayecto rápido. Las cinco horas y media habituales para llegar a Buck Island se reducirían a la mitad. Si partía a las dos y media, todavía podría reunirse con Sarah según el horario previsto, y quizás el río estaría más calmado a la hora del almuerzo.

Entró a montar el caballete, pues pensaba dibujar de memoria. Las aguas de color azul verdoso y las gregarias aves ya no estaban, pero en su recuerdo el río seguía transparente hasta la última trucha. Abrió su cuaderno de bocetos y examinó los dibujos a lápiz de las plumas extendidas de la cola, los pechos hinchados y un largo pico que salía de una pequeña frente. Mojó el pincel en un círculo de pintura gris y manchó el lienzo.

Ya era mediodía cuando salió, su espalda y sus manos le pedían un descanso. Apoyado en la barandilla del embarcadero, se frotó el cuello, alzó la vista y le sorprendió ver nubes oscuras formándose al oeste. La posibilidad de otra tormenta no se le había pasado por la cabeza. Se apresuró a la cabaña, se puso el bañador y metió la ropa y el equipo en la mochila estanca. Cubrió la cama con las mantas e hizo un gesto de impotencia ante los platos sucios del fregadero, mientras llenaba su cantimplora. Para adelantarse a la tormenta, tenía que volver al río de inmediato.

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