Conque ¿Qué debía decirles a las viudas de Margaret? ¿Que guardaba luto por su juventud, su intelecto acallado, sus hijos no nacidos? ¿Que añoraba menos a su marido que los primeros tiempos de su vida en común, cuando cada día prometía algo nuevo? Últimamente su matrimonio se había encallecido en una rutina diaria, sin acusaciones pero también sin pasión. Lo suponía inevitable en la mayoría de los matrimonios.
Tal vez debía entrar de nuevo en casa. Quedarse en casa y pasar la tarde sin hablar. Lo había hecho antes, pasar días sin ver a nadie, vivir en silencio, preguntándose si se le atrofiarían las cuerdas vocales. Ante ella, su futuro bostezaba, una pálida tundra en que sus únicas conversaciones serían con los de televentas. A Sarah le bastó esa idea para ponerse en pie. Basta de melancolía. Se levantaría e iría a ver a las viudas, aunque sólo fuera para oírse hablar en alto.
A las siete y media, un puñado de mujeres raras se reunió en la sala de Margaret. Cuatro pasaban de los cincuenta y habían perdido a sus maridos en una combinación de enfermedades recientes y antiguas guerras. Dos mujeres más jóvenes habían enviudado por accidentes, uno de tráfico y otro de esquí acuático. «Una si es por tierra, dos si es por mar», el morboso cerebro de Sarah recordó el verso de Long-fellow. En la cocina, se apoyó en la mesa redonda de roble y fue llenando una bandeja con porciones de pastel de queso y bollos de arándanos, mientras Margaret le narraba las trágicas historias de sus invitadas.
—Patty es interesante, aunque algo pedante. Tienes que conocerla, es la pelirroja flaca, de cabello rizado; enseña en el departamento de sociología.
Sarah negó con la cabeza.
—Pues bueno, vio cómo su marido sufría dos años de cáncer de pulmón y ahora ha convertido la viudedad en un tema de investigación. Creo que prepara un libro.
—¿Así que todo lo que digamos podrá ser utilizando en nuestra contra?
—Exacto. —Margaret colocó queso y galletas saladas en una bandeja giratoria—. Intenta sentarte cerca de Adele. La de cabello blanco y chaqueta anaranjada. Siempre se viste como si fuera a una recepción al aire libre. Tiene ochenta y dos años y una cabeza muy despierta. Su marido murió en Corea y ella ha dirigido su ferretería durante treinta y dos años.
—Fascinante.
Sarah hizo un gesto de suficiencia mientras mordía un bollo.
—Cualquier mujer que haya vivido los años de la Segunda Guerra Mundial, de Corea o de Vietnam será mucho más fascinante que tú o que yo.
Margaret le puso la bandeja giratoria en las manos y, tomándola de los hombros, la condujo a la sala.
Allí la conversación se centraba en una de las mujeres de más edad, Ruby, cuyo marido, Bob, había muerto sin dejar testamento. La omisión era especialmente problemática porque Bob tenía un hijo de su primer matrimonio que no aprobaba a Ruby y pleiteaba con ella.
A Sarah le gustó esa Ruby, una bulldog menuda y canosa que utilizaba palabras como «avaro cabrón». La irreverencia siempre era divertida en boca de una septuagenaria. Sarah depositó las galletas y el queso en la mesita de centro de Margaret, buscó a Adele con la vista y se sentó en un sillón junto a la única mujer que vestía de anaranjado.
Parecía que el hijo de Bob quería liquidarlo todo. Creía que debían vender todo el patrimonio y transformar la vida de su padre en una montaña de dinero que pudiesen repartir. Pero Ruby se negaba a abandonar la casa e insistía en que pasaría los últimos años de su vida en el espacio que había llamado su hogar durante toda una década. El persistente Bob júnior, que había crecido en esas mismas paredes, se resentía de la intrusión de la madrastra, y ahora los abogados escribían el drama familiar mientras su minuta desplumaba el patrimonio de Bob.
El relato de Ruby suscitó un aluvión de lamentos sobre testamentos, rentas vitalicias y ayudas gubernamentales que hizo que Sarah se sintiera nuevamente agradecida a Nate. Él se había encargado de todo después de la desaparición de David: pólizas, impuestos, seguridad social. Nate había rellenado todo el papeleo, había consultado al contable de David y al personal administrativo de la facultad, había vaciado todos los cajones para encontrar todas las pólizas y todos los recibos. Lo único que ella había tenido que hacer era localizar la pegatina que rezaba «firme aquí» en la parte inferior de cada impreso.
David le había dejado una póliza de cuatrocientos mil dólares, una suma que había fijado cuando planeaban formar una familia. Sumada a la indemnización por fallecimiento de la universidad y los cheques mensuales de la seguridad social, la viudedad había demostrado ser un negocio inesperado. Sarah pensaba donar la mitad del dinero a la universidad, en forma de beca en memoria de su marido para el mejor alumno del curso previo a la carrera de medicina. Sin embargo, pensar en dinero no hacía más que inquietarla. Las viudas de Margaret parecían más un club de inversiones que un grupo de apoyo y consuelo.
Sarah se preguntó qué pensaban de verdad esas mujeres. ¿Se sentían solas o liberadas? ¿Reprimían la ira o se ahogaban en la apatía? Ella, que aborrecía la terapia de grupo, se descubrió queriendo hablar menos de dinero y más de tristeza. Quería que alguien rompiese a llorar.
Quizá por eso soltó la verdad tan bruscamente cuando Ruby le preguntó: «¿Y cómo estás tú?».
—No muy bien. Creo que me persigue el fantasma de mi marido.
Esperaba silencio. Creyó que sus palabras helarían el ambiente como una copa de vino derramada en la alfombra. Pero la reacción fue justo la contraria. El grupo pareció animarse muchísimo.
—¿Lo has visto?
—¿Has hablado con él?
—¿Qué aspecto tiene?
Les contó las dos veces que había visto al fantasma de David y explicó cómo a menudo había sentido su presencia invisible, y en todo momento las mujeres asintieron, como si estuviera dándoles una receta de galletas de chocolate. Cuando hubo terminado, la catedrática pelirroja habló por primera vez.
—Eso no es tan raro. Las estadísticas muestran que las viudas son el grupo demográfico con más probabilidades de comunicar contactos con los muertos, desde visiones o apariciones hasta vagas sensaciones de su presencia.
—Claro —interrumpió Ruby, claramente impaciente ante palabras como «demográfico»—, las mujeres tenemos muchas más facultades extrasensoriales que los hombres.
—No sé nada de dones extrasensoriales —insistió la catedrática—, pero las mujeres son más religiosas y eso hace más probable que crean en fantasmas, sean o no reales.
—Son bien reales —intervino una viuda de más edad—. Yo vi uno en el jardín de mi abuela en Misuri, cuando tenía ocho años. Era la mañana de Acción de Gracias y yo estaba dentro, leyendo junto a la ventana, cuando fuera vi a un hombre debajo del gran olmo. Era mi abuelo, tan claro como el agua. Lo reconocí por las fotografías del dormitorio de la abuela. Murió de un infarto antes de que yo naciese, en plena misa, y la abuela siempre decía que se habría ido derechito al cielo. Todavía llevaba el traje de los domingos cuando lo vi, y soplaba viento, y le volaba el cabello y parecía tener frío. Pero desapareció de inmediato, como si sólo fuera una idea que me hubiera pasado por la cabeza.
—Yo nunca he visto a mi marido —añadió la mujer poco después—. Llevo esperando veinte años, pero nada.
La viuda del esquiador acuático suspiró y habló con voz sosegada:
—Sólo veo a Greg en sueños. A veces le hablo, y parece tan real… Entonces recuerdo que ha muerto y se lo digo. Eso siempre me despierta.
A su alrededor, el grupo asintió entre murmullos. Los sueños eran el denominador común de las viudas, el mundo alternativo donde la vida y la muerte se fundían. La catedrática pelirroja habló de implicaciones freudianas, mientras Sarah recordaba visiones de David flotando río abajo.
Sintió una mano que tocaba la suya y, al volverse a la izquierda, vio que Adele se inclinaba hacia ella, su broche de cerezo casi horadándole el hombro.
—He hablado con mi Edward muchas veces en los últimos cuarenta años. A veces despierto y está de pie junto a mi cama, todavía vestido con su uniforme. Y yo le digo: «Eddie, ahora vete a descansar. Muy pronto me reuniré contigo».
La anciana se reclinó de nuevo en su silla y rio entre dientes, como si acabase de contar un chiste maravilloso.
Sarah no sabía si sentirse complacida o consternada. Casi había llegado a aceptar las apariciones de David como una señal de inestabilidad mental, una alucinación ocasionada por su aislamiento. Pero aquí estaban estas mujeres insistiendo en que no estaba loca, que era normal. En cierto modo, la idea no la consolaba; un toque de locura era preferible al status quo.
Alzó la vista a Margaret, que estaba en el umbral de la cocina.
—¿Qué crees tú?
Margaret titubeó, eligiendo las palabras con más cuidado de lo habitual.
—Creo que te será difícil ponerle fin hasta que aparezca el cuerpo de David.
—¿Eso significa que consideras que son imaginaciones mías?
—No he dicho eso.
—Pero ¿no crees en los fantasmas?
Margaret titubeó de nuevo.
—Creo que en este mundo hay más cosas de las que podemos comprender. Si eso incluye o no a los fantasmas, no lo sé. Pero te diré algo: si realmente ves a David, tiene que haber una razón. O de algún modo él intenta contactar contigo, o tú lo intentas con él. Lo último es lo más probable. Seguramente en tu cabeza hay algo sin resolver.
Eran las diez cuando el grupo se disolvió, entre despedidas, abrazos e intercambios de títulos de libros en Post-it amarillos. Cuando todas se habían marchado, Margaret recuperó una linterna de su despensa y acompañó a Sarah a casa. Sólo había una farola al principio de la calle y su resplandor violáceo se fue desvaneciendo a medida que llegaban al final, con la linterna de Margaret bamboleándose como una boya.
Cuando llegaron al porche de Sarah, Margaret se quedó en el jardín y alumbró la escalera con la linterna, mientras Sarah abría la puerta de su casa.
—Gracias por invitarme —gritó Sarah—. No ha estado tan mal.
—Tu entusiasmo me deja impresionada.
Sarah encendió la luz del zaguán.
—¿Té en mi casa este viernes?
—De acuerdo.
—Y… ¿Sarah?
Sarah se volvió. Margaret la miraba con una leve sonrisa.
—Si David aparece de nuevo, salúdale de mi parte.
Dos días después, Sarah andaba por el supermercado Safeway llenando el carro con bolsas de Skittles y Swee-Tarts. Era Halloween y su compra la motivaba la culpabilidad. Al entrar en la tienda, había visto a la señora Foster apilando enormes cantidades de fruta:
—Los niños celebran una fiesta… Prepararé manzanas caramelizadas.
Ante el impreciso asentimiento de Sarah, la señora Foster había añadido:
—¿Quiere que los niños vayan a su casa este año?
La pregunta quería ser amable, pero Sarah no pudo evitar imaginarse a la señora Foster tres años atrás, inspeccionando los dulces de sus hijos por si encontraba hojas de afeitar o envoltorios abiertos, y descubriendo una bolsa Ziploc con galletas Oreo.
—Claro, que vengan. Me encantará ver sus disfraces.
Probablemente las madres del vecindario no sabían qué hacer con ella este año, y dirían a sus hijos que dejaran en paz a la pobre señora McConell. Pronto se convertiría en la Boo Radley del lugar, su vida sería pasto de murmuraciones y se diría que su casa traía mala suerte. Su ubicación al final de la calle ya la convertía en un paso ineficaz en la ruta de Halloween, a menos que los chicos tuvieran garantizada una buena recompensa. Y por eso amontonaba dulces, imaginándose como la bruja de Hansel y Gretel.
A menudo se acusa a las viudas de brujería, reflexionó Sarah al pasar ante los caramelos Laffy Taffy. La mujer solitaria inspiraba temor, algo que la hacía apta para la quema. Muchas culturas culpaban a las viudas de las muertes de sus maridos. Quizás este año recuperase su sombrero negro puntiagudo del desván; algunos de los padres tal vez apreciaran la ironía. Ella lo dudaba. Mejor no dar ideas a nadie. Mejor acumular bolsas de Snickers en miniatura. Recibiría Halloween con una buena luz en el porche, un cuenco sin límites de dulces y una sonrisa calculada para convencer a los vecinos de que era del todo inofensiva.
Los niños empezaron a salir de sus casas poco después de las seis. Primero llegaron los hermanos Foster, los tres, hasta el de catorce años, cuyo único disfraz era una máscara de goma de George Bush. «Terrorífico», dijo Sarah mientras tendía una ensaladera de madera llena de dulces. Supuso que su madre los había enviado juntos para que presentaran sus respetos antes de desbandarse a sus respectivas actividades. Todos fueron indefectiblemente educados y tomaron sólo un dulce del cuenco.
—No, no, coged más. Tengo muchísimos dentro.
Los dedos de los chicos se abrieron en garras y vaciaron media ensaladera. Tendría que limitarlo a dos piezas por cabeza en los siguientes niños.
Sarah nunca había visto antes tantos trucos o tratos. Contó setenta y seis en las primeras dos horas, un número insignificante comparado con la calle principal, donde los totales superaban los trescientos. En los últimos años, habitantes de las afueras habían invadido la ciudad, niños de las pequeñas granjas de las nuevas subdivisiones rurales donde entre casa y casa había al menos tres hectáreas. Un trayecto demasiado pesado para un único caramelo. En los barrios adinerados de Jackson, los niños corrían de puerta en puerta haciendo acopio de dulces mientras sus padres esperaban en la calle, al volante de camionetas polvorientas. Los residentes más antiguos de Jackson se quejaban de sentirse atemorizados por esos golfillos desconocidos y sus amenazantes vehículos. Muchas de las personas de edad apagaban sus luces en Halloween y se refugiaban en los sótanos, como si los niños fuesen una tormenta pasajera.
En la casa de Sarah, la mitad de las caras eran familiares. La señora Foster parecía haber corrido la voz de que ella aceptaba visitas, porque los niños del vecindario bajaban por la calle diciendo «Gracias, señora McConell» y «feliz Halloween, señora McConell» con una precisión ensayada. Sarah dio la bienvenida a princesas y hadas, a vampiros y superhéroes; Harry Potter imperaba.
A las nueve, el flujo de niños había disminuido a un goteo. Su timbre sonaba a intervalos de cinco, ocho y diez minutos, despertándola cada vez de una apática película de Poirot. A las nueve y media, cuando se iba el último de los niños, salió al porche y escrutó la calle. Tres casas más abajo, música heavy metal atronaba tras las ventanas de los Foster. Los adolescentes vagaban por el jardín trasero, entrando y saliendo de los arbustos. Esta noche se destrozarían muchas calabazas, pensó Sarah vagamente mientras apagaba la luz del porche y se llevaba el cuenco de dulces a su habitación.