En la orilla, le dio la vuelta al kayak y metió el equipo detrás de su asiento. Al entrar en el río, la corriente zarandeó la embarcación. Subió al kayak y partió con el sol en la cara y las nubes alargándose a su espalda.
El río, tan vivo como cualquiera de los cuerpos que él había atendido, luchaba contra su remo. Se imaginó como una gota de sangre fluyendo por una arteria, pero la criatura en que él habitaba era de sangre fría: la corriente del día anterior, entibiada por el sol, había sido sustituida por una lluvia helada. Su embarcación se apresuraba por las venas de una serpiente que se retorcía entre las montañas y en cada meandro tenía que alejarse de la red de miembros caídos que se extendía desde la orilla, formando improvisados diques que esperaban volcarlo.
Llevaba quince minutos corriente abajo cuando oyó el primer trueno. La tormenta seguía distante, pero el viento soplaba en su dirección. Remando más rápido, reflexionó sobre cuál sería el mejor plan si los rayos lo rodeaban. Había oído de una familia de canoeros que acabó electrocutada mientras esperaba que amainase la tormenta en una isla húmeda en el centro de un lago. Probablemente lo más adecuado sería refugiarse bajo los árboles más bajos y acurrucarse sobre la parte anterior de los pies, para minimizar el contacto con el suelo.
Cuando las primeras gotas de lluvia le golpearon los hombros, remó con más fuerza sin mirar atrás. Pero cuando la lluvia empezó a caerle a cántaros sobre el casco, se volvió y vio las nubes oscuras que se extendían a lo largo de kilómetros. Un rayo en las montañas le convenció de que ya era hora de salir del río, pero no había contado con la fuerza de la corriente. Al intentar remar a la orilla notó la inexorable fuerza del agua que lo arrastraba corriente abajo. Tendría que esperar hasta el siguiente codo del río. Cuando el canal se torciera a derecha o izquierda, él seguiría recto, hacia la orilla.
Avanzando entre la lluvia con los ojos entrecerrados, intentó divisar el mejor punto donde llevar a cabo su plan.
Entonces lo oyó; un rugido como el motor de un reactor, a doscientos metros corriente abajo. Se aproximaba a una zona rocosa donde el río caía cinco metros, mientras que a la izquierda dos paredes desmoronadas se alzaban al cielo. Reconoció las altas ruinas de piedra de las esclusas, que antes habían permitido a las grandes embarcaciones navegar por los rápidos poco profundos del Shannon. Al chocar con la esclusa, el río se revolvía y subía corriente arriba en un remolino de tres metros.
David empezó a remar con todas sus fuerzas hacia la orilla izquierda. No había playa alguna a la que dirigirse; el río se revolvía ahora en los pies de los sicómoros y los arces, en una orilla que ascendía abruptamente. Pero los árboles parecían extenderse hacia él, urgiéndole a que se echara en sus brazos y, en las prisas por evitar el rápido, David cometió una estupidez.
Vio un gran arce cuyas ramas inclinadas casi rozaban la orilla, se dirigió hacia allí y, al pasar bajo una de las ramas, se agarró con la mano derecha. La idea era detener el avance, asir algo sólido y mantenerse bien sujeto. Pero aunque consiguió detener bruscamente el impulso de la parte superior de su cuerpo, las piernas y la cadera, atadas al kayak, siguieron su avance. Con el pecho tirando hacia atrás y la cintura hacia delante, volcó de inmediato y se vio aproximándose boca abajo al rápido, a toda velocidad.
Mientras su cabeza avanzaba en la oscuridad, se le ocurrió intentar enderezar el kayak, algo que conseguía en aguas planas o en piscinas. Pero con el río bramando en sus oídos y la cabeza desorientada, decidió buscar la cuerda del cubrebañeras y soltarse de la embarcación. Emergiendo jadeante de las aguas embarradas, intentó sujetarse al kayak, pero vio que se le escapaba. Se encontraba a unos treinta metros del vórtice sin ninguna opción de alcanzar la orilla; tendría que atravesar el rápido a nado y esperar que lo escupiera sano y salvo al otro lado.
Sólo pensaba en entrar con las piernas por delante y alzar los dedos de los pies fuera del agua. Había oído hablar de canoeros que, al entrar en un rápido, habían intentado ponerse en pie y los pies se les habían quedado atrapados entre las rocas. O se les rompían las rodillas, o quedaban retenidos bajo el agua y se ahogaban. Ahora, arrastrado a los márgenes del rápido, tomó aire, soltó el remo y lo vio desaparecer entre las rocas. Después, cuando entró en el remolino, su cuerpo se hundió en vertical, con las piernas por delante.
Bajo el agua, se sintió zarandeado como una marioneta. Intentó ascender, forcejeó hacia la luz, pero la fuerza del agua lo empujaba hacia abajo. Estaba atrapado en un agujero y, a punto de sucumbir al pánico, recordó lo que le habían enseñado en sus primeras lecciones de kayak: no intentes nadar directamente hacia arriba. Nada hacia abajo, directamente al fondo, y después a un lado, para alejarte del centro, antes de empezar a ascender. Casi sin respiración, intentó nadar hacia abajo, pese a que las aguas tumultuosas le confundían de tal manera que le resultaba difícil orientarse. Al tocar las rocas del fondo del canal a su izquierda, empezó a empujar hacia la derecha, lejos del centro del torbellino, pero fue en vano. El agua manaba desde todas las direcciones, tenía los pulmones a punto de estallar, los brazos débiles. Mientras se arrastraba, roca a roca, sintió que se le abría la boca, los pulmones dispuestos a respirar agua. Imaginó el barro en su tráquea, la sangre tiñéndose de marrón, y dio un bandazo, aterrorizado, al mismo tiempo que notaba el agua entrándole en la garganta. Luego se le nubló la conciencia, se le relajaron los músculos, y vio a Sarah esperándolo bajo un álamo, leyendo su libro. Él se mecía en el agua, flotaba como un viejo tronco, y ahora Sarah se había puesto en pie, lo saludaba. Se acercaba a la ribera, le urgía a que llegase a la orilla. «Apresúrate, es la hora».
Y, de pronto, su cuerpo y su alma se reunieron en la superficie del agua, libres del agujero. Él flotaba con la corriente, pasado el canal, lejos del rápido. «¿Estoy muerto? —se preguntó—. ¿Es esto mi cadáver?». Pero el sonido de sus arcadas interrumpió el sueño.
Nadó a la orilla con las piernas doloridas, agradecido al chaleco salvavidas que lo mantenía a flote. Se acercó a tierra, extendió de nuevo el brazo para agarrarse a una rama de sicómoro que colgaba sobre el agua, y esta vez lo consiguió. Tiró de su cuerpo, hoja a hoja, hasta que los pies tocaron el fondo del río. Salió del agua tambaleándose, pisando las hojas húmedas, y permitió que se le doblaran las rodillas mientras tosía y expulsaba flemas de agua enfangada. De rodillas por primera vez en una década, se meció mientras susurraba, a medio camino entre el lamento y la plegaria: «Oh Dios, oh Dios, oh Dios».
David descansó casi diez minutos en la orilla, mientras la lluvia formaba charcos alrededor de sus rodillas. Finalmente se puso en pie e intentó orientarse. Había perdido el kayak, el remo, su comida, el agua y el móvil, pero todavía conservaba la cartera, asegurada con velero dentro del bolsillo superior de su salvavidas. Haber salvado las tarjetas de crédito y los verdes dólares mojados era una ironía de la idea de lo esencial. Tenía su Visa; viviría para ver el día siguiente.
Pero ¿qué dirección debía seguir? Había quedado con Sarah varios kilómetros río abajo, pasando por una zona despoblada. No se creía capaz de caminar esa distancia, con sus piernas temblorosas. Recordó haber visto una cabaña a ese lado del río, poco después de que empezara a llover. Era su mejor probabilidad de encontrar un teléfono.
A los diez minutos de su lento regreso, la orilla ascendió, convirtiéndose en un acantilado empinado y rocoso. David tuvo que subir por él, agarrándose a los salientes y a los troncos de los árboles jóvenes. Desde la cima no vio casas, sólo árboles y colinas que se extendían en la distancia. Los rayos habían cesado; eso era una bendición.
Sólo tenía que soportar el frío suplicio de recorrer los bosques con la ropa empapada. Después de avanzar casi un kilómetro más, la pendiente descendió por un empinado barranco donde un arroyo desembocaba en el río. Lo que solía ser un hilo transparente surgido de una fuente subterránea era ahora un largo salto de dos metros. Recorrió el arroyo arriba y abajo, en busca del paso más estrecho, tomó carrerilla y casi lo consiguió; un pie aterrizó en las hojas de la otra orilla, el otro se hundió en el agua y se le torció el tobillo.
—¡Hijo de puta! —Cayó hacia delante, sujetándose la zona dolorida—. ¡Cabrón hijo de puta!
Alzó el rostro a las nubes y emitió un alarido prolongado que el rugiente río embarrado redujo a nada. Y luego se echó a reír; qué patética, la ira de un hombre, comparada con la furia de la naturaleza. Se levantó, descubrió un palo que serviría como bastón no lejos de su mano y lo aceptó como una señal de la providencia.
Cuando llegó a la cabaña desconocida, no vio luces ni vehículos. La puerta estaba cerrada, las pocas ventanas tenían los postigos echados y se planteó brevemente forzar la entrada. Pero estas cabañas de cazadores casi nunca tenían teléfono; si el dueño no estaba en los alrededores con un móvil, todo era inútil. Lo mejor que podía hacer era regresar a su propia cabaña y desplazarse en bicicleta a la tienda que había a cinco kilómetros de distancia.
Mientras avanzaba por el bosque advirtió la presencia de ratas almizcleras y ratones que correteaban por la ribera inundada. Se sintió en el mismo barco, un refugiado más de la riada. Cuando una serpiente se sobresaltó a sus pies, comprendió el peligro de pisar una mocasín tan lejos de cualquier ayuda y caminó con más cautela sobre su tobillo dolorido.
No había notado cuánto se había alejado de la cabaña. Aunque sólo había estado en el río media hora, la velocidad de la corriente lo había arrastrado varios kilómetros río abajo y, cuando por fin vislumbró el claro de su jardín trasero, visible a fogonazos verdes entre los pinos, le pareció como un oasis, una alucinación fluorescente.
Dentro de la cabaña se despojó de la ropa mojada, la arrojó al suelo del baño y abrió el agua caliente de la ducha. Tenía la piel demasiado entumecida para saber si el agua ardía o estaba helada, pero cuando el vapor empezó a ascender se sentó en la bañera y dejó que el agua le corriese por la cara, el torso y las rodillas, descongelándolo célula a célula. Después de dormitar veinte minutos, comprendió que se arriesgaba a quedarse dormido, salvado del río sólo para ahogarse en su bañera. Cerró el grifo, se secó con una toalla y se acostó en su habitación, bien arropado con un cálido edredón. La luz digital de la radio despertador marcaba las cuatro y media; la tienda cerraba a las cinco los domingos. Ya era tarde para ir en bicicleta y telefonear. De todos modos, estaba demasiado agotado para moverse. Sarah estaría frenética pero, por ahora, lo único que él deseaba era sentir el milagro de sus pulmones, aspirando y espirando aire.
El reloj marcaba las cinco y media cuando David despertó y, mientras se despejaba, creyó haber dormido menos de una hora. Pero poco a poco fue advirtiendo el canto de los pájaros y el resplandor del amanecer que entraba por la ventana. Se puso una camiseta, entró en la sala y abrió la puerta que daba a la terraza.
Aunque el río seguía crecido y embarrado, el cielo estaba despejado; no quedaba ni rastro de la tormenta. A su alrededor, el mundo goteaba: de los árboles, de los aleros, de las esquinas del comedero para pájaros, y el sonido despertó de nuevo la profunda sensación de calma que había experimentado el sábado. Complacido por los tablones empapados que notaba bajo los pies, David extendió los brazos, alzó la vista al cielo y pensó: «Soy Adán, recién creado, Señor de mi jardín».
Con tres horas por delante antes de que abriese la tienda, sacó el caballete y la paleta, secó los muebles de la terraza y salió con una taza de café. Nunca habían los árboles brillado tanto, sus ramas, ébano pulido. Contempló los brazos extendidos de un sicómoro, de las arterias a los capilares, cada una de sus células frondosas cabeceando al borde del agua. Observó las ramas más bajas que se mecían en la corriente, mientras pensaba que su cuerpo era igualmente frágil, poco más que un palo flotando en el río.
Durante toda la mañana, David pintó su río ideal, aguas verdes salpicadas de motas blancas de sol, sombras de los árboles rozando su superficie. Cuando llegó el momento de partir a la tienda, se sintió decepcionado. No había terminado el cuadro, ni tampoco el rejuvenecimiento de su alma. Pero Sarah estaría muy preocupada y sus pacientes estarían esperando, conque se metió la cartera en el bolsillo delantero, fue al cobertizo y desenterró la bicicleta de entre un montón de macetas y sillas plegables.
Hacía años que él y Sarah no recorrían juntos, en bicicleta, esas pistas de montaña. Poco después de comprar la cabaña, se habían comprado unas bicicletas iguales, con la esperanza de explorar la zona sin el acompañamiento del motor del coche. Los primeros años habían pedaleado durante largas tardes por esas pistas, asustando a las ardillas y los ciervos. En una ocasión, un oso negro adolescente se había detenido en su camino, examinándolos con lenta curiosidad. David todavía recordaba su propia reacción, una combinación de sobrecogimiento y vulnerabilidad. Lejos del duro caparazón de su coche, ¿cómo iban a proteger sus brazos la garganta desnuda de su esposa?
Pero esta mañana no había osos ni ciervos. Su mirada se concentraba en los socavones de la pista embarrada, donde la riada había arrastrado gravilla a los bosques. Las rocas y los charcos le sacudían los riñones, de manera que cuando llegó al primer grupo de casas de las afueras de la aldea de Eileen, tenía las pantorrillas salpicadas como un cuadro de Pollock.
En el interior de la tienda, hizo una seña a la mujer que ocupaba la cabina de teléfono del fondo, pero ella no pareció advertirlo. Se compró un donut, una botella de zumo de naranja y el periódico local; después salió a las mesas de picnic y abrió el periódico.
El artículo principal hablaba del nuevo decano de la universidad, un antiguo catedrático de Yale que había llegado a la ciudad con la clara misión de frenar los excesos del sistema de hermandades universitarias. «Buena suerte», pensó David, abriendo la botella de zumo. Leyó la página por encima, hasta detenerse en el titular: LA RIADA DEJA TRES MUERTOS. Dos niñitas habían sido arrastradas por el riachuelo que pasaba por su jardín trasero. Triste, muy triste. Luego leyó el nombre de la tercera víctima: «David Robert McConell».