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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (6 page)

BOOK: Sé que estás allí
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¿Por qué le contaba a Nate todo eso? Se estremeció y Nate tendió los brazos, pero ella alzó la palma.

—Estoy bien, no es nada —dijo, enjugándose los ojos con el dorso de la mano.

—¿Crees que volverás allí?

Ella asintió. Había algo atrayente en la solitaria quietud de la cabaña, el refugio del escaparate de Jackson.

—Tengo que volver porque dejé cuadros de David en las paredes y los necesito para la exposición.

—Recibí tu nota. ¿Cuándo es la inauguración?

—Dentro de tres semanas, el viernes antes de Acción de Gracias. Pronto recibirás una invitación. ¿Has visto la galería?

—No.

—No es nada comparada con lo que hay en Washington o Nueva York, pero no está nada mal. La dueña, Judith Keen, era comisaria de la National Gallery antes de trasladarse aquí. Es amiga nuestra.

«Conocida» era más preciso. Judith no había sabido que David pintaba hasta que en agosto fue a su casa a darle el pésame a Sarah. Judith solía rehuir a las personas para quienes el arte era una afición ocasional. Las había a montones en Jackson, mujeres jubiladas que vagaban por los prados de vacas con pinceles, paletas y sillas plegables.

Sarah se había sorprendido de que Judith propusiera una exposición individual. El gesto parecía demasiado sentimental para la intelectual comisaria de faldas ceñidas, tacones y blusas en blanco y negro, como una versión rubia de Cruella de Vil. Supuestamente su galería era un oasis en el desierto y lo máximo que había hecho David con su arte era donar unos pocos cuadros a subastas benéficas de la ciudad. Pero Judith había dado tales muestras de asombro al ver los cuadros, alabando el uso de la luz de David e insistiendo en que «yo no tenía ni idea», que Sarah acabó accediendo; una exposición sería un bonito homenaje.

Devolvió el paisaje a la caja y se apartó.

—Mira si hay alguno que te guste. Y deberías echar un vistazo a esas fotografías, son todas de vuestra familia. —Sarah sacó algunos álbumes de las estanterías y los depositó en la mesa que había junto al sofá—. ¿Quieres beber algo? Voy arriba.

Nate negó con la cabeza y ella se marchó en busca de un Chardonnay.

Una hora después, Nate había escogido una docena de fotos y dos cuadros. Uno era un paisaje al óleo con un granero y una cerca, de hermosa factura, aunque Sarah nunca se hubiera imaginado que el tema atrajese a su cuñado. El otro era una acuarela de Helen, la madre de Nate y David, inclinada sobre un jardín de azucenas amarillas.

—Sí, éste es bonito.

Tendría que haber sabido que Nate lo elegiría. Helen era el gran amor de Nate; en comparación, todas las novias se antojaban insignificantes. Helen solía venir a Virginia huyendo de los inviernos de su Vermont natal, mucho más fríos después de que su marido muriese de un infarto. Muchas noches, con David ausente por alguna urgencia médica, Sarah y Helen pasaban horas junto al fuego, comparando listas de círculos de lectores, lamentándose de la gramática de los universitarios y compartiendo historias de los hermanos McConell.

Nate nunca supo cuánto lo admiraba su madre, cuánto la había maravillado su belleza cuando él pasó de niño a adolescente, preguntándose cómo su cuerpo podía haber creado semejante simetría. A veces, cuando Nate salía de una habitación, Helen alzaba las cejas y le decía a Sarah: «Una cosa bella es un goce eterno». El verso de Keats tenía un matiz maravillosamente irónico los días que Nate se mostraba huraño; la presencia de su madre tenía el efecto de reducirlo a una petulancia malhumorada.

Si Helen siguiese con vida, pensó Sarah, Nate podría haber sido el único hijo. Podría haber monopolizado la atención de su madre, convertirse en su razón de ser. ¿O quizás hubiera sido más difícil competir con un hermano muerto que con uno vivo? De todos modos, Helen había sucumbido a un cáncer de mama tres años antes, dejando a sus hijos sin ese punto del triángulo familiar que los mantenía unidos. Durante el último año, los hermanos apenas se habían hablado.

Sarah sabía que era una traición permitir que Nate adquiriese este símbolo de amor entre David y su madre. David había terminado el retrato de Helen como regalo para el Día de la Madre, matando las flores auténticas de Nate con estas azucenas pintadas. Pero Nate lo guardaría como un tesoro; todas las imágenes de Helen eran sagradas.

—Guárdalos para la exposición —dijo Nate, devolviéndolos a la caja—; simplemente, márcalos para mí.

Atardecía cuando Sarah ayudó a Nate a meter las cajas de ropa, libros y vídeos en el maletero del coche. La visita había sido más placentera de lo que ella esperaba. Nate le había enseñado a poner en marcha el cortacésped y le había podado todo el jardín. Había comprobado los líquidos de su coche y le había enseñado dónde estaba el depósito de aceite.

—¿Estarás bien? —preguntó Nate, de pie junto al coche.

—Claro. —Sarah le dio un abrazo algo forzado.

Y entonces él hizo algo extraño. Alzó la mano derecha y se la pasó por el cabello, apartándole el flequillo de la cara y deteniéndose detrás de la oreja, donde ahuecó la mano y le sostuvo el cráneo como si fuera una copa de coñac. Le inclinó levemente la cabeza hacia la suya y besó con delicadeza su mejilla izquierda.

Antes de que Sarah tuviese tiempo de pensar, él se iba en coche calle abajo, dejándola colorada en la acera. Hacía años que nadie la besaba con semejante ternura y el efecto había sido desgarrador. Se debatió entre la irritación y el asombro, preguntándose a qué estaría jugando Nate. Pero su piel, que aún ardía por la suave presión de aquellos labios, murmuró: «Más, más, más».

Capítulo 6

¿Qué la despertó esa noche a las 3.13? No había truenos ni lluvia en el tejado. Todo estaba en silencio cuando se incorporó en la cama, con las rodillas contra el pecho. Sabía que la había despertado un ruido fuerte, algún golpe. Parecía venir del sótano.

«David está en la casa —pensó—. Busca algo. Pronto subirá aquí. Girará el pomo de la puerta del sótano y entrará en la cocina con los pies fríos y mojados. Dejará huellas húmedas en la alfombra cuando cruce el pasillo. Quiere volver a la cama. Está muy, muy cansado. Quiere meterse bajo las mantas y calentarse las manos».

—Basta.

Sarah encendió la lámpara de noche. Tenía que dejar de asustarse con esas visiones enfermizas. David no era ningún espíritu morboso. Era un buen hombre, y si su fantasma estaba en la casa, ella debía ir en su busca.

Se levantó y se puso la bata de felpa que colgaba del pilar de la cama. Mientras se anudaba el cinturón, se volvió hacia el pasillo.

No había nada que ver, claro está. Nunca lo había. Cruzó el pasillo y entró en la cocina, encendiendo todas las luces. Los muebles, el papel pintado, las alfombras, todos surgieron de entre las sombras con sus formas habituales. La puerta del jardín estaba cerrada; ahora siempre lo estaba. Eso dejaba sólo la puerta del sótano, que esperaba detrás del lavadero. Cayó en la cuenta de que la noche del funeral, cuando había visto el fantasma de David entrando en la cocina, no se le había ocurrido comprobar el sótano. Se había sentido tan atraída por la puerta del jardín, tan segura de que él estaba al otro lado, que no se había planteado que hubiese bajado al sótano. Ahora, con la mano en la puerta, se preguntó si no debería volver a la cama. Quizá debía meterse bajo las mantas y esperar a la mañana; podía enfrentarse a lo que hubiese en el sótano a la luz del día.

«Tonterías». Si había algo o alguien en su sótano, ella debía saberlo. Respiró hondo, abrió la puerta con decisión y escrutó la oscuridad.

Algo subió a toda prisa la escalera, algo que aullaba. Sarah consiguió retroceder unos pasos antes de que el objeto se le enroscase en las piernas.

—Grace. —Sarah se arrodilló y tomó a la gata en brazos—. ¿Te he dejado aquí abajo?

La gata le saltó de los brazos y se alejó por el pasillo mientras Sarah encendía la luz y bajaba la escalera del sótano. En cuanto vio los muebles, divisó el problema en el extremo opuesto de la habitación. Un bote de cristal, lleno de pinceles, se había caído del estante, rompiéndose contra las baldosas. Se acercó, recogió los pedazos más grandes y los sostuvo con cuidado en la mano. Cuando se volvió hacia la escalera, soltó una exclamación.

David la miraba desde el sofá. Tenía los ojos fijos en ella, los labios entreabiertos. Su rostro estaba más pálido de lo habitual. Sarah tardó dos segundos en comprender que era sólo el autorretrato, apoyado en unos cojines. Nate lo habría dejado ahí fuera, aunque era extraño; creía que ambos lo habían recogido todo. Entonces vio que le sangraba la mano. Al sorprenderse, había estrujado el cristal roto.

—Mierda.

Se acercó al sofá y, con la mano que tenía libre, devolvió el autorretrato a la caja, junto con el cuadro de Helen y las azucenas. Luego volvió arriba, apagó la luz y tiró los cristales rotos a la basura. Inclinada en el fregadero, contempló cómo su sangre se mezclaba con el agua mientras se escurría por el desagüe.

Capítulo 7

A las siete en punto de la tarde siguiente, Sarah estaba sentada en la escalera de su porche, intentando reunir el entusiasmo suficiente para visitar a las viudas de Margaret. Se había vestido para la ocasión, se había planchado una blusa y unos pantalones color habano, y sería una lástima haber planchado por nada. Planchar era un acontecimiento muy poco habitual, ejecutado sólo porque imaginaba a las otras viudas vestidas de forma impecable: matronas de sesenta años con un poco de maquillaje y muchas joyas, todas intentado llenar con conversación los espacios vacíos de sus vidas. Dios, cómo aborrecía las banalidades que se esperaba, la insípida angustia de las mujeres ricas. Pero si no hacía acto de presencia, Margaret se preocuparía. Tacharía a Sarah de deprimida o antisocial. Y no era verdad; no esta vez. No era la depresión lo que la frenaba, se dijo mientras miraba las rígidas hojas de su magnolio. Era el temor bien definido de que las viudas de Margaret mirasen el interior de su corazón, midieran la profundidad de su pena y la considerasen insuficiente.

Estos últimos meses había llegado a sospechar que en realidad no lloraba la muerte de su marido. Lo que lloraba era la pérdida de una idea, de una visión de cómo debería haber sido su vida. Y esa visión no se la había llevado el río tres meses atrás; había muerto lentamente a lo largo de los últimos años, con cada pequeño sueño que había abandonado.

Sus sueños nunca habían sido ambiciosos, negó Sarah con la cabeza, mientras retiraba una polilla muerta de un escalón cercano. No podían acusarla de ambiciosa. Durante sus primeros años con David, cuando vivían en Nueva York, había trabajado como auxiliar administrativa en un refugio de mujeres maltratadas. De día, mecanografiaba peticiones de subsidios y respondía al teléfono; de noche, metía en sobres cartas para recaudar fondos mientras miraba la televisión. Qué virtuosa se había sentido, y cuánto se había aburrido. Empezó a confundir mentalmente el maltrato físico de las esposas con la explotación económica de mujeres como ella, jóvenes idealistas que hacían el trabajo sucio de la sociedad, cuidar de los necesitados, ganando sueldos minúsculos o nada en absoluto.

Cuando a David le ofrecieron trabajo en Jackson, él le había dicho que eso le brindaría a ella la oportunidad de empezar de nuevo, pero Sarah no había querido mudarse. Ya conocía la vida en las pequeñas ciudades del sur, la extraña combinación de yanquis trasplantados y patriotas confederados. Tras su infancia en Carolina del Sur, Nueva York le había parecido un avance. Había sentido que subía un escalón geográfico, si no profesional. Pero ¿quién era ella para cerrarle el paso a su marido? David tenía una carrera; más que eso, tenía una vocación. ¿Y qué tenía ella en Nueva York, más que un trabajo que no iba a ninguna parte?

Jackson demostró ser una ciudad más refinada de lo que Sarah esperaba. Encontró trabajo como directora de marketing de una compañía de teatro local especializada en cuentos populares de los Apalaches. Pero la salud financiera del grupo nunca pasó de precaria y, tras cuatro años de estar en punto muerto, Sarah decidió cambiar el mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro por su equivalente académico, un doctorado en literatura inglesa.

Qué lujo habían sido esos seis años de inmersión en la poesía, de Beowulf a Bishop. Por supuesto, el trayecto era agotador —tres días a la semana cruzaba las montañas para ir a Charlottesville—, pero lo había compensado con semanas en que se quedaba en la cama junto a una pila de novelas. Las palabras siempre habían sido sus compañeras más fieles y su curriculum vítae contaba con todos los requisitos de un futuro brillante; artículos publicados, congresos, beca de doctorado. Cuando su primera incursión en el mercado laboral no condujo a nada, no se había preocupado. Con frecuencia se requerían varios intentos para conseguir un trabajo que apuntase a la titularidad, y a los treinta y cuatro años ella quería, ante todo, formar una familia. Enseñar a media jornada en la facultad local sería ideal mientras criaba a sus hijos en sus primeros años de vida. Aún recordaba el comentario de David cuando leyó su diploma enmarcado: «Supongo que ahora ya somos lo bastante listos para hacer un bebé». A la sazón, había parecido gracioso.

Una vez, en un pie de página de una guía del embarazo, había encontrado un término que le encajaba: «abortadora habitual». Le gustó el aura criminal; encajaba con su oscuridad mental de los últimos años, en que enseñaba a alumnos de primero que nunca habían dominado la concordancia sujeto–verbo. Había creído que ser profesora adjunta sería liberador, casi divertido, pero en realidad era un purgatorio análogo al limbo de su cuerpo: embarazada, no embarazada, de nuevo embarazada. Su carrera y su familia parecían igual de atrofiadas, lo que no habría importado de ser ella más joven, con tiempo de sobra para que su vida se desplegase. Pero su treinta y nueve cumpleaños había llegado como una plaga, un odioso recordatorio de que, a los cuarenta, una mujer debía tener algo que mostrar: un libro, un hijo, un vicedecanato. Algo más que una cocina reformada.

Nunca había sido capaz de explicar su sufrimiento a David. Él era la clase de persona que había presenciado los defectos de otros, pero nunca había probado la amargura del fracaso en carne propia. Sarah sentía que sus abortos eran una mácula en el mundo perfecto de él, siendo una esposa estéril la más ancestral de las maldiciones, y en ocasiones sospechaba que la acritud de su mente le estaba envenenando el útero; ninguna vida podía crecer en un cuerpo tan amargo. Algunas noches, David se quedaba en el trabajo sólo para evitarla en la mesa de la cena. Ella reconocía el miedo en las magras excusas, el temor a una mujer de mediana edad prematuramente amargada, y a veces, durante días, era capaz de controlar su ira y hablar con ligereza de bebés asiáticos, bebés rusos, orfanatos rumanos. Pero, inevitablemente, el filo de su furia regresaba.

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