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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (2 page)

BOOK: Sé que estás allí
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En la «riada de David», como había acabado por llamarla, había otras dos víctimas, unas hermanitas. Estaban acurrucadas bajo un paraguas junto al arroyo que había detrás de su casa cuando el bancal embarrado donde se encontraban se hundió en la corriente. La madre lo presenció todo desde el porche de su granja. En plena lluvia, gritaba a las niñas que entrasen cuando el arroyo abrió su enorme boca.

Sarah se estremecía siempre que lo imaginaba. La pérdida de esa mujer era mucho mayor que la suya. Sarah no tenía hijos y apenas alcanzaba a concebir el frío horror de ver ese paraguas bamboleándose corriente abajo. Habían recuperado el cuerpo de una de las niñas unos días después de la riada. El otro sólo recientemente, enredado entre las ramas y las hojas de la ribera del Shannon, donde desembocaban todos los arroyos de la zona. El entierro se había celebrado hacía tan sólo una semana.

Y tal vez ése era el problema. Tal vez era el entierro de la niña lo que la había inquietado los días pasados, lo que había despertado todos esos recuerdos y visiones. Sarah había leído el breve relato del periódico con algo de envidia, porque también ella estaba esperando un funeral. Muchas noches, sola en la cama, había imaginado el cuerpo de David descansando en la orilla bajo una arboleda, con el agua lamiéndole los tobillos. Otras veces lo veía flotando de corriente en corriente, entre campos y acantilados, pastos y casas, «valle abajo, cien millas o más», como dice el poema. En su imaginación, el cuerpo de su marido nunca se descomponía. Era el ahogado más guapo del mundo, arrastrado de granja en granja por el valle de Shenandoah, seguido por los ojos de los silenciosos ciervos.

Se sentía cada vez más atraída por el río. Siempre que conducía por el puente de cemento que señalaba el límite de Jackson, veía las olas y los remolinos, y calculaba para sí el nivel del agua. Últimamente la lenta corriente del río se asemejaba al ritmo hipnótico de sus tardes, horas de quietud ininterrumpida, tendida en el sofá de la sala mientras su cabeza se hundía en las profundidades del pasado. Siempre había sido una persona que podía perderse en sus pensamientos, deambular por sus rincones más alejados mientras los maestros peroraban sobre trigonometría o trilobites. De niña, había aprendido muy pronto que la imaginación era preferible a la realidad y que los libros podían ser la puerta de entrada a ensoñaciones laberínticas. De ahí su amor por los mundos ficticios, era profesora de filología inglesa.

Pero en estos momentos sus inmersiones diarias entrañaban peligro, porque tenía cada vez menos motivos para salir a la superficie; el mundo material perdía su magnetismo con cada nueva muerte. Diez años antes había perdido a sus padres —su madre, de un cáncer, su padre, de alcoholismo— y luego a David, desaparecido en el río durante una excursión nocturna en kayak. Ahora sólo Margaret podía tirar de la caña para sacarla; Margaret, enraizada en la realidad como un roble gigantesco. Sarah oyó ese acento de Manchester en este preciso instante, llamándola de vuelta a su turbio té. Margaret se quejaba de la directora de la escuela de primaria donde ella era maestra de tercero.

—Esa mujer no para de hablar de los malditos exámenes SOL, como si Moisés los hubiera bajado de la montaña. Y ahora el estado quiere que pongamos «En Dios confiamos» en las paredes, como si eso fuera a mejorar las notas.

Sarah intentó responder; le gustaba despotricar a gusto en elocuente compañía. Pero la sangre tan rápido subió como retrocedió en una ola malograda. Ofreció murmullos y gestos de indiferencia a todas las provocaciones habituales, hasta que Margaret suspiró y dejó la taza en la mesa.

—¿Duermes mejor?

—La verdad es que no. Todavía sueño mucho con David. A veces estoy con él bajo el agua, mirando hacia arriba desde el fondo. Y he descubierto que soy sonámbula. Ayer desperté y todas las cosas de mi tocador habían desaparecido. A lo largo del día fui encontrando cepillos, joyas y frascos de perfume desperdigados por toda la casa.

Margaret asintió.

—¿Tomas esas pastillas?

Ah, sí. Las pastillas para dormir. La Lunesta azul con la mariposa fantasmal revoloteando por los anuncios televisivos, hechizando almohadas y ventanas como un refulgente ángel de Morfeo.

El señor Foster, que vivía calle abajo, le había dado las pastillas dos días después de la riada. Le había puesto un frasco en la mano después de su visita para darle el pésame, diciendo «puede que esto ayude», como si la inconsciencia drogada pudiese de algún modo arreglar el mundo, como en los cuentos de hadas, donde las mujeres despertaban de un sueño envenenado para encontrar muertos a sus enemigos.

«Tú eres el enemigo —había querido decirle al señor Foster y su papada—. Tú, con tus regalos impertinentes, tu compasión engreída, tu carne repugnante». Pero en lugar de eso le había sonreído con un «gracias» mientras cerraba la puerta.

Una vez, hacía un año, David había intentado darle pastillas, cuando ella sufrió un conato de depresión. Se había presentado en casa con una caja de Prozac «por si lo quieres probar», y aunque a ella le había gustado el color verde —el nombre Lilly en cada cápsula, como si las hubiera pedido prestadas a una amiga—, se negó a probar el material. Desconfiaba de los hombres que intentaban medicar a las mujeres, que querían proteger al mundo del espectro de la histeria femenina. Pero era problema de ellos si no soportaban las quejas de las mujeres, las lágrimas de las mujeres con lunas violáceas que menguaban y crecían bajo los ojos. Sarah sabía muy bien qué aspecto tenía y cómo sonaba en sus peores días, y al cuerno si a ellos no les gustaba. La vida no era siempre bonita y alegre, cabello rizado, dientes blanqueados y la cena esperando en la mesa. A veces, la vida era una harpía amargada, encaramada a la cabecera de la cama.

Por lo que ahora las pastillas estaban, unas junto a las otras, en su botiquín, Prozac y Lunesta, como una pareja wagneriana. «Una pastilla te hará crecer y otra te hará menguar».

—No, no tomo las pastillas —replicó Sarah. Y luego, con una sonrisa amarga—: Prefiero el alcohol. Margaret sopló en el té, rizando su superficie.

—Esta semana deberías venir a mi grupo.

—¿A cuál? ¿Los cuáqueros?

—No —rio Margaret—. Ahí sólo voy cuando me conviene, llevo meses sin verlos. Pero este domingo soy la anfitriona del grupo de viudas. Creo que algunas de las mujeres te gustarían.

—Creía que lo habías dejado hacía años.

—No del todo. Las sigo viendo un par de veces al año, por camaradería. Hay algunas mujeres mayores muy divertidas.

Brillante. Una panda de viudas graciosas.

Pero Margaret prometió que haría bollos, cuadraditos de limón y pastel de chocolate, y cuando Sarah pensó en las latas de crema de maíz que le esperaban en sus armarios medio vacíos, accedió el tiempo suficiente para decir que sí, se pensaría lo del domingo.

Capítulo 3

Cuando volvía a casa en las primeras sombras del anochecer, Sarah vio dos esqueletos colgando de los álamos de los Foster. Llevaban unas tontas telarañas de cuerda en las costillas y las calaveras tenían una expresión avergonzada. En el porche, las sábanas de dos fantasmas, aparentemente huidas de sus huesos profanados, estaban sentadas en unas mecedoras de mimbre.

Parecía el escenario de un linchamiento. Pero es el aspecto que debe tener una casa con tres niños pequeños. Cada año, los hermanos Foster celebraban Halloween con una exuberancia truculenta. Sangre púrpura goteaba de las gimientes bocas de sus calabazas.

Las otras dos casas que separaban a Sarah de Margaret tenían porches pulcramente decorados con pequeñas calabazas y mazorcas secas de maíz. Y ésa habría sido también su decoración este año, si las circunstancias hubiesen sido otras. Habría comprado también algunas flores de paja y un cuenco de calabazas barnizadas; algo de buen gusto y del todo falto de imaginación.

En los primeros años de su matrimonio, ella y David se habían desplazado hasta una granja de los alrededores para elegir las calabazas. Ella prefería las finas y alargadas, de expresión melancólica; a David le gustaban las típicas calabazas redondas de sonrisa socarrona. El reto consistía en idear variaciones anuales de esos temas: dientes de sierra y ojos bizcos y lágrimas con forma de luna. David siempre se encargaba del tallado, como parecía corresponder a un médico, aunque no hubiese tocado un escalpelo desde sus días de universidad. Cuando la operación había concluido, introducían las velas, apagaban las luces y tomaban sidra caliente mientras las calabazas brillaban en la mesa de la cocina.

No recordaba cuándo había terminado esa tradición. Cada otoño parecía más atribulado que el anterior, hasta que comprar una calabaza, por no decir tallarla, acabó siendo toda una hazaña. Halloween era cosa de niños, y los niños eran fantasmas esquivos que habían embrujado su matrimonio.

Un año se habían olvidado de Halloween por completo hasta que el pequeño de los Foster llegó a su puerta con un hacha clavada en el cráneo. Una gelatina cerebral confeccionada con pulpa de uvas rojas le supuraba del cabello. Sarah se disculpó profusamente mientras dejaba una bolsa Ziploc con galletas Oreo en el saco de dulces del niño. Sabía que los chicos del vecindario valoraban a los vecinos según la calidad de sus regalos de Halloween —desde barritas Snicker hasta los anónimos tofes de envoltorio naranja—. La gratitud desdeñosa del chico indicó que los McConell habían caído en lo más bajo de la escala del barrio. De habérsele ocurrido, Sarah le habría dado dinero, unas monedas para comprar su silencio, pero al ver más niños que doblaban la esquina, ella y David optaron por cerrar la puerta y retirarse al sótano.

Ése había sido un buen Halloween. Se habían quedado despiertos hasta pasada la medianoche, sentados a oscuras, bebiendo cerveza y viendo
Historias de la cripta
. Aún recordaba los ojos azules de David iluminados por la pantalla del televisor, y con ese recuerdo volvió la imagen de su cara en el supermercado, un poco ladeada hacia ella, como si tuviese algo que decirle, algo que ella debiera saber.

No le había contado a Margaret nada de la expresión de David. No le había explicado que sus ojos parecían desgarrados, la boca, a punto de hablar. Quizás ese detalle hubiese hecho más creíble su aparición. Pero ¿por qué necesitaba la aprobación de Margaret? Si lo que deseaba era legitimarse, ¿por qué no le había contado a Margaret toda la historia?

En realidad, no era la primera vez que ocurría. El fantasma de David se le había aparecido por primera vez en agosto, el día de su funeral. Fue algo extraño, una ceremonia sin cadáver ni una fecha clara de muerte. Habían pasado tres semanas de la riada y aunque los equipos de rescate habían encontrado el kayak, el remo y el móvil de David, su cadáver seguía siendo el oro oculto que ningún buceador lograba recuperar. De todos modos, Sarah seguía conservando cierta esperanza de que volviera, y cuando los familiares y amigos le sugirieron lo del funeral, interiormente ella deploró esa necesidad de pulcros finales.

Esa tarde, la hermana de Sarah había traído un poema, su sobrina, una flauta y los amigos y colegas de David, recuerdos que compartieron en una ceremonia de participación abierta salpicada de himnos aconfesionales. El acto se celebró en la capilla de la facultad y la dirigió el pastor del campus, un joven a quien no le importaba acoger el alma unitaria de David en su propia visión de un cielo presbiteriano. A ojos del pastor, la carrera de David como médico de la facultad, su batalla diaria contra casos de bulimia, clamidia e intoxicación etílica, bien merecía una recompensa divina.

Al escuchar las impresiones de aquel hombre sobre el trabajo de su marido, Sarah recordó cuánto se había alejado David de sus días en el Cuerpo de Paz. Cuando se conocieron en Nueva York, él ansiaba luchar en la interminable batalla de la mortalidad infantil. La clínica rural de las afueras de Jackson le había proporcionado una posición de primera línea, y durante cinco años volvió a casa con historias de bocas cariadas que rivalizaban con los horrores parasitarios de sus días en Mali.

La miseria de los Apalaches había deprimido y estimulado a David. Su misión era la lactancia materna, y las reparaciones domésticas, su pasatiempo necesario. Por lo que debió de parecerle un reproche silencioso todas las noches que ella, acostada a su lado, leía revistas inmobiliarias y admiraba molduras, unas baldosas o los acabados de un sótano. No era como la mujer del pescador, que insistía en pasar de la choza a la mansión y de la mansión al palacio, pero sí le pidió ese salto inicial de la fina alfombra de su primera casa de dos dormitorios, y David compartió su sueño lo suficiente para tomar nota de la inminente jubilación del médico de la universidad. Cuando el anciano doctor Malone se mudó a Florida, la decisión de solicitar su puesto había sido de David. Una vez firmado el contrato, ambos habían sido recompensados con invitaciones a los cócteles de la facultad, un plan de pensiones y un seguro hipotecario, pero ambos también supieron, sin hablarlo, que la juventud de David había tocado a su fin. Había cambiado a los hijos de los pobres por los hijos de los ricos; sus horas de voluntario en la junta del hospital fueron una pobre penitencia.

Las perlas le habían apretado el cuello más de lo normal esa tarde de agosto, cuando a las puertas de la capilla, bajo el ardiente sol, recibió una hilera de besos como si fuera la anfitriona de una lúgubre fiesta. Cada mejilla que tocaba la suya parecía absorber un poco más de aire de sus pulmones y, cuando la multitud empezó a reducirse, se retiró a un banco de piedra al otro lado del edificio. Allí, a la sombra de un fresno, la brisa le susurró su propio pésame, y notó una extraña sensación.

Sintió la inexplicable convicción de que David estaba cerca. La impresión fue tan fuerte que empezó a mirar a su alrededor, al otro lado de los setos de la capilla, al camino de madera que llevaba a la biblioteca de columnas blancas. No sabía qué esperar: ¿un sonriente fantasma bajo un árbol? ¿Una triste cara traslúcida enmarcada en la ventana de un aula? Por un instante hasta miró al cielo, donde cada nube con una forma extraña parecía esconder un secreto. Cuando nada se reveló, se dirigió a la esquina de la capilla y apoyó la mano en la fría caliza. Empezó a trazar su perímetro, imaginando a David quince metros por delante, doblando las esquinas justo delante de ella hasta que, en la entrada, sí encontró a un guapo hombre moreno: Nate, el hermano de David, que la tomó del codo y le dijo que era hora de irse.

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