S.E.C.R.E.T (16 page)

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Authors: L. Marie Adeline

Tags: #Erótico

BOOK: S.E.C.R.E.T
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—Sí, sí, así es perfecto. ¡No pares!

Sus palabras alimentaban mi apetito. Lo devoré todavía más profundamente, obligándolo a agarrarse a la mesa para no perder la estabilidad. Cuando levanté la vista, noté que estaba a punto de llegar al orgasmo bajo mi control, lo que me hizo sentirme todavía más poderosa y sexy.

—Oh, Cassie —dijo en tono suplicante, con una de sus manos enredada en mi pelo y la otra asida al taburete, para no perder el equilibrio—. Madre de Dios —susurró, mientras yo sentía que le iba sacando el orgasmo desde dentro.

Lanzó un fuerte suspiro y puso todo el cuerpo rígido. Después cayó en un maravilloso silencio. Al cabo de unos instantes, lo sentí ceder y, al final, retirarse de mi boca. Deposité un beso en ese adorable lugar donde su torso y sus muslos se encontraban. A continuación, recogí mi camiseta del suelo y me limpié suavemente la boca. Sintiéndome invadida por una sensación de triunfo, levanté la vista y le sonreí.

—¡Increíble, nena! —exclamó, apartándose de mí—. No te han hecho falta instrucciones. Ha sido… impresionante.

—¿De verdad? —dije yo, yendo hacia él. Apoyé mi pecho contra el suyo y sentí lo duros que eran sus músculos.

—De verdad —me aseguró él, tocando mi frente con la suya—. Im-pre-sio-nan-te.

Tenía una expresión de sorpresa y todavía respiraba con fuerza. Yo estaba totalmente desnuda, de pie sobre mi ropa. Miré al suelo.

—Eres adorable. Allí, detrás de la despensa, hay un lavabo —añadió, señalando el lugar.

Recogí del suelo el disfraz de madre de niños deportistas y empecé a alejarme.

—Espera. —Me volví, y entonces él vino hacia mí y me plantó un largo y cálido beso en la boca—. Esto es exactamente lo que necesitaba —dijo.

Entré en el lavabo y cerré la puerta. Incluso ese pequeño aseo al lado de la despensa era lujoso y ornamentado, con grifos de oro y paredes revestidas de papel pintado con dibujos en relieve color burdeos. El soporte del lavamanos eran unos brazos de mujer, cuyas manos formaban el lavabo propiamente dicho. Me eché agua fría en la cara, por el cuello y por la nuca. Me llené la boca de agua y tragué. El agua se me derramó por el pecho y me corrió por el canalillo. La seguí con los dedos. Le había dado placer a alguien, había sido generosa sólo porque me apetecía, y no por ninguna otra razón.

Había empezado a vestirme cuando oí unos golpes suaves en la puerta.

—Soy yo, abre.

A diferencia del masajista, tal vez Shawn quería despedirse. Abrí solamente una rendija en la puerta. Pero él la empujó y entró en el aseo, mientras yo sentía que se me aceleraba el pulso. Me hizo volverme de espaldas, poniéndome de cara al espejo, y se situó detrás de mí. Después apoyó su boca en mi nuca, como había hecho en la cocina.

—Esto es para ti —dijo.

Había vuelto a ponerse los vaqueros, pero lo sentí duro contra mí. Levanté los brazos para rodearle la nuca con las manos y sentí que su pelvis me presionaba contra el frío tocador. Al cabo de un segundo estaba empapada. Me mordió el cuello suavemente y me deslizó un brazo por delante, entre los muslos. Mi espalda se arqueó para recibir su mano. Me incliné hacia adelante, acercándome al espejo, y me puse a contemplar su imagen: tenía los ojos cerrados y movía las manos hacia abajo, a través de mis pechos y de mi vientre, con los dedos abiertos en abanico. Para él, incluso ese acto tenía cierto ritmo, como si estuviera encontrando algún tipo de música en mi cuerpo. Me estaba tocando como un instrumento, tirando de mí hacia él y pulsándome intensamente por dentro, con los dedos. El hecho de sentirme deseada y de que me tomaran y me tocaran de ese modo era como volver a la vida desde dentro hacia fuera. Mis ojos se encontraron con los suyos en el espejo. Antes de que pudiera darme cuenta, todo se volvió una borrosa nube de ritmo y de color, y me sentí estallar en sus manos, con una cálida ola que me recorrió todo el cuerpo y después me inundó de satisfacción.

—Así, así —repetía él, como acunándome, y sin notarlo, me fui reclinando en su cuerpo y lo fui empujando hacia atrás, hasta que los dos tuvimos que apoyarnos en la pared para permanecer de pie. Después, sin ningún motivo, empecé a reír.

—Gracias —le dije, todavía sin aliento. Y entonces recordé mi ropa, la razón por la que había entrado en el lavabo. Mi uniforme de madre con hijos deportistas estaba en el suelo, formando un pequeño montón delante del tocador.

—Supongo que tendrás que ponerte eso de nuevo —dijo.

—Eso creo.

Y tras darme otro beso en el cuello, salió y cerró la puerta tras de sí. Mi rostro en el espejo estaba arrebolado de aire y de vida. Terminé de vestirme y me eché un poco más de agua en la cara.

—Lo estás haciendo —murmuré, sonriéndole a mi reflejo—. Lo has hecho. Acabas de hacerle una felación a una estrella del mundo de la música, a un dios de las listas de éxitos, a un ganador de quién sabe cuántos Grammy. Y después él ha venido al lavabo para regalarte un orgasmo.

La sola idea hizo que me llevara las manos a la boca y sofocara un chillido de felicidad.

En cuanto estuve vestida, con el pelo aún desordenado por el tórrido encuentro, volví a la cocina tenuemente iluminada. Ya no sonaba la música. La olla había desaparecido. Y también él. Al borde de los fogones había una pequeña fiambrera llena de gumbo caliente, con un amuleto de oro encima de la tapa de plástico. Me senté en el taburete sin hacer nada, excepto respirar y pensar en lo que había pasado.

Claudette entró al cabo de unos instantes.

—Cassie, la limusina te está esperando. Confío en que tu estancia con nosotros haya sido agradable —dijo, con cierto deje de Nueva Orleans.

—Gracias. Lo he pasado muy bien.

Apreté el amuleto contra mi pecho, recogí la fiambrera, y dejé que me condujeran a través de la puerta lateral de la Mansión hasta el cómodo asiento de la limusina.

Mientras circulábamos por Magazine Street, tenía la vista fija en la animada calle, pero en realidad estaba mirando hacia dentro. Sentía el amuleto en la palma de la mano. ¿Por qué siempre había tenido miedo de dar a los demás? ¿Qué me asustaba? Sentirme utilizada, probablemente. O quizá temía que el hecho de dar me dejara vacía. Pero ahora había dado y me sentía satisfecha. Había conocido el placer de regalarle placer a otra persona. Bajé la ventanilla y dejé que el viento me refrescara la cara mientras el gumbo me calentaba el regazo. Ése era el propósito de S.E.C.R.E.T.: ayudarnos a admitir las necesidades de nuestro cuerpo y a que los demás también las aceptaran. ¿Por qué antes me había parecido tan difícil? Abrí la palma de la mano y contemplé el reluciente amuleto dorado, con la palabra
generosidad
grabada en elegante letra cursiva.

—Claro que sí —dije en voz alta, mientras enganchaba el cuarto amuleto en la pulsera.

8

El verano cubría la ciudad como una gruesa manta de lana. Y puesto que el aire acondicionado del café nunca funcionaba del todo, el único remedio contra el calor era una breve visita a la cámara frigorífica. Tracina, Dell y yo nos protegíamos mutuamente cuando lo hacíamos, para que Will no notara nuestro despilfarro de aire frío.

—Hazlo todo más despacio —me aconsejó Will un día—. Es lo que hacía antes la gente en Nueva Orleans.

—Eso no será ningún problema para Dell —intervino Tracina en tono cáustico, mientras descargaba a mi lado una bandeja de platos sucios.

Me habría gustado culpar al calor de su malhumor, pero no había una auténtica relación entre una cosa y otra. En la radio empezó a sonar una canción de mi nuevo ídolo del hip-hop y subí el volumen, lo que desconcertó a Tracina.

—¿Qué hace una chica blanca escuchando la música de ese maravilloso hombre negro? —preguntó, mientras bajaba otra vez el volumen.

—Soy admiradora suya.

—¿Admiradora? ¿Tú?

—De hecho, me atrevería a decir que conozco bastante bien todas sus cosas —respondí, sin esforzarme demasiado en disimular una sonrisa.

Tracina meneó la cabeza y se marchó. Subí alegremente el volumen de la radio y seguí fregando las tablas de picar. Aunque no podía imaginarme a mí misma entre el mar de admiradoras que Shawn tenía a sus pies, el recuerdo de la fantasía compartida con él aún me hacía estremecer. De vez en cuando me venían a la memoria destellos de mi piel contra la suya o de su cara crispada por el éxtasis, y entonces un escalofrío de excitación me recorría la columna vertebral. Una cosa era fantasear con esa sensación, y otra, muy distinta, haberla vivido y poder recordarla. Por eso S.E.C.R.E.T. era tan maravilloso. Las fantasías estaban creando en mí recuerdos sensoriales que podría conservar el resto de mi vida, para tenerlos a mano cada vez que necesitara un empujoncito. Yo no era una espectadora. Era una participante.

Pero a pesar de todos los momentos fantásticos que había vivido, había empezado a fantasear sobre un tipo de sexo que hasta ese momento no había tenido. Quería… Lo que yo quería era tenerlo todo dentro de mí. Ya está. Cada vez me resultaba más fácil confesarme a mí misma lo que deseaba.

Lo más difícil iba a ser confesárselo en voz alta a Matilda, con quien estaba citada horas más tarde, ese mismo día, en un bar de Magazine Street llamado Tracey’s. El lugar se había convertido en nuestro punto habitual de encuentro, y no sólo porque estaba a unas pocas calles de distancia de la Mansión, sino porque su ruidoso ambiente de bar de deportes nos permitía hablar sin que nadie nos oyera.

Me dije que no dejaría pasar ese día sin preguntarle por qué ninguno de los hombres de las fantasías había querido hacer el amor conmigo. Lógicamente, mi cerebro lo había interpretado como un rechazo, por los temores residuales que me habían quedado de la época con Scott, que tenía una habilidad especial para hacerme sentir como un trapo. Y, como yo estaba descubriendo la extraña reciprocidad que regía en las fantasías, empecé a preocuparme, pensando que quizá no colmaba las expectativas de los hombres con los que me encontraba y, en pocas palabras, que no era una mujer deseable.

—¡Tonterías, Cassie! ¡Eres tremendamente deseable! —dijo Matilda, quizá en voz demasiado alta, durante una brusca interrupción de la música. Después, en un susurro, añadió—: ¿Quieres decir que no estás contenta con tus fantasías?

—¡No, nada de eso! Hasta ahora no tengo absolutamente ninguna queja —contesté—. De hecho, todas me han parecido increíbles. Pero ¿por qué hasta ahora nadie ha querido… ya sabes?

—Cassie, hay una razón para que ninguna de tus fantasías haya incluido hasta ahora una relación sexual completa —dijo—. Para algunas mujeres, el sexo se transforma demasiado fácilmente en amor. Dejan que sus emociones se confundan con el éxtasis y olvidan que el placer físico y el amor pueden ser dos cosas distintas. No te estamos ayudando a enamorarte de un hombre. Es evidente que para eso no necesitas ninguna ayuda. Pero antes queremos que te enamores de ti misma. Cuando lo hayas hecho estarás en mejores condiciones para elegir pareja, la pareja adecuada, la auténtica.

—¿Me estás diciendo que no me permites hacer el amor en mis fantasías porque temes que me enamore?

—No. Lo que quiero decir es que necesitas esperar hasta que hayas comprendido que tu cuerpo puede jugarle malas pasadas a tu mente. El sexo produce en el cuerpo sustancias químicas que se pueden confundir con el amor. El desconocimiento de esa verdad produce muchos equívocos y un montón de sufrimiento inútil.

—Ya veo —dije, mirando a mi alrededor.

El bar estaba lleno de gente, en su mayoría hombres que bebían cerveza en compañía de otros hombres. Gordos, flacos, jóvenes o viejos. Yo solía preguntarme cómo lo harían, cómo conseguirían algunos hombres desconectar después del sexo y saltar directamente a otra cosa. Supongo que no era culpa suya, sino de la química. Aun así, Matilda tenía razón. Yo creaba lazos con demasiada facilidad. Me casé con el primer hombre que me llevó a la cama porque todo mi cuerpo me decía que era lo correcto, que era lo único que podía hacer, aunque mi mente sabía que era un completo error. Incluso había estado a punto de bajarme del tren de S.E.C.R.E.T. en la parada de Jesse sólo porque él me había hablado, me había hecho reír y me habían gustado sus besos.

—Cassie, por favor, no te preocupes tanto. Créeme cuando te digo que esto es solamente sexo. Placer y sexo. El amor, querida, es otra historia.

La tarjeta de mi siguiente fantasía llegó seis insoportables semanas más tarde, justo cuando una alerta de tormenta tropical reemplazó a la ola de calor, como para demostrar que el tiempo era el fiel reflejo de mi frustración. Tuvieron que recordarme que las fantasías se irían sucediendo en el transcurso de un año. El Comité me había dicho que intentaban espaciarlas de manera regular, pero incluso Matilda reconoció durante una breve llamada telefónica que un paréntesis de seis semanas entre una y otra era poco habitual.

—Paciencia, Cassie. Hay cosas que requieren su tiempo.

Unos días después, por la noche, un mensajero llamó al timbre del portal. Prácticamente corrí escaleras abajo para firmar el recibo. Estaba tan entusiasmada que estuve a punto de plantarle un beso en los labios.

—Vi que estabas despierta —dijo, señalando las ventanas abuhardilladas del tercer piso del hotel de las solteronas.

Era un chico joven, de unos veinticinco años, con un cuerpo que sólo los ciclistas más tenaces pueden conseguir en una ciudad completamente plana como Nueva Orleans. Era tan mono que se me pasó por la cabeza invitarlo a subir.

—Gracias —dije, arrancándole el sobre de las manos nervudas.

El viento me desarregló el pelo alrededor de la cara e hizo que mi falda aleteara en torno a los muslos.

—Ah, también te traigo esto —dijo él, mientras me tendía un sobre acolchado del tamaño de una almohada pequeña—. Se aproxima una tormenta. Ponte ropa de abrigo —añadió, echando una mirada descarada a mis piernas, antes de despedirse con la mano.

Subí los peldaños de dos en dos, desgarrando el sobre mientras corría. Leí: «Paso cinco:
audacia
», y sentí que un escalofrío me recorría la espalda. La tarjeta también decía que una limusina vendría a recogerme a primera hora de la mañana y que en el sobre acolchado encontraría «la indumentaria adecuada».

Esa noche, mientras el viento sacudía los cristales de mis ventanas, me alegré de que Scott y yo nos hubiéramos mudado a Nueva Orleans un año después de que el huracán
Katrina
y sus hermanas
Wilma
y
Rita
devastaron la ciudad. Desde entonces, a excepción de la tormenta tropical
Isaac
y de un par de episodios similares, no había vuelto a producirse ninguna catástrofe. Y yo, que era de Michigan y no sabía nada de huracanes, me alegraba. Estaba preparada para el viento y la lluvia, pero no para las peligrosas tormentas que de vez en cuando se abatían sobre la ciudad.

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