Unos golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. ¡Will! Le había prometido que lo acompañaría a una subasta de material de hostelería en Metairie. Necesitábamos bandejas, sillas nuevas para reemplazar las que tenían el tapizado deshilachado y una mesa más firme, porque la nuestra había empezado a bailar sin motivo aparente. Además, Will estaba buscando una máquina de amasar y una freidora; queríamos preparar nosotros mismos los bollos y los pasteles, e incluso los buñuelos. En circunstancias normales, le habría pedido a Tracina que lo acompañara, pero a ella aún le molestaba el tobillo. Ya no necesitaba muletas, pero iba cojeando por el comedor, como si pretendiera que Will se sintiera culpable por el accidente. Incluso había comentado en tono risueño que, de no haber sido porque estaban saliendo, lo habría llevado a juicio, y no estoy segura de que fuera una broma. Me había tocado hacer de novia sustituta de Will por un día.
—¡Ya voy! —grité.
Metí el sobre pequeño en el otro más grande y lo escondí debajo del edredón. Corrí a abrir e interrumpí a Will, que había empezado a golpear la puerta por segunda vez. Por mucho que Tracina me sacara de quicio, tenía que reconocer que gracias a ella Will vestía mucho mejor. Incluso lo había convencido para que llevara el pelo un poco más corto.
—¡Hola! Ven, pasa.
—No, estoy aparcado en doble fila. Baja cuando estés lista. ¿No has oído el claxon?
—No, perdona. Estaba… pasando la aspiradora.
Will echó una mirada al desorden de mi casa y a mi cuarto de estar, por donde hacía tiempo que no pasaba ninguna aspiradora.
—Claro —dijo—. Te espero abajo.
Estuvo distante y distraído durante todo el trayecto. En cuanto sonaba por la radio una canción que no le gustaba o ponían un anuncio muy ruidoso después de una canción buena, cambiaba de emisora.
—Pareces nervioso —dije.
—Estoy un poco alterado, sí.
—¿Te ha pasado algo?
—¿Te importa?
—¿Qué quieres decir con eso? Soy tu amiga. ¿No puedo preguntar?
Guardó silencio durante el kilómetro siguiente. Al ver que no decía nada, volví la cabeza y me puse a mirar el paisaje. Pero al final no pude más.
—¿Están bien las cosas con Tracina? El otro día vi que discutíais por lo de la furgoneta.
—Todo está estupendamente, Cassie. Gracias por preguntar.
¡Vaya! No recordaba que Will hubiera estado nunca tan cortante conmigo.
—Muy bien —dije—. No pienso entrometerme más. Pero si hubiese sabido que ibas a estar tan poco sociable, no habría venido. Es domingo. Mi día libre, ¿recuerdas? Pensé que iba a ser divertido, pero…
—¡Cuánto lo siento! —me interrumpió él—. ¿No te estás divirtiendo? Debería esforzarme un poco más para divertirte. También debería dejar de interrumpir tus divertidas conversaciones en horario de trabajo con tus nuevas amistades.
Se refería a Matilda. Le había dicho que dejara de venir al restaurante con tanta frecuencia, pero el otro día, después de nuestra conversación sobre Jesse, Will me había advertido que no estaba bien que me sentara con los clientes cuando estaba trabajando.
—Es una clienta habitual y nos estamos haciendo bastante amigas, eso es todo. ¿Qué tiene eso de malo?
—¿Una clienta habitual que te regala joyas a juego con las suyas?
Echó un vistazo a la pulsera, que tenía apoyada sobre el muslo. Me encantaban el acabado martillado y el lustre del oro pálido. Era tan bonita que no podía dejar de ponérmela desde que empecé a reunir amuletos.
—¿Ésta? —pregunté, levantando la muñeca—. Ésta me la dio… un amigo suyo que las fabrica. Se la compré a él. Me gustaba la suya y quise tener una. Las chicas somos así, Will.
Esperé que mi explicación le pareciera convincente.
—¿Cuánto te costó? Parece oro de dieciocho quilates.
—Tenía dinero ahorrado. Pero eso a ti no te importa.
Suspiró y volvió a guardar silencio.
—Resulta que ahora no puedo hablar con los clientes. Es eso, ¿no? —proseguí—. Porque tengo que decirte que trabajo mucho y que ese restaurante también significa mucho para mí. Y sabes muy bien que haría cualquier cosa para…
—Lo siento.
—… cualquier cosa para…
—Escúchame, Cassie. He dicho que lo siento. De verdad. No sé por qué estoy tan… Las cosas van muy bien con Tracina. Pero ella pretende… Ella quiere ir más allá y yo no estoy muy seguro de estar preparado, ¿me entiendes? Por eso estoy un poco nervioso. Todo esto me saca de quicio.
—¿Habéis hablado de… boda?
Casi me atraganto con la palabra. ¿Por qué? Yo había rechazado a Will y era normal que quisiera casarse con la chica de la que estaba enamorado, ¿o no?
—¡No! ¡Dios, no! Hemos hablado de vivir juntos, pero… Sí, en definitiva, lo que ella quiere es que nos casemos.
—¿Y es eso lo que tú quieres, Will?
Era casi mediodía. El sol entraba a raudales por el techo solar y nos calentaba las coronillas. A mí me estaba mareando un poco.
—Claro que sí. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no iba a querer casarme con ella? Es una chica fantástica.
Estaba mirando al frente mientras conducía, pero por un instante se volvió hacia mí y me sonrió débilmente.
—Ya veo que tu pasión por ella es abrasadora —dije, y los dos nos echamos a reír.
Llegamos al aparcamiento de la casa de subastas. Estaba medio vacío, lo cual era una buena noticia: cuanto menos público hubiera, más bajos serían los precios.
—Ven, vamos a comprar unos cuantos trastos —dijo, mientras apagaba el motor y se disponía a salir del coche de un salto.
Sentí el impulso fugaz de quedarme sentada con él un momento, consolándolo, acariciándole el pelo y diciéndole que todo iba a salir bien y que sólo tenía que ser sincero consigo mismo. Pero también estaba un poco celosa. A Tracina no parecía preocuparle mi amistad con Will ni el tiempo que pasábamos juntos, lo cual en cierto modo era un poco humillante para mí. Yo sabía que no era un peligro para ella, pero una parte de mí deseaba que se sintiera un poco incómoda respecto a mi relación con Will y demostrarle que era una amenaza que debía tener en cuenta, aunque se tratara de una amenaza muy pequeña.
Sin embargo, no tuve ocasión de decir nada. Will ya iba camino de la casa de subastas, por lo que abrí la puerta del coche, me apeé y lo seguí.
El viernes tardó demasiado en llegar. Había sacado del armario unos pantalones de gimnasia nuevos de color negro y una camiseta blanca de tejido elástico, que pensaba ponerme por encima de un ceñido top negro sin tirantes. Tuve mucho cuidado para que
Dixie
no se acercara a los pantalones, porque ya me daba bastante vergüenza ir a la Mansión con ropa deportiva para encima tener que presentarme llena de bolas de pelo, como si fuera una señora mayor obsesionada con los gatos. Exactamente a la hora señalada, la limusina se detuvo delante de mi portal. Bajé corriendo y salí antes de que el chófer tuviera tiempo de llegar al timbre.
—Aquí estoy —dije, saludándolo sin aliento.
Con una mano enguantada, me dirigió hacia el coche y me abrió la puerta.
—Muchas gracias —repliqué, mientras me instalaba en el mullido asiento, echando una mirada a mi edificio.
En la planta principal, unos visillos de encaje se apartaron y volvieron a cerrarse. ¡Qué confusa estaría la pobre Anna!
Dentro de la limusina había una botella de champán y otra de agua en un cubo con hielo. Me serví un poco de agua, porque no quería llegar medio borracha. Eran las siete de la tarde y no había mucho tráfico, por lo que llegamos a la sede de S.E.C.R.E.T. en un santiamén. En mis visitas, solía entrar por la puerta lateral, la de la antigua cochera, separada por un muro de la finca principal. Pero esta vez el doble portón que conducía a la Mansión se abrió automáticamente para que accediera a la limusina. Cuando pasamos junto a la cochera noté que las luces de las cuatro buhardillas, en lo alto de la pared cubierta de hiedra, estaban encendidas. Me pregunté qué clase de trabajo estarían haciendo las integrantes de S.E.C.R.E.T. en la cochera un viernes por la noche y qué tipo de historias estarían urdiendo para mí y para otras mujeres que quizá también estuvieran siguiendo los pasos. ¿Habría más de una? ¿Sería yo la única? Tenía muchas preguntas, pero estaba segura de que Matilda no las contestaría, a menos que me convirtiera en miembro de S.E.C.R.E.T.
El jardín en torno a la antigua cochera era una maraña de arbustos y enredaderas, pero el parque que rodeaba la Mansión era perfecto e inmaculado, y emanaba un fulgor tan verde que le daba al césped recién cortado un aspecto casi artificial. En el aire flotaba el denso aroma de los rosales, que trepaban hasta media altura por los muros laterales de la Mansión formando una gigantesca crinolina en tonos rosas, amarillos y blancos. La fachada italianizante era típica de las casas más majestuosas del barrio, con gruesas columnas blancas que daban sombra al fresco porche y sostenían una terraza semicircular. Pero la Mansión era impresionante de una manera diferente a la de las casas vecinas. Y, aunque era hermosa, resultaba un poco distante, tal vez porque era demasiado perfecta. Los muros estaban revestidos de escayola gris claro con molduras blancas, y el porche se extendía por todo el perímetro del edificio. Pequeños balcones ornamentados enmarcaban los ventanales de la segunda y la tercera planta. Todo el lugar estaba iluminado desde dentro con un brillo cálido y tenue, que parecía acogedor y a la vez extraño. La limusina se detuvo delante de la entrada lateral, pero el camino empedrado seguía por una cuesta que llevaba al garaje, en el jardín trasero. Parecía un lugar del que nadie habría querido marcharse, pero donde tampoco habría sido posible quedarse a vivir.
Una mujer vestida con uniforme blanco y negro salió por la puerta lateral y me saludó con la mano. Yo bajé la ventana de la limusina.
—Tú debes de ser Cassie —dijo—. Me llamo Claudette.
Me había acostumbrado a esperar a que el chófer se bajara de la limusina y me abriera la puerta. Cuando salí del vehículo, noté que varios hombres con aspecto de guardaespaldas, todos con traje, corbata y gafas de sol, deambulaban por el jardín. Observé que uno de ellos estaba hablando por un auricular.
—Te está esperando en la cocina —me informó Claudette—. No dispone de mucho tiempo, pero está deseando conocerte.
—¿Quién? —pregunté, mientras la seguía. ¿Y qué había querido decir con eso de que no disponía de mucho tiempo? ¿Acaso la fantasía no era mía?
—Ya lo verás —respondió ella, apoyándome sobre el hombro una mano tranquilizadora, y me indicó que entrara.
El vestíbulo lateral tenía el suelo de mármol, con un diseño de pata de gallo en blanco y negro que continuaba por todo el pasillo. Una pequeña fuente flanqueada por dos querubines derramaba el agua en un estanque poco profundo. Había unos jarrones enormes con peonías y, a mi derecha, capté la imagen fugaz de un salón espectacular. Al pie de la escalinata vi a otro guardaespaldas, que estaba sentado en una silla leyendo el periódico.
—¿Podría esperar un momento fuera? —le preguntó Claudette.
El hombretón dudó un poco antes de decidirse a abandonar su puesto.
Avanzamos por un largo pasillo, siguiendo el sonido estruendoso de un tema de hip-hop, o quizá de rap; no habría podido decirlo, porque no sabía muy bien cuál era la diferencia. Mi corazón latía con fuerza. Sentía que no me había arreglado lo suficiente para el lugar donde me encontraba y me preguntaba por qué me habrían impuesto una indumentaria tan simple y corriente. Los guardaespaldas, las prisas, la música… Todo me resultaba bastante desconcertante. Nos dirigimos hacia lo que me pareció el fondo de la casa, pasando junto a una sucesión de pequeños sillones de aspecto mullido que flanqueaban un amplio pasillo.
El volumen de la música iba subiendo a medida que nos acercábamos a una doble puerta de roble. Vi que los cristales de las ventanas estaban cegados con papel negro. ¿Qué estaría pasando?
Claudette abrió una puerta y recibí de lleno el sonido de la música y un olor a sopa caliente, mariscos, quizá tomates, y también especias. Me volví para preguntarle qué estaba sucediendo y con quién me iba a encontrar, pero ya se había marchado, dejando solamente el balanceo de la puerta tras ella. Miré a mi alrededor: la cocina estaba decorada como una antigua despensa, con las relucientes paredes lacadas de blanco hasta media altura, y de negro en la parte de arriba. Había docenas de cazos de cobre suspendidos sobre la isla de fogones que ocupaba el centro de la sala. Los electrodomésticos eran del tamaño de pequeños automóviles y, aunque tenían un aspecto
vintage
, en realidad eran muy modernos. El frigorífico Sub-Zero era como el que teníamos en el restaurante, sólo que mucho más nuevo y potente. La cocina era de hierro forjado, con ocho fogones. Nada que ver con la nuestra. Era el tipo de cocina que uno esperaría encontrar en un castillo.
Entonces apareció él delante de los fogones, sin camisa y de espaldas a mí. No lo había visto antes porque estaba agachado, ajustando una llama. Estaba revolviendo algo en una olla grande que crepitaba sobre el fuego mientras hablaba en voz alta por un teléfono que sostenía entre el hombro y la oreja. En la espalda desnuda se le marcaban los músculos de una persona naturalmente atlética, que no necesita machacarse en un gimnasio. Su piel morena era perfecta y los vaqueros abolsados tenían el talle bajo, pero no demasiado, sólo lo suficiente para revelar una cintura increíblemente esbelta. Hablaba y revolvía al mismo tiempo.
—Perdón —dije yo por encima de la música estruendosa, pero no lo bastante como para que me oyera y se volviese.
—No digo que no me guste la canción en sí —estaba diciendo—, sino únicamente ese puente. Escucha. —Esperó un compás y levantó el teléfono en el aire—. ¿Lo oyes? Falla el muestreo. ¿Le has preguntado si podía contratar a Hep para arreglarlo? Ya sé que está trabajando en su álbum, pero se lo podríamos pedir como favor personal.
Se volvió hacia mí, un poco sorprendido al ver que llevaba un rato ahí sin que él lo hubiera notado. Me miró de la cabeza a los pies, con la mano libre apoyada en la cadera. Tenía los abdominales como piedras. Intenté no mirárselos, pero no era fácil. Era la perfección misma. Eché un vistazo por encima del hombro a la doble puerta de roble. Sin dejar de prestar atención a la conversación telefónica, el hombre me sonrió de una manera que sólo está al alcance de los que han nacido con carisma para dar y tomar. Su sonrisa alteró la temperatura de la habitación, literalmente. Después levantó un dedo para indicarme que tardaría «sólo un minuto más». Tenía un aire familiar. Aquella sonrisa, aquellos ojos oscuros un poco somnolientos…