—¡Cassie, despierta, muchacha! —gritó Dell, chasqueando los dedos delante de mis ojos—. Parece que estés todo el tiempo en otro mundo.
El sobresalto casi me hizo saltar de mis aburridos zapatos marrones.
—¡Lo siento!
—La mesa once quiere la cuenta, y la nueve, más café.
—Ah, sí. Ya voy —dije, advirtiendo que las dos chicas de la mesa ocho me miraban fijamente.
Después de atender las dos mesas volví a sumirme en mis pensamientos. Dell se equivocaba. No estaba dejando volar la imaginación. Estaba recordando. Todo eso había pasado de verdad. Estaba rememorando cosas que me habían hecho a mí, a mi cuerpo. Sacudí la cabeza para quitarme de encima todas aquellas imágenes. Si estaba así después del paso uno, ¿cómo me sentiría cuando hubiera cumplido unas cuantas fantasías más?
Un día de comienzos de abril, mi único día libre de aquella semana, un sobre color crema llegó a mi buzón. No tenía sello, por lo que supuse que alguien lo habría traído personalmente. Sentí que el corazón se me salía por la boca. Eché un vistazo a la calle. Nadie. Desgarré el sobre. En su interior encontré la tarjeta del paso dos, y la palabra
coraje
. También había una entrada para un espectáculo de jazz en Halo, el bar de la terraza superior de The Saint, un hotel pequeño y selecto, recién construido, que participaba por primera vez en el festival anual. Incluso yo, sin ser una gran aficionada a la música, sabía que aquella entrada era muy difícil de conseguir. Miré la fecha. ¡Para esa misma noche! ¡No me habían avisado con suficiente antelación! ¡No tenía nada que ponerme! Yo siempre hacía lo mismo. Ponía excusas, una tras otra, cada vez más excusas, hasta que el miedo se volvía tan grande que sofocaba todos mis planes. Siempre había sido así. Por alguna razón, abrirle la puerta de mi casa a un desconocido me parecía más asumible que la perspectiva de aventurarme sola en la noche calurosa, ir andando hasta un bar y sentarme sin compañía, a la espera de… ¿De qué? ¿Y qué iba a hacer mientras esperaba? ¿Leer? Quizá tres o cuatro semanas eran un paréntesis demasiado prolongado entre fantasías. Tal vez mi valor se había desvanecido. Sin embargo, el paso dos era el del coraje, de modo que decidí concentrarme en ese aspecto y mantener la mente abierta, al contrario de lo que hacía siempre, que era empezar el día con un «no» en los labios. Por eso, al cabo de unas horas me estaba probando una serie de vestidos negros, y una hora más tarde estaba sentada muy quieta, dejando que me aplicaran varias capas de esmalte rojo en las uñas de las manos y los pies. Durante todo ese tiempo, me repetía que podía echarme atrás cuando quisiera. No estaba obligada a hacer nada. Podía cambiar de idea en cualquier momento.
Al atardecer, cogí el cartapacio de mis fantasías, que estaba en mi mesilla de noche. ¿Por qué sería tan difícil salir sola, o ir sola a cenar? Yo nunca me había animado. Prefería alquilar una película en casa antes que sentarme sin compañía en una sala a oscuras. Pero lo que me daba miedo no era estar sola. Eso era lo más fácil. Toda mi vida había estado sola, incluso cuando estaba casada. No; lo que me daba miedo era que todos los demás, toda esa gente emparejada y feliz, me identificaran como parte del grupo de los «grandes desparejados», los «no seleccionados», los «sexualmente olvidados». Me los figuraba señalándome con el dedo y murmurando. Imaginaba que sentirían lástima por mí. Hasta yo trataba a los clientes solitarios del café con un poco más de cuidado, como si fueran duros de oído o algo así. Incluso puede ser que me moviera demasiado alrededor de sus mesas, en un intento de hacerles compañía.
Pero había gente que salía sola porque quería estar sola. Había personas así: confiadas, amantes de la soledad y seguras de sí mismas. Tracina, por ejemplo, le pagaba a una persona para que todos los sábados por la tarde llevara a su hermano autista de catorce años a tomar un helado, para poder tumbarse en el sofá y ver la televisión sin que la interrumpieran. Una vez me había confesado que ir al cine sola era uno de sus mayores placeres.
—Veo lo que quiero, no comparto las palomitas y no tengo que quedarme hasta el final de los créditos, como cuando voy con Will —dijo.
Sin embargo, es fácil estar sola cuando lo haces porque quieres, pero un poco más difícil cuando no tienes elección.
Me daba auténtico y puro terror la idea de entrar en el club de jazz, pero entonces recordé el consejo de Matilda para el paso dos. Cuando me había llamado por teléfono para animarme me había dicho:
—El miedo es sólo miedo. Tenemos que pasar a la acción y enfrentarnos a él, Cassie, porque con la acción aumenta el coraje.
Maldita sea. ¡Claro que podía hacerlo!
Llamé a Danica y le dije que me enviara la limusina.
—Va para allá, Cassie. Suerte —dijo ella.
Diez minutos después, la limusina doblaba la esquina de Chartres con Mandeville y estacionaba delante del hotel de las solteronas. ¡Pero yo todavía no estaba lista! Bajé los peldaños de dos en dos, con los zapatos en la mano. Mientras corría descalza, me crucé con Anna Delmonte, que me miraba estupefacta.
—Es la segunda vez que veo esa limusina aparcada delante de la puerta —murmuró, mientras yo pasaba a su lado como una exhalación—. ¿Sabes algo al respecto, Cassie? Esto es muy raro…
—Se lo preguntaré al conductor, Anna. No te preocupes. O quizá no sea un conductor, sino una conductora, ¿no crees? Nunca se sabe.
—Supongo que…
Sin oír el resto de su respuesta, me metí en la limusina y sólo entonces me puse los zapatos. Se me ocurrió algo gracioso: ¡si Anna hubiera sabido lo que estaba haciendo! Me habría gustado gritar a pleno pulmón: «¡No soy ninguna solterona! ¡Estoy viva por primera vez en años!»
Mientras la limusina aceleraba hacia Canal Street, me miré el vestido, un elegante modelito negro con el cuerpo ajustado y la falda amplia justo por debajo de la rodilla. La parte de arriba me sujetaba y levantaba lo necesario para hacerle un par de favores a mis pechos, que incluso a mí me parecían generosos y atractivos enmarcados por el escote
halter
. Los zapatos me apretaban un poco, pero sabía que se irían ablandando a lo largo de la velada. Me dije que unos zapatos negros de vestir combinaban con todo, para no sentirme culpable por lo mucho que me habían costado. Me había alisado el pelo y lo llevaba peinado para un lado, sujeto con un broche de oro. Era la única joya que llevaba encima, al margen de mi pulsera de S.E.C.R.E.T. con su solitario amuleto dorado.
—Está muy guapa esta noche, señorita Robichaud —dijo el chófer.
Me daba la impresión de que el personal de S.E.C.R.E.T. tenía instrucciones de mantener una discreta distancia profesional, algo que por lo visto a Danica le costaba bastante. Esa chica era irreprimible. La ventanilla que había entre el conductor y yo se cerró antes de que terminara de darle las gracias.
El corazón se me aceleraba con cada curva. Traté de concentrarme en el trayecto, tal como me había aconsejado Matilda. «Intenta no anticiparte. Procura vivir el momento.»
La limusina se detuvo delante de The Saint. Yo tenía la palma de la mano tan sudorosa que se me resbaló por la manilla de la puerta, pero el chófer ya se había apeado y me ayudó a salir del coche.
—Buena suerte, señorita —dijo.
Le hice un gesto de agradecimiento y me detuve un momento a contemplar el torrente de gente guapa que entraba y salía por la puerta principal: atractivas mujeres de largas piernas que dejaban tras de sí una estela de perfume y de confianza en sí mismas, y hombres que parecían orgullosos de dejarse ver a su lado. Después de ellas venía yo. Me di cuenta de que había olvidado ponerme perfume. El pelo, que apenas una hora antes estaba perfectamente liso, se me estaba empezando a encrespar. La idea de que mi fantasía fuera a desarrollarse en público me producía un nudo en el estómago. Ahí es donde me habría gustado tener el corazón, en lo profundo de las entrañas, donde los latidos desbocados se habrían disimulado mejor. Y, sin embargo, a pesar de los nervios, también sentía… curiosidad. Inspiré profundamente, entré en el hotel y me dirigí hacia los ascensores.
Un hombre de baja estatura y con el uniforme del hotel apareció a mi izquierda.
—¿Puedo ver su entrada?
—Sí, desde luego —dije, buscándola en el bolso—. Aquí está.
—Muy bien —replicó, mientras pulsaba el botón para subir—. Bienvenida a The Saint. Espero que disfrute de su estancia aquí.
—No, no voy a alojarme aquí. Vengo solamente para encontrarme con…, para ver…, quiero decir…, para escuchar…, solamente para asistir al concierto.
—Desde luego. Disfrute de la velada —respondió. Me saludó con una inclinación y se marchó.
Durante el trayecto en ascensor, se me acabó de revolver el estómago. Cerré los ojos y me apoyé en el espejo, agarrándome con fuerza a la barra. A medida que me acercaba al último piso, empecé a distinguir el sonido sofocado de la música y de multitud de voces. Se abrieron las puertas y aparecieron ante mis ojos varias docenas de personas elegantemente vestidas, apiñadas en la media luz del vestíbulo, y otras muchas más en el oscuro bar que se extendía al otro lado de las puertas de cristal. Me hizo falta una fuerza sobrehumana para separar los dedos de la barra del ascensor, abandonar la seguridad del estrecho recinto y mezclarme con la multitud.
Todos tenían una copa de champán en la mano y parecían estar manteniendo conversaciones muy interesantes. Algunas mujeres me miraron por encima del hombro, como comprobando si podía ser una rival. Los hombres que las acompañaban también me echaron un vistazo. ¿Serían miradas de… interés? No. Imposible. No podía ser. Avancé lentamente entre la gente, sin levantar la mirada, preguntándome todo el tiempo qué demonios estaría haciendo yo en un lugar tan selecto.
Distinguí a varias personalidades locales, entre ellas a Kay Ladoucer, concejala del ayuntamiento y presidenta de varias organizaciones benéficas. Estaba conversando animadamente con Pierre Castille, apuesto millonario del sector inmobiliario, conocido por ser un soltero que apenas se dejaba ver. Cuando él se volvió en mi dirección, desvié la vista. Pero no me estaba mirando a mí. A mi lado se habían reunido varias jóvenes de la burguesía sureña, el tipo de chicas que suelen aparecer fotografiadas en las páginas de sociedad de
The
Times-Picayune
.
Esa noche iba a actuar la banda del Smoking Time Jazz Club, pero los músicos aún no estaban en el escenario. Ya los había oído tocar en el Blue Nile. Me encantaba la cantante, una chica de aspecto estrafalario, con la cabeza parcialmente rapada y una voz potente e hipnótica. Pero yo no había ido allí solamente para disfrutar de la música. ¿Con quién me iba a encontrar y cómo iba a pasar lo que fuera a pasar? Pese a mi nerviosismo, no pude evitar fijarme en un hombre alto y atractivo, que hablaba con una mujer de piernas largas y atrevido vestido rojo. Mientras los miraba (discretamente, o al menos eso intenté), él se despidió de ella y se me acercó. Me quedé sin aliento cuando se cruzó de forma deliberada en mi camino hacia la barra.
—Hola —me dijo, sonriendo.
Con sus ojos verdes y su pelo rubio parecía salido de una revista. Vestía un traje gris antracita muy bien cortado y camisa blanca. La corbata era negra y fina. Tendría unos treinta años, un poco más joven que el masajista y más musculoso. Me volví para mirar a la mujer del vestido rojo; se la veía derrotada. ¿El tipo había renunciado a hablar con ella para atravesar todo el vestíbulo y venir a saludarme
a mí
? ¿Estaría loco?
—Hola… Soy Cassie —me presenté con voz temblorosa, confiando en que no notara mi nerviosismo.
—Veo que no estás bebiendo nada. Deja que te pida una copa —dijo, mientras apoyaba la mano en la base de mi espalda y me guiaba hacia la barra, a través de una multitud cada vez más densa.
—Hum. Sí. ¿Por qué no?
La banda ya se estaba colocando en el escenario y empezaba a afinar los instrumentos.
—¿Y qué pasa con tu… amiga? —pregunté.
—¿Qué amiga?
Parecía sorprendido de verdad.
Miré por encima del hombro, en dirección al lugar donde había estado la mujer, pero ya se había ido.
Cuando llegamos a la barra, el hombre buscó un taburete libre y con un gesto me indicó que me sentara. Después, se inclinó hacia mí y me puso un mechón de pelo detrás de la oreja, para poder hablarme al oído. Sentí su aliento caliente. No pude evitar cerrar los ojos y acercarme a él.
—Cassie, te he pedido champán —dijo—. Tengo que ir a hacer una comprobación. Mientras tanto, quiero que me hagas un favor.
Me tocó con un dedo un costado de la cara y siguió con suavidad la línea de la mandíbula. Me estaba mirando intensamente a los ojos. Era un hombre fascinante y su preciosa boca estaba tan sólo a unos pocos centímetros de la mía.
—Mientras yo esté fuera quiero que te quites las bragas. Tíralas al suelo, debajo de la barra. Pero no dejes que nadie te vea.
—¿Aquí? ¿Ahora?
Capté mi reflejo en el espejo detrás de la barra y vi cómo se me arqueaban las cejas.
Sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa y perfecta. La incipiente barba de dos días no le restaba ni un ápice de atractivo.
Me volví y lo vi alejarse y pasar al lado del escenario y de la bonita cantante. Contemplé a mi alrededor a la gente que, sin sospechar nada, se preparaba para escuchar a la banda. Los acordes iniciales fueron metálicos y potentes, y los bajos reverberaron profundamente en mi interior. Miré en dirección al baño de mujeres. Si me levantaba del taburete, perdería el sitio junto a la barra. Y entonces él no me encontraría cuando volviera.
La sala se estaba llenando. Las luces se atenuaron un poco más. Una copa fría y alargada de champán apareció delante de mí. Estaba sola en un bar, considerando la posibilidad de quitarme la ropa interior porque un tipo que estaba como un tren me lo había pedido. ¿Y si me descubrían? Seguramente me echarían a la calle por escándalo público. Intenté recordar qué bragas me había puesto. Un tanga negro. Simple, de seda. Quitarme las bragas en público sin que nadie lo notara no era una técnica que me hubieran enseñado en las Girl Scouts.
Acerqué un poco más el taburete a la barra. Después, mirándome en el espejo, hice una maniobra de prueba, que consistió en mover la mano y el antebrazo a través de mi falda, procurando que, por encima de la barra, el brazo y el hombro parecieran estar quietos. Perfecto. Podía funcionar. Me moví rápidamente y con una mano me recogí la parte delantera de la falda mientras deslizaba la otra por el muslo, hacia arriba. Enredé un dedo en la tira lateral del tanga y levanté un poco las nalgas del asiento, enganchando los tacones en el travesaño del taburete para hacer palanca. Justo en el momento en que tiré con fuerza, la canción que estaba tocando la banda terminó de forma abrupta. Pensé que yo había sido la única en percibir el ruido de la tela al desgarrarse, semejante al de una aguja patinando sobre el surco de un disco de vinilo. Pero un hombre de cabeza rapada que estaba de pie delante de mí se volvió para ver de dónde provenía el ruido. Me quedé helada. ¡Oh, no!