Bajé la vista para mirar el diario. Reuní todo el valor y la fuerza que pude encontrar. Quería estar viva, como esas mujeres. Deseaba sentir placer y vivir otra vez en mi cuerpo. Lo quería todo, todas las cosas. Abrí la libreta por la página de los diez pasos y los leí. Eran las mismas palabras que había encontrado en el diario de Pauline. Cuando terminé, me senté, y entonces una gran sensación de alivio me subió por el cuerpo, desde los pies hasta salir por los brazos.
—Gracias, Cassie —dijo Matilda—. Ahora tengo que hacerte tres preguntas importantes. La primera: ¿quieres tener lo que nosotras tenemos?
—Sí —respondí.
—La segunda: ¿estás dispuesta a seguir estos pasos, dentro de los límites de la más completa seguridad y de la guía que te ofrecemos?
Volví a leer los pasos. Estaba dispuesta. Claro que sí.
—Sí. Eso creo.
—Y la tercera: Cassie Robichaud, ¿aceptas que yo sea tu guía?
—Sí, acepto —dije.
La sala estalló una vez más en estruendosos aplausos.
Matilda estrechó mis dos manos entre las suyas.
—Cassie, te prometo que estarás segura, que te atenderemos y que cuidaremos de ti. Tendrás total autonomía sobre tu cuerpo y lo que quieras hacer con él. Podrás decidir cómo proceder en todo momento. No serás objeto de ninguna coerción. Eso no quiere decir que no vayas a tener miedo, pero para eso estamos aquí. Para eso estoy yo aquí. Ahora tengo algo más que darte.
Se acercó a la consola que se encontraba bajo el retrato de Carolina, abrió el fino cajón superior y, con mucho cuidado, sacó una pequeña caja morada. Me la trajo, llevándola en sus manos como si fuera el objeto más frágil de la Tierra. Pero cuando la dejó en las mías, me pareció asombrosamente pesada.
—Ábrela. Es para ti.
Levanté la tapa de terciopelo. Bajo un pequeño trozo de felpa encontré una cadena de oro pálido sobre una base de seda. Era idéntica a la que lucían todas las mujeres de la sala. Pero era solamente una cadena, de la que no colgaba ningún dije.
—¿Es para mí?
Matilda la sacó de la caja y me la ajustó a la muñeca, que no paraba de temblarme.
—Por cada paso que completes, Cassie, te daré un amuleto de oro para celebrar que lo has superado. Seguiremos así hasta que hayas recibido nueve. El décimo llegará cuando hayas elegido entre quedarte en S.E.C.R.E.T. o marcharte. ¿Estás lista para empezar la aventura?
La pulsera hizo que todo me pareciera real. Su peso me anclaba al suelo y me hacía tomar conciencia de lo que acababa de suceder y de lo que estaba a punto de ocurrir.
—Estoy lista.
En el camino de vuelta, iba temblando de la cabeza a los pies, sin dejar de pensar en la tarea que me habían encomendado. Matilda me había enviado a casa con el cartapacio, diciéndome que contenía nueve hojas, una por cada fantasía. Se suponía que tenía que rellenarlas cuanto antes y llamar a Danica cuando lo hubiera hecho, presumiblemente para que enviara un mensajero a recogerlas. Lo último que me había dicho Matilda había sido:
—En cuanto tengamos esos papeles, empezará todo. Tú y yo hablaremos después de cada fantasía. Pero, mientras tanto, no dudes en llamarme si necesitas algo, ¿de acuerdo?
Una vez en casa, levanté a
Dixie
en brazos y le di un montón de besos en la barriga. Después, encendí muchísimas velas, me desnudé y me metí en un baño aromático. Todo eso, según me habían indicado, me ayudaría a completar la mejor lista posible de fantasías. Busqué mi pluma favorita y saqué la primera hoja de mi cartapacio de piel de cocodrilo. Noté una conmoción interior que hacía muchos años que no sentía. Matilda me había dicho que me dejara llevar por completo, que revelara todos mis anhelos sexuales, todo lo que siempre había deseado hacer o probar. Me había aconsejado que no juzgara mis deseos ni los cuestionara.
—No te pierdas en descripciones ni pienses demasiado. Simplemente escribe.
Según me contó, no había reglas fijas para las fantasías, pero las letras de S.E.C.R.E.T. representaban unos criterios básicos que la sociedad procuraba respetar siempre. Matilda me indicó que cada fantasía debía ser:
Segura. No debía suponer ningún peligro para la participante.
Erótica. Tenía que ser de naturaleza sexual, y no un simple ensueño platónico.
Cautivadora. Debía atraer a la participante y despertar en ella un auténtico deseo de hacerla realidad.
Romántica. La participante tenía que sentirse verdaderamente apreciada y deseada.
Eufórica. Debía producir alegría.
Transformadora. Su cumplimiento tenía que obrar en la participante un cambio fundamental.
Leí otra vez las siglas y, casi sin pensarlo, escribí una palabra debajo de cada una de las primeras letras. Cuando leí lo que había escrito, no pude reprimir la risa: «Sexualmente Emancipada Cassie Robichaud.» Para las dos últimas letras, la E y la T, lo único que se me ocurrió fue «Excitantes Tiempos». Estaba pasando de verdad. ¡Y me estaba sucediendo a mí!
Con
Dixie
andando alrededor de mis tobillos y las velas parpadeando sobre la mesa, lo primero que hice fue marcar con una cruz la casilla de la frase: «Quiero que me sirvan.» No estaba segura de lo que podía significar, pero, de todos modos, la marqué. ¿Tendría algo que ver con el sexo oral? Una vez se lo había sugerido a Scott y él había arrugado la nariz de una manera que me hizo archivar la propuesta para siempre y guardar ese deseo en un cajón muy alto para no volver a verlo nunca más. O al menos eso creía. Había otros muchos tipos de prácticas sexuales que tampoco había probado. En la universidad tenía una amiga que era fanática de hacerlo «por el otro lado», y yo siempre había sentido curiosidad. Pero jamás podría habérselo pedido a Scott. Y ni siquiera estaba segura de querer hacerlo.
«Quiero hacerlo a escondidas en un lugar público.» Otra cruz.
«Quiero que me tomen por sorpresa.» Ésta me pareció emocionante, aunque tampoco estaba muy segura de lo que significaba. En cualquier caso, Matilda me había prometido que siempre estaría segura y que podría parar cuando quisiera. La marqué también.
«Quiero hacerlo con un famoso.» ¿Qué? ¿Cómo iban a conseguirlo? Ésta me pareció imposible e interesante, así que la marqué.
«Quiero ser rescatada.» ¿De qué? Marqué la casilla.
«Quiero ser la princesa del baile.» ¡Dios! ¿Qué mujer no lo querría? Yo siempre había sido la chica buena, la lista e incluso la ocurrente o la divertida. Pero nunca la guapa, ni mucho menos la princesa. Nunca en toda mi vida. De modo que puse que sí. ¡Claro que sí! Aunque pareciera infantil. Deseaba sentirlo, aunque sólo fuera una vez.
«Quiero que me venden los ojos.» Supuse que no ver nada sería liberador, así que marqué la casilla.
«Quiero hacerlo en un lugar exótico con un desconocido exótico.» Técnicamente, ¿no serían desconocidos todos los hombres con los que iba a estar y que no volvería a ver nunca más? Sin hablar, sin decir nada. Sólo cuerpos rozándose, y entonces… quizá él me cogiera por la muñeca… Seguí adelante.
«Quiero ser otra.» ¿Podría? ¿Sería capaz de ser una persona diferente de mí? ¿Me atrevería? Siempre podía echarme atrás si me parecía preciso.
Así redacté mi lista: nueve fantasías a las que después seguiría una decisión. Y, tal como me habían dicho, las escribí en el orden en que creía que podría asumirlas.
Las repasé por última vez. Sentí que me invadían el asombro, la inquietud, la alegría y el miedo que esas fantasías producirían en mí. «Imagina que pudieras conseguir todo lo que siempre has deseado y más. Imagina que cada centímetro de tu cuerpo, tal como es, fuera exactamente lo que otra persona quiere y desea.» Estaba sucediendo de verdad. Me estaba pasando a mí. Durante un tiempo creía que mi vida había entrado en declive, pero ahora eso estaba a punto de cambiar para siempre.
Cuando terminé, llamé a Danica por teléfono.
—Hola, Cassie —me saludó.
—¿Cómo sabías que era yo? —pregunté, mirando con desconfianza por la ventana.
—¿Porque tu número sale en la pantalla, quizá?
—Ah, sí, claro. Ya sé que es tarde, pero Matilda me dijo que llamara en cuanto hubiera terminado. Y ya he terminado. Ya las he… seleccionado.
—¿Qué?
—Ya sabes… La lista.
Hubo un silencio.
—¿La lista? —insistió.
—De mis… fantasías —susurré.
—¡Cassie! No hemos podido encontrar mejor candidata que tú. ¡Ni siquiera puedes decir la palabra! —Soltó una risita divertida—. En seguida te envío a alguien, guapa. Y agárrate, porque esto está a punto de ponerse
muy
interesante.
Quince minutos después, sonó el timbre de la puerta. La abrí, segura de encontrar a un desaliñado mensajero adolescente, pero en lugar de eso me topé con un hombre alto y delgado, de muy buen ver, apoyado contra el borde de la puerta. Tenía ojos castaños de cachorro y vestía cazadora con capucha, camiseta blanca y vaqueros. Aparentaba unos treinta años.
Me sonrió.
—He venido a recoger tu carpeta. También me han pedido que te dé esto. Tienes que abrirlo ahora.
Hablaba con un acento que no conseguí ubicar. ¿Sería español? Me dio un sobre pequeño de color crema, con la letra C escrita en el dorso.
Deslicé un dedo bajo la solapa y lo desgarré para abrirlo. Dentro había una tarjeta en la que ponía: «Paso uno.» Se me aceleró el corazón.
—¿Qué dice la tarjeta? —preguntó él.
Levanté la vista hacia aquel hombre arrebatador, aquel mensajero o lo que fuera, que tenía delante.
—¿Quieres que la lea?
—Sí. Tienes que leerla.
—Pone:
aceptación
.
Mi voz era casi inaudible.
—Al principio de cada fantasía te preguntarán si aceptas el paso correspondiente. ¿Aceptas este paso?
Tragué saliva.
—¿Qué paso?
—El primero, por supuesto.
Aceptación
. Tienes que aceptar la idea de que necesitas ayuda. Sexualmente.
¡Santo cielo! Prácticamente ronroneó la última palabra. Se metió la mano por debajo de la camiseta y se tocó el estómago, mientras seguía apoyado en la jamba de la puerta, mirándome a los ojos.
—¿Aceptas? —preguntó.
No tenía ni idea de que todo iba a empezar tan rápido.
—¿Yo? ¿Contigo? ¿Ahora?
—¿Aceptas el paso? —preguntó, mientras avanzaba casi imperceptiblemente hacia mí.
Yo casi no podía hablar.
—¿Qué…, qué pasará?
—Nada, a menos que aceptes el paso.
Sus ojos, el modo en que se apoyaba en la puerta…
—Sí…, sí, acepto.
—¿Qué te parece si despejas un poco eso de ahí para hacerme sitio? —dijo, describiendo un gran círculo con la mano e indicando una área entre el cuarto de estar y el comedor—. Ahora vuelvo.
Se dio media vuelta y se marchó.
Corrí a la ventana del cuarto de estar y vi que se dirigía a una limusina estacionada delante del portal.
Me llevé una mano al pecho y recorrí con la vista mi cuarto de estar, inmaculado, con velas encendidas por todas partes. Yo estaba bañada y perfumada, y llevaba puesto un camisón de seda. ¡Ellas lo sabían! Empujé la otomana contra la pared y corrí el sofá contra la mesa.
Regresó un par de minutos después, con algo que parecía una mesa portátil de masajes.
—Por favor, ve al dormitorio, Cassie, y quítate toda la ropa. Envuélvete en esta toalla. Te llamaré cuando esté listo.
Recogí a
Dixie
por el camino. No era necesario que mi gata fuera testigo de lo que iba a suceder. En mi habitación, dejé caer al suelo el camisón y me miré por última vez en el espejo del tocador. La vocecita crítica que llevo dentro se presentó de inmediato. Pero esta vez hice algo que no había hecho nunca hasta entonces: la mandé callar. Me dispuse a esperar, abriendo y cerrando los puños. «No puede ser real. No puede estar pasando. ¡Pero está pasando!»
—Ya puedes entrar —oí que decía él, detrás de la puerta cerrada.
Tímida como un ratoncito, entré en una habitación transformada. Las persianas estaban cerradas. Había trasladado las velas a las dos mesitas auxiliares, a ambos lados de la mesa de masaje, que estaba equipada con estribos y tenía la mitad inferior dividida en dos, a lo largo. Como por reflejo, me ajusté mejor la toalla mientras iba de puntillas hacia la mesa, en dirección a ese hombre joven increíblemente guapo que estaba de pie en mitad de mi cuarto de estar. Medía algo más de un metro ochenta. Tenía el pelo brillante y ondulado, un poco largo, lo justo para ponérselo detrás de las orejas. Los antebrazos eran fibrosos y bronceados, y las manos parecían fuertes. ¡Incluso era posible que fuera un masajista de verdad! Cuando se metió una mano por debajo de la camiseta capté un atisbo de su abdomen, que era plano y también estaba bronceado. Su sonrisa de complicidad lo hacía parecer un poco mayor y mucho más atractivo. Los ojos eran castaños. ¿Los he mencionado ya? Eran almendrados, con un punto de malicia en la mirada. ¿Cómo era posible que un hombre pareciera tan buena persona y a la vez estuviera para comérselo? Era una combinación que nunca había experimentado hasta entonces, pero resultaba muy excitante.
—Quítate la toalla. Deja que te mire —me ordenó con gentileza.
Dudé. ¿Cómo iba a mostrarme a un hombre tan atractivo?
—Quiero verte.
«¡Cielo santo, Cassie! ¿Dónde te has metido?» Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Realmente no había marcha atrás. Crucé con él una breve mirada y dejé caer la toalla a mis pies.
—Una hermosa mujer para que trabajen mis manos —dijo—. Túmbate, por favor. He venido a darte un masaje.
Me subí a la mesa y me acosté. El techo se cernía sobre mí. Me tapé la cara con las manos.
—No puedo creer que esto esté pasando.
—Pero está pasando. Todo esto es para ti.
Apoyó las manos grandes y tibias sobre mi cuerpo desnudo y aplicó una ligera presión sobre mis hombros; después, me separó las manos de la cara y me hizo ponerlas a los lados.
—Tranquila —dijo—. No va a ocurrirte nada malo, Cassie. Todo lo contrario.
Lo que sentí cuando me tocó fue increíble. Sus manos en mi piel sedienta. ¿Cuánto hacía que nadie me tocaba, y menos aún de esa manera? Ni siquiera podía recordarlo.
—Date la vuelta y ponte boca abajo, por favor.
Dudé una vez más. Después, me di la vuelta, metí los brazos debajo del cuerpo para que pararan de temblar y volví la cabeza hacia un lado. Él, con mucha suavidad, me cubrió con una sábana.