En ese instante me llevé la sorpresa de ver en la caseta a Will, que le tendió la mano a Pierre.
—Ella lo escribe con «d», como en el norte, y no con «x», como en el sur —le explicó.
—¡Vaya! ¡Pero si es Will Foret hijo! ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Quince años?
Me quedé mirando asombrada, mientras
mi
Will le estrechaba la mano al famoso Pierre Castille, al tiempo que Tracina intentaba abrirse paso entre la multitud para reunirse con nosotros.
—Sí, más o menos.
—Me alegro de verte, Will —dijo Pierre—. Cuánto siento que nuestros padres ya no estén entre nosotros. Les habría gustado ver esto.
—Al tuyo, quizá —replicó Will, acomodándose el sombrero de Huckleberry Finn—. Hasta mañana, Cassie. Nos vemos en el restaurante.
Lo vi pasar al lado de Tracina y salir por la puerta.
—Bueno, Cassie Robichaud, pero no de los Robichaux de Mandeville, ¿dónde estábamos?
—Es gracioso, porque de hecho vivo en Mandeville Street, en Marigny, aunque en realidad soy de Michigan. El apellido francés me viene de la familia de mi padre, pero no sé su origen…
«¡Estás hablando demasiado, Cassie!»
—Claro, claro. Pasaré un momento por la caseta antes de marcharme para hacer un donativo —dijo, inclinando un poco la cabeza.
Normalmente, la gente rica y poderosa no me deslumbraba, pero ese hombre tenía carisma.
De pronto, Tracina descubrió que quería ser voluntaria.
—Ahora me ocuparé yo de la caseta —dijo, pasando por debajo de la mesa—. Will se ha ido, pero yo puedo quedarme a ayudar. Tú vete a casa. ¿Para qué vas a quedarte, si no estás disfrazada?
—¿Sabías que Will lo conocía? —le pregunté.
—Son amigos de la infancia.
—Ya veo. Bueno. Supongo que ya es hora de irme.
—Sí, eso es. Vete corriendo —dijo, sin mirarme, con la vista puesta en Pierre, que estaba buscando un lugar para sentarse, al frente de la sala.
Pronto empezaría la subasta de chicas solteras. Me miré el traje. Tracina tenía razón. Yo era la Cenicienta. Ahora que los platos estaban fregados, podía irme a casa. Recorrí el vestíbulo buscando a Will, pero en lugar de encontrarlo a él, vi a Matilda, que estaba hablando por el móvil y venía directamente hacia mí. Se despidió de su interlocutor, quienquiera que fuese, y cerró la tapa del teléfono. Entonces me fijé en su disfraz, un impresionante traje de sirena cubierto de lentejuelas que brillaban como esmeraldas, con una pequeña corona en la cabeza.
—¡Cassie! ¡Espera! ¿Adónde vas?
—He terminado mi turno en la caseta de donativos y me voy a casa. Y a propósito, gracias por la donación. Era muy gener…
—No, tú no te vas a casa —me dijo, agarrándome por un brazo. Hizo que me diera la vuelta y me encaminó hacia una puerta de la que colgaba un cartel de P
RIVADO
—. Me doy cuenta de que lo hemos llevado con mucha discreción, pero esta noche, Cassie…, esta noche es tu noche.
—¿Esta noche? —repetí sin salir de mi asombro, al comprender que tenía una fantasía reservada para mí—. Pero no llevo puesto…
—No te preocupes. Los refuerzos vienen de camino.
Pasó una tarjeta por delante de una pequeña caja de seguridad de la pared y la puerta se abrió con un chasquido. Dentro había un acogedor camerino, donde Amani y otra mujer que me resultó vagamente familiar esperaban sentadas en unos bancos con tapizado de seda. Cuando entramos, se pusieron en pie con expresión de expectante agitación. A su izquierda había un tocador con un espejo rodeado de bombillas iluminadas y, sobre una toalla blanca, un completo juego de cosméticos cuidadosamente organizados. Cerca de allí, colgado de un perchero, vi un precioso vestido de color rosa pálido que llegaba hasta el suelo. Yo nunca había sido la típica niña que se muere por el rosa, pero aquel vestido de fiesta de satén removió algo muy profundo en mi ADN. Debajo del traje pude ver un par de maravillosos zapatos de fiesta.
Matilda se aclaró la garganta.
—Te lo explicaremos más tarde, Cassie, pero de momento queremos que te arregles. Tiene que ser rápido, porque está a punto de empezar.
—¿Qué es lo que está a punto de empezar?
—Tú no te preocupes —replicó.
¿Era todo para mí? El vestido, el maquillaje… Iban a ponerme guapa. Pero ¿para quién? ¿Con qué propósito?
—¿Recuerdas a Michelle? La conociste cuando estuviste en la sede de S.E.C.R.E.T. Será tu estilista.
Recordaba su cara redonda y angelical y su risa fácil. ¿Estilista? ¿Por qué necesitaba yo una estilista?
—Cassie, estoy muy contenta por ti, pero tenemos prisa. Lo primero será la ropa interior. Quítatela.
Antes de darme tiempo a reaccionar, Michelle me llevó detrás de un biombo de bambú y me lanzó por encima un sujetador, un tanga de seda y unas medias con liguero.
—Apuesto a que creías que te iban a ayudar los pajaritos y las mariposas —comentó entre risas, pero no entendí muy bien lo que quiso decir.
En cuanto me puse todas las prendas, Michelle me dio un albornoz y me hizo sentarme delante del espejo. Me recogió el pelo largo en un rodete sobre la nuca. Amani me dio color en las mejillas, me pintó los labios de rosa pálido y me aplicó brillo natural en el resto de la cara con una brocha grande. Después de un toque de rímel, estuve lista.
—Ahora, el vestido —dijo Michelle, que, con cuidado, descolgó del perchero el traje rosa y me envió de nuevo detrás del biombo.
Mientras tanto, Matilda no dejaba de ir y venir por la habitación.
—¿Cuánto falta? —le preguntó a Amani.
«¿Cuánto falta para qué?» Levanté el pesado vestido sobre mis hombros y sentí que se deslizaba por mi cuerpo con suma facilidad y que me caía sobre las caderas con un ajuste perfecto. Salí para que me ayudaran con la cremallera. Entonces me vi fugazmente en el espejo y me quedé sin habla. El vestido era maravilloso, de un rosa semejante al interior nacarado de una caracola. Me ceñía tan bien el talle que de pronto descubrí que realmente tenía cintura. El satén relucía y el escote palabra de honor me realzaba los hombros y los brazos. La falda se abombaba como la de una bailarina, con una suave crinolina que mantenía su forma por debajo.
—Estás… preciosa —dijo Matilda.
—Pero ¿cómo lo vamos a hacer? La gente me conoce. La novia de mi jefe todavía está en el salón de baile. ¡Toda la ciudad está en el salón de baile!
—Eres una mujer segura de ti misma, Cassie. Todo saldrá bien —replicó Matilda, echando un vistazo al reloj.
Tenía que admitir que algunas de las otras fantasías me habían tomado por sorpresa, especialmente la de Jesse, pero ésta era diferente. Era la primera vez que la fantasía se desarrollaba en la vida real, con gente que yo conocía. Resultaba excitante y peligroso, pero no podía evitar un sentimiento de angustia. Con mucho cuidado, Michelle abrió una pequeña bolsa de terciopelo y extrajo una diadema, una delicada trenza de plata y brillantes, que me colocó sobre la cabeza para enmarcar mi elegante peinado.
Matilda y yo nos miramos mutuamente en el espejo.
—Estás impresionante, querida. Pero no olvides el último detalle —añadió, mientras me entregaba sonriendo los zapatos brillantes.
Me los puse y di unos cuantos pasos de prueba con los tacones, sintiéndome tremendamente ridícula, pero a la vez llena de alegría y entusiasmo. Sí. Hasta me sentía capaz de bailar con esos zapatos. De hecho, sospechaba que eso era justo lo que iba a hacer después de la subasta, que según mis cálculos ya debía de haber terminado. Me alegraba mucho de haberme perdido esa parte.
—¡Ya es la hora! —anunció Matilda, cogiéndome por un brazo y arrastrándome por el vestíbulo hacia el salón.
—¿Qué? ¿Adónde vamos? El baile todavía no ha empezado —protesté.
Pero Matilda no me escuchaba. Nos movíamos tan rápidamente que tuve que sujetarme la diadema para que no se me cayera. Cuando llegamos al salón, entré detrás de Matilda, procurando que me tapara con su cuerpo. Asomándome por encima de su hombro, vi una fila de hermosas mujeres que iban ocupando sus asientos sobre el escenario. Entre ellas estaban la atractiva presentadora del informativo de la televisión local, una modelo que habría podido pasar por Naomi Campbell cuando era más joven, una actriz de la misma serie que el actor de la subasta anterior, una rubia guapísima que tocaba el violonchelo en la Sinfónica de Nueva Orleans, dos hermanas italianas propietarias de uno de los mejores centros de curas termales de la ciudad, un par de ricas herederas… y Tracina, que para entonces estaba más que achispada y llevaba el tutú ligeramente torcido.
—Todavía queda una silla libre —anunció Kay por el micrófono, haciéndose sombra con la mano en la frente para ver el fondo del salón—. ¿Se habrá ido la chica que tenía que ocuparla?
«Por favor, quiero volverme invisible —pensé—. No puedo atravesar el salón con este vestido para que me subasten delante de esta multitud. Voy a hacer el ridículo.»
—¡Ah, veo que no se ha ido! —canturreó Kay—. Es Cassie Robichaud, una de nuestras adorables voluntarias. ¿No os parece encantadora?
Matilda me apoyó las manos sobre los hombros, que yo llevaba encorvados. Seguramente se dio cuenta de que estaba medio muerta de angustia, porque me susurró al oído:
—Cassie, recuerda que esto es el paso seis:
seguridad
. Debes tener fe en ti misma. La seguridad está en tu interior. Encuéntrala.
Con un último empujoncito, me lanzó hacia la multitud y empecé a caminar lentamente, sintiendo todas las miradas fijas en mí. Mi falda iba rozando las patas de las sillas y las mesas y las pantorrillas de los invitados. Cuando atravesé la pista de baile para dirigirme al escenario, mi vestido arrancó exclamaciones de admiración. Y el silbido libidinoso que partió de la galería superior incluso me hizo reír un poco. ¿De verdad era para mí? Cuando pasé junto a la mesa de Pierre, intenté no mirarlo a los ojos. Subí la escalera y me acerqué a Tracina, que estaba sentada en su taburete como un pájaro en su percha.
—Cuanto más te conozco, más me sorprendes —dijo, con una sonrisa sibilina, mientras me sentaba.
—¿Empezamos ya? —preguntó Kay, y dio inicio a la subasta con la presentadora de televisión.
Tras una animada puja, el gerente de uno de los casinos del frente marítimo se adjudicó a la joven presentadora por siete mil quinientos dólares. La modelo, que había hecho lo posible para atraer la atención de Pierre, pareció llevarse un chasco cuando Mark
Tiburón
Allen, dueño de una joyería y protagonista de unos chabacanos anuncios de televisión que se emitían de madrugada, ofreció dieciséis mil dólares y ganó la subasta para bailar con ella. El lote de las hermanas italianas tuvo mucho éxito, y dos de las ricas herederas alcanzaron precios de cinco cifras. Tracina no dejaba de pavonearse mientras le hacía ojitos a Pierre, que estaba sentado a su mesa, cerca del escenario. Pero fue Carruthers Johnstone, el fiscal del distrito, un hombre excepcionalmente alto y corpulento, quien abrió y cerró la subasta de Tracina, con una oferta de quince mil dólares, una suma impresionante que provocó un estallido de aplausos.
Yo ni siquiera podía soñar con recaudar una suma semejante. Tracina tenía unas piernas preciosas y una personalidad chispeante. Era divertida y vestía a la última. Sabía ser el centro de atención. Destacaba allí donde estuviera. Incluso vestida de Campanilla resultaba terriblemente sexy. Me sentí un poco humillada cuando vi que la subasta se encaminaba a un abrupto final.
—Todavía estamos lejos de nuestro objetivo, pero aún nos queda una soltera. Cassie trabaja de camarera en el café Rose, uno de nuestros apreciados patrocinadores. Supongo que podemos fijar el precio de salida en quinientos dólares, ¿qué os parece?
«¡Dios mío! ¡Que alguien se apiade de mí y ponga fin a este calvario! ¡Estoy dispuesta a devolverle lo que haya pagado por mí, siempre que no sea mucho! Pero, por favor, ¡que alguien me baje de este escenario!», pensé.
Por eso, cuando una voz masculina dijo: «Empezaré ofreciendo cinco mil», pensé que había oído mal. Los focos estaban sobre mí y apenas podía distinguir las caras del público.
—¿Ha dicho mil dólares, señor Castille? —preguntó Kay.
¿Señor Castille? ¿Había ofrecido Pierre Castille mil dólares por mí? ¿Por mí?
—No. He dicho
cinco
mil, Kay. Mi oferta es de cinco mil dólares —dijo él, avanzando hacia el escenario y situándose a la luz de los focos, donde por fin pude verlo.
Me recorrió con la mirada como si yo fuera un dulce que nunca hubiera probado. Entrelacé con fuerza las manos sobre el regazo, me crucé de piernas y volví a descruzarlas.
—Eso es… muy generoso de su parte, señor Castille. Cinco mil es el precio de salida. ¿Alguien da más?
—Seis mil —dijo una voz al fondo, una voz que era la de… Will.
¿Había vuelto? Tracina se levantó de la butaca e hizo un mohín de disgusto acentuado por el brillo de labios. ¿En qué estaría pensando Will? ¡Él no tenía tanto dinero!
—Siete mil —dijo Pierre, mirando fijamente a Will. Primero me noté enferma, después me sentí en la gloria y en seguida volví a ponerme enferma.
—Ocho mil —insistió Will con voz ronca.
Tracina me lanzó una mirada airada, y otra similar a Will, que estaba avanzando hacia el frente de la sala para situarse junto a Pierre. Pero ¿qué era lo que se proponía? Kay estaba a punto de bajar el martillo para sellar la victoria de Will cuando Pierre anunció:
—Ofrezco cincuenta mil. —Una sofocada exclamación de asombro recorrió la sala—. ¿Es suficiente para llegar a lo que teníais previsto recaudar?
Kay estaba atónita.
—¡Señor Castille, es mucho más de lo necesario para llegar al objetivo! ¿Alguna oferta más?
La expresión de Will casi me hizo llorar. Bajó la cabeza mientras se le dibujaba en los labios la sonrisa de la derrota.
—¡Adjudicada! —gritó Kay, y cerró la subasta con un golpe del martillo—. ¡Que empiece el baile!
De inmediato, la gente empezó a hablar y a levantarse de los asientos para dirigirse a la pista, que estaba delante del escenario.
Tracina saltó de su butaca y desapareció entre la multitud, en busca de su comprador. Pierre se situó al borde del escenario con una sonrisa desconcertante en el rostro. A su lado estaba Will; se le veía incómodo.
—Buen intento, viejo amigo —le dijo Pierre, mientras le palmoteaba la espalda, quizá con excesiva energía—. Uno de estos días me pasaré por el café, ahora que tengo un motivo.