Angela y yo interpretamos entre el público el número que habíamos preparado, y después ella me hizo un guiño y me susurró que le siguiera la corriente. Antes de que pudiera reaccionar, me rodeó el cuello con su boa rosa y me plantó un beso en la boca.
Un estallido de aplausos y de gritos resonó por toda la sala mientras Angela prolongaba su beso apasionado. Cuando terminó, saludó con una reverencia y me animó para que siguiera la actuación. Con las rodillas temblando, intenté continuar con nuestros pasos coreografiados, pero su beso me había trastornado. La gente, al notarlo, se puso en pie para aplaudir. Entre la multitud distinguí a Kit y a Matilda, sentadas juntas cerca de la barra, aplaudiendo y silbando como dos orgullosas mamás.
Cuando me volví para enviar un beso al público, mis ojos se cruzaron con una mirada familiar. Tenía delante a Jesse, sentado en una mesa de la primera fila, con una sonrisa capaz de derretir a un iceberg.
—¡Hola! —dijo, recostándose en la silla y mirándome de arriba abajo.
¿Cómo había podido olvidar el increíble atractivo de ese hombre? Esta vez vestía vaqueros y camisa de cuadros, y debajo asomaba una camiseta blanca. Aquella camiseta… Su vientre plano y musculoso, su mano apoyada como al azar en el vello que…
—¡Oh, Dios mío! —dije, parada delante de su mesa.
Su expresión de desconcierto me recordó que ignoraba quién era la mujer que había detrás del antifaz y la peluca. Lancé un vistazo nervioso a toda la sala. Éramos el centro de todas las miradas. Volví a sonreír a Jesse y me quedé sin saber qué hacer, pero Angela me cogió por un brazo y me hizo dar media vuelta para hacer entre las dos el movimiento de entrechocar los traseros que habíamos ensayado. Miré a Jesse por encima del hombro. Era evidente que estaba encantado de estar en medio de la acción, como privilegiado espectador de primera fila. Cuando terminamos nuestro pequeño número, tanto él como el resto de la sala estallaron en aplausos, gritos y aullidos.
Envalentonada por el anonimato, me volví otra vez, le puse las dos manos sobre los hombros y me incliné hacia adelante, ofreciéndole un buen panorama de mi pechera, realzada por el corsé. Cualquier observador habría pensado que nos conocíamos y que estábamos intercambiando bromas, pero cuando me acerqué a su oído, le susurré:
—¡Si supieras las cosas que me gustaría hacerte!
—¡Cuando quieras, muñeca! —murmuró él, haciéndome sentir su aliento caliente en la oreja.
«Entonces, así es como funciona», pensé, mientras ponía un dedo bajo el mentón de Jesse, erizado por una barba incipiente. Cuando le levanté la cara e hice que me mirara a los ojos, me pareció ver un destello en su expresión, como si me reconociera. Retrocedí rápidamente y él echó atrás la cabeza, riendo, encantado con el flirteo. ¿Quién era esa mujer descarada, capaz de comportarse de manera tan atrevida? Yo no, desde luego. ¡Pero sí que era yo! Y Jesse había colaborado en mi liberación.
Para entonces, todas las chicas habían bajado del escenario y estaban transportando al público a un auténtico delirio. Dos de ellas se fueron directamente hacia Jesse, cuya preciosa cara tenía una increíble expresión de deleite. De pronto, la chica con los rizos de tirabuzón le rodeó el cuello con su boa y, ante mis ojos, tiró de él hasta obligarlo a ponerse en pie. Entre los aullidos del público, lo arrastró hacia fuera y él la siguió feliz hasta la puerta, luciendo todo el tiempo una amplia sonrisa, como si fuera el hombre más afortunado de la sala. Yo había tenido mi oportunidad y no la había aprovechado. Sonreí y me despedí en silencio de mi adorable intruso.
Siguiendo a Angela, mi pareja artística, me adentré un poco más entre las mesas. Pero la perdí de vista detrás de una columna y, cuando la estaba buscando, crucé la mirada con otro entusiasta espectador, Pierre Castille, que estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, contemplándome con expresión divertida, al lado de uno de sus guardaespaldas. Ahí estaba mi elección. «¡Cuánto poder tienes cuando controlas completamente tu cuerpo!», pensé. Con las manos en las caderas, la barbilla inclinada hacia abajo y los hombros echados hacia adelante, me acerqué a Pierre Castille, andando al ritmo de la música. Reduje la distancia entre nosotros, recordando que yo era la chica del pelo rubio platino y el antifaz de gato. Veía moverse en su cuello su nuez de Adán. A un metro de distancia, me puse un dedo enguantado entre los dientes y me quité un guante de un tirón. Cuando se lo lancé, todo el público aulló. Después, me quité el otro y lo hice girar en el aire, por encima de mi cabeza. A pocos centímetros de Pierre, que para entonces estaba sonriendo, alargué el brazo y lo golpeé suavemente en la cara con el guante. Una vez, dos veces…
—Me han dicho que has sido malo, muy malo —le susurré, con la misma voz jadeante que había usado con Jesse.
—Te han dicho bien —respondió él.
Me miró con avidez y me agarró por la cintura, como si yo fuera suya. La vez que me había sacado de la sala en el papel de príncipe azul había sido un juego, una fantasía. Pero, en ese momento, su forma de agarrarme me pareció brutal y poco amable.
Angela se interpuso y le reprochó su actitud.
—No, no, nada de eso. Esta chica no le pertenece, señor. Recuérdelo.
Yo era el centro de todas las miradas, aunque la mayoría de las chicas ya habían vuelto a reunirse y volvían al escenario, contoneándose provocativamente. Rompí el hechizo dándole la espalda a Pierre y meneando el trasero ante él, con el mayor desdén, en honor del público. Por fin, los focos se apartaron de nosotros y volvieron a concentrarse en el escenario, ocasión que Pierre aprovechó para cogerme por los lazos del corsé, como si fueran una correa. Me acercó a él de un tirón y sentí su boca sobre mi oído.
—Creía que nunca volvería a verte, Cassie.
Mis ojos se abrieron como platos detrás del antifaz.
—¿Cómo…?
—La pulsera. He reconocido mi amuleto.
—Querrás decir
mi
amuleto —repliqué.
—Me gustabas más cuando eras morena —dijo.
Me volví. Mis pechos rozaron su torso. Encaramada en mis tacones, los ojos de ambos quedaban prácticamente a la misma altura. Sentí en mi interior una marea de sensual agresividad.
—Y a mí me gustabas más cuando eras mi príncipe azul —respondí.
Puede que llevara puesta una máscara, pero por fin estaba viendo a través de la suya. Mientras que la mía ocultaba unos cuantos temores e inseguridades, bajo la suya percibía una amenaza. Pierre usaba a las mujeres con un propósito y, cuando terminaba, las desechaba. Era un hombre perfecto para una noche de fantasía, pero, más allá de eso, no podía imaginar una vida a su lado.
—No te pertenezco —le susurré—. En todo caso, sería al contrario.
Justo cuando los focos volvieron a encontrarnos, Pierre me agarró por el corsé y me echó varias monedas por el escote. Lanzó algunas más a mis pies. Su gesto me desconcertó y me dejó helada. El público pareció indeciso, sin saber si aplaudir o abuchear a Pierre. Finalmente, los focos volvieron al escenario, donde las chicas estaban comenzando su número final.
—Suéltala —dijo una voz en la oscuridad—, o te parto la boca de un puñetazo.
Vi a contraluz la figura de alguien que se acercaba. Pero no necesitaba que ningún hombre viniera a rescatarme. Me sacudí para que Pierre me soltara el corsé y me choqué de espaldas contra Will Foret, que me apoyó una mano en la cintura, para que no me cayera.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, estoy bien —respondí. El número final de las chicas estaba a punto de acabar. Will se volvió hacia Pierre, que seguía apoyado contra la pared en actitud arrogante—. Esto no es un club de
strippers
, Pierre.
—Solamente intentaba darle a esta preciosa bailarina la recompensa adecuada —respondió Pierre, levantando las manos en señal de rendición.
—La agarraste por el traje. Eso no se puede hacer.
—No sabía que hubiera reglas, Will.
—Ése siempre ha sido tu problema, Pierre.
En ese instante estallaron los aplausos y todo el público se puso en pie para ovacionar a las chicas en el escenario.
Pierre se quitó el polvo de una manga, después de la otra, se estiró la chaqueta y me ofreció el brazo.
—Bueno, parece que la función ha terminado. ¿Nos vamos, Cassie?
Al oír mi nombre, Will se volvió hacia mí, boquiabierto. No pude distinguir si estaba impresionado o decepcionado.
—¿Cassie?
Me quité el antifaz.
—Hola —dije, alisándome el corsé—. Ya ves. Una sustitución de última hora.
Will se puso a tartamudear.
—Yo creía que… que… ¡Vaya, Cassie, estás increíble!
La paciencia de Pierre se estaba agotando.
—¿Podemos irnos ya?
—Sí —respondí. En ese momento, vi que los hombros de Will se encorvaban del mismo modo que en el baile, cuando Pierre hizo la oferta ganadora en la subasta. Me volví hacia Pierre, y añadí—: Tú puedes irte cuando quieras.
Di un paso hacia Will para dejar claro que había elegido.
—Es a ti —le susurré—. Te elijo a ti.
Vi cómo el gesto de Will se suavizaba en una relajada expresión de victoria, que culminó cuando deslizó su mano en la mía y me la apretó, en un gesto tan íntimo que casi me desmayé. No apartaba los ojos de los míos. Era evidente que el triunfo le sentaba bien.
Pierre se echó a reír y meneó la cabeza, como si Will no hubiera entendido algo importante.
—¿No dicen que los tipos buenos siempre son los últimos? —dijo Will, mirándome solamente a mí.
—¿Quién ha dicho que tú seas el bueno? —replicó Pierre.
Tras una larga mirada y una sonrisa arrogante, Pierre desapareció entre el público mientras su guardaespaldas intentaba no perderlo de vista. Me alegré de que se marchara.
—Salgamos de aquí —dijo Will, mientras me conducía entre la gente.
Cuando pasamos junto a la mesa de Matilda y Kit, las dos me saludaron sacudiendo las pulseras, y yo les devolví el gesto. Después me encontré con Angela, que volvía al escenario, y ella también se volvió y sacudió la pulsera; los amuletos brillaban a la luz de los focos.
—¡Eh, ella tiene la misma pulsera que tú! —exclamó Will.
—Así es.
Una mano me cogió por el brazo. Era una señora mayor, baja y regordeta, que llevaba puesta una camiseta turística con la leyenda: «Todo es mejor en Nueva Orleans.»
—¿Dónde puedo comprar una pulsera como ésa? —preguntó, o, mejor dicho, exigió saber. Tenía acento de Nueva Inglaterra: Massachusetts o Maine.
—Es un regalo de un amiga —respondí.
Pero, antes de que pudiera retirar la muñeca, la mujer atrapó uno de mis amuletos entre el índice y el pulgar.
—¡Tengo que comprarme una igual! —chilló.
—¡Esta pulsera no se compra! —le dije, soltándome de su mano—. Hay que ganársela.
Will me apartó de ella y me guió a través del atasco de gente que aún quedaba en la puerta. Fuera, en el aire fresco de la noche, me puso su abrigo sobre los hombros desnudos y me hizo apoyar la espalda contra el escaparate de The Three Muses, incapaz de esperar más tiempo para besarme. ¡Y vaya si me besó! Lo hizo profundamente, con todo su corazón, parando de vez en cuando, como para comprobar que efectivamente era yo la que estaba ante él, temblando entre sus brazos. Pero no temblaba de frío. Me estaba despertando y todo mi cuerpo se estremecía, porque él me estaba dando la vida. Una cosa es que te mire un hombre al que deseas, y otra muy distinta es sentir la mirada del hombre al que amas. Pero…
Tenía que preguntárselo, aunque no estaba segura de querer conocer la respuesta.
—Will… ¿Tracina y tú…?
—Se ha acabado. Hace tiempo que se ha acabado. Somos tú y yo, Cassie. Siempre tendríamos que haber sido tú y yo.
Dejamos que varios turistas nos adelantaran mientras asimilaba esa nueva y sorprendente información: «Tú y yo.» Anduvimos unos pasos más, y Will volvió a detenerse, esta vez para ponerme contra la pared de ladrillos rojos de The Praline Connection, donde un par de camareros arquearon las cejas con expresión de incredulidad. «¿Will Foret y Cassie Robichaud? —deberían estar pensando—. ¿Besándose? ¿En plena Frenchmen Street?»
Las manos de Will, su olor, su boca, el amor que veía en sus ojos… Todo me parecía perfecto. Lo quería, lo deseaba. Ya lo tenía en mi cabeza y en mi corazón, y ahora mi cuerpo también quería poseerlo. Cuando volvió a pararme en la calle y me cogió la cabeza entre sus tibias manos, mientras me miraba como buscando en mis ojos una respuesta a la pregunta que no había formulado, supe que había escuchado el «sí» que le dije sin palabras. Prácticamente hicimos corriendo los cincuenta metros que faltaban para llegar al café Rose, donde a Will le temblaban tanto las manos que se le cayeron dos veces las llaves antes de conseguir abrir la puerta.
¿Cómo era posible que estuviera más nervioso que yo? ¿Cómo era posible que yo no estuviera nerviosa?
Los pasos.
Desfilaron por mi mente en cascada. Por fin podía aceptar a ese hombre, al que me había resistido desde el principio. Sentía en mí el coraje, el arrojo, la generosidad y la seguridad que necesitaba para abrirle mi corazón. Confiaba en él y eso me llenaba de audacia para hacer frente a lo que nos deparara el futuro. También sentía una curiosidad irrefrenable por descubrir cómo sería ese hombre en la cama y cómo seríamos los dos juntos. Y un nuevo sentimiento avanzaba en mi interior: la
exuberancia
, la promesa definitiva del paso nueve. Con él me sentía exuberante, entusiasta. Éramos alegría en acción.
Entramos en el restaurante, trastabillando, riendo, besándonos y tropezando con los zapatos, que nos quitamos apresuradamente al subir la escalera, mientras él me desataba el corsé por la espalda y yo lo ayudaba a quitarse la camiseta, en una habitación que nunca más volvería a parecernos solitaria.
Will no era ni de lejos el amante tímido que yo había imaginado. Era feroz y a la vez tierno, y yo intenté ser como él. Lo atraje hacia mí, besándolo con pasión, para que no le cupiera la menor duda de mi deseo. Ese hombre era mío. De pie sobre mí, sin camisa, con sus preciosos brazos y su pecho a la vista, se quitó el cinturón y después lanzó los vaqueros y la ropa interior al otro extremo de la habitación.
—Mierda —murmuró entonces, al recordar algo.
Fue corriendo hacia los vaqueros desechados y los sacudió para hacer caer la cartera, que se puso a revolver hasta encontrar un condón. Mientras lo veía ponérselo, pensé que ningún otro hombre habría sido capaz de hacerlo con tanta rapidez como él. Volvió al colchón, se arrodilló y me separó las piernas. Sus ojos abarcaron todo mi cuerpo y entonces sacudió la cabeza, como si no hubiera podido imaginar un momento más perfecto. Se tendió sobre mí y me cubrió de besos, suaves primero y, después, cada vez más ardientes. Inició un recorrido deliciosamente lento desde el cuello, pasando por la clavícula, para, al final, detenerse en mis pechos. Su barba incipiente me hacía cosquillas en el vientre y él se paraba cada pocos centímetros para mirarme a los ojos, buscando mi mirada, para que le suplicara que continuase. «Estoy haciendo el amor con Will Foret, mi jefe, mi amigo, mi hombre», pensaba yo sin parar.