Mientras me besaba el costado del cuello, me susurró:
—No hemos hecho más que empezar.
Me separó las piernas y me levantó uno de los muslos por encima de los suyos, hasta que nuestros cuerpos formaron una S entrelazada. Sentí que sus manos exploraban mi espalda y después se adentraban por una parte completamente nueva. Primero fue sólo un dedo, y al principio fue doloroso, pero el dolor no tardó en desaparecer para dejar en su lugar una deliciosa sensación de plenitud. Sentí que el estómago se me encogía con la misma emoción que al lanzarme con los esquís por el borde de la montaña. Después me penetró por detrás, pero no de la forma que yo esperaba. La sensación fue intensa y casi insoportablemente placentera. Me apretó con fuerza contra su cuerpo.
—¿Te gusta? ¿Estás bien? —me susurraba tiernamente, mientras me apartaba el pelo mojado de la cara y el cuello.
—Sí —respondí—. Es tan… Duele un poco, pero me gusta.
—Puedo parar cuando quieras. ¿Estás segura de que quieres que siga?
Volví a asentir, porque era cierto que quería que siguiera. ¡Lo que estábamos haciendo era tan excitante y tan íntimo! Me agarré a las sábanas y tiré de él hacia mí, mientras la sensación de plenitud daba paso a una oleada de intenso placer que me recorrió todo el cuerpo. Aquello era algo que ni en un millón de años habría soñado que querría probar, y, sin embargo, ahí estaba yo, gimiendo «¡sí, sí, sí!» a medida que él me penetraba cada vez más profundamente, centímetro a centímetro, mientras movía una mano debajo de mí, consiguiendo que estuviera cada vez más mojada. Llegué al orgasmo empujando mi espalda contra su vientre, en una marea de placer imposible de controlar. Sentí que necesitaba esa clase de estallido, en ese lugar, en esa habitación, en esa cama, con ese hombre que parecía estar ahí solamente para hacerme vivir esa experiencia.
—Voy a correrme. Vas a hacer que me corra —dijo él, abarcando mi sexo con una mano e inclinándome todavía más hacia adelante, mientras me mordía suavemente el hombro y me acariciaba los pechos con la otra mano.
Cuando terminó, se retiró con suavidad y los dos caímos rendidos de espaldas. Él apoyó una mano sobre mi vientre. Y fijamos nuestra mirada en las molduras del techo, que ninguno de los dos había visto hasta ese momento.
—Ha sido muy… fuerte —dijo.
—Lo sé —contesté, intentando todavía recuperar el ritmo de la respiración.
Había hecho algo nuevo y había sido emocionante, pero empezaba a sentirme un poco vulnerable. El hombre que estaba a mi lado no era de S.E.C.R.E.T. Yo no había aceptado ningún paso, sino que me había lanzado sin red a un terreno completamente desconocido. Theo debió de notar el cambio en mi estado de ánimo.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí. Es sólo que… Nunca había hecho esto antes. No suelo irme a la cama con desconocidos —dije.
Aunque todos los hombres de S.E.C.R.E.T. eran desconocidos para mí, técnicamente no lo eran, porque las mujeres de S.E.C.R.E.T. los conocían.
—¿Y qué si lo hicieras? ¿Acaso es un crimen?
—Supongo que nunca me he considerado ese tipo de mujer.
—Ese tipo de mujer es valiente y atrevida, como tú.
—¿De verdad? ¿Me consideras valiente y atrevida?
—Claro que sí —dijo, abrazándome con tanta ternura que resultaba extraño pensar que apenas nos conocíamos.
Alargó la mano para buscar el mullido edredón y lo puso sobre nosotros y a nuestro alrededor.
Cuando me desperté, seis horas más tarde, se había marchado. Curiosamente, no me importó. Estaba muy feliz de haber pasado esos momentos con él, pero no sentí ninguna pérdida. Aunque era dulce y encantador, prefería disfrutar sola de mis últimos días en Whistler. Aun así, me gustó encontrar una nota suya en el tocador del baño: «Cassie, eres encantadora. ¡Y yo voy a llegar tarde al trabajo! Pero sabes dónde encontrarme.
À bientôt
. Theo.»
Matilda admiraba mis fotos, sentada en la antigua cochera de la Mansión, mientras yo parloteaba sobre lo emocionante que había sido bajar otra vez por las cuestas nevadas. Cuando le estaba hablando de las pistas de Blackcomb Mountain, donde había pasado el último día, Danica entró a traernos un café.
—¡Qué chico tan mono! —exclamó, al ver la foto que Marcel nos había hecho a Theo y a mí mientras tomábamos la
fondue
, y en seguida se marchó, dejándome otra vez a solas con Matilda.
Cuando le conté la experiencia con Theo, pareció encantada. Me preguntó cómo nos habíamos conocido, qué me había dicho y qué le había respondido yo. Después le hablé de… lo que habíamos hecho.
—¿Disfrutaste? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Lo haría de nuevo…, tal vez. Con el hombre adecuado. Con alguien en quien pudiera confiar.
—Cassie, tengo algo para ti —dijo, mientras abría un cajón del escritorio y sacaba una cajita de madera.
Cuando la abrió, vi el amuleto del paso ocho, deslumbrante sobre una base de terciopelo negro.
—Pero… Yo creía que era un tipo cualquiera, y no un participante.
—Da lo mismo que Theo formara parte de nuestra sociedad o no.
—No lo entiendo.
—Este paso es el del
arrojo
, que es diferente del coraje, porque requiere que corras riesgos sin pararte a pensar. Te hace lanzarte al peligro y conseguir lo que quieres. Así pues, es irrelevante que Theo formara parte de S.E.C.R.E.T. o no. Te has ganado este amuleto.
Lo saqué de la caja, le di unas vueltas en la mano y después lo enganché en su sitio, en la pulsera. Sacudí un poco la muñeca para admirar los amuletos relucientes. Así pues, ¿Theo era un desconocido que se había acercado a mí por casualidad? ¿O formaba parte de S.E.C.R.E.T.? No podía saberlo. Pero quizá Matilda tuviera razón. No importaba.
—Me permitiré creer que Theo simplemente se sintió atraído por mí —dije—, aunque todavía tengo mis dudas.
—Muy bien, Cassie. Ya no eres una espectadora de historias ajenas. Ahora, querida mía, eres la protagonista.
Durante las semanas previas al carnaval, toda la ciudad de Nueva Orleans parece una novia ocupada en los preparativos para su gran día. Aunque las festividades se repiten todos los años, es como si cada carnaval, cada año, fuera el último y el mejor de todos los tiempos.
Cuando me mudé a la ciudad, me fascinaron las
krewes
, cofradías antiguas o recientes que organizan bailes de carnaval y construyen carros alegóricos para los desfiles. Al principio me preguntaba cómo era posible que la gente estuviera dispuesta a dedicar gran parte de su tiempo libre a coser trajes y pegar lentejuelas. Pero después de vivir unos años en la ciudad, empecé a comprender la naturaleza fatalista del habitante de Nueva Orleans, que vive y ama con intensidad el presente.
Aunque hubiera querido ingresar en una cofradía, no habría podido. Muchas de las más antiguas, con nombres como Proteus, Rex y Bacchus, son inaccesibles para cualquiera que no tenga un rancio abolengo en el Bayou. Pero hacia el final de mi experiencia con S.E.C.R.E.T., empecé a sentir una fuerte necesidad de pertenecer a alguien o a algo, impulso que después de todo es el único antídoto contra la soledad. Empezaba a darme cuenta de que la melancolía no era tan romántica como algunos creían y de que podía considerarse, en realidad, otra forma de llamar a la depresión.
En el mes anterior al carnaval me resultaba imposible recorrer las calles de Marigny o de Tremé, y menos aún del French Quarter, sin sentir envidia por los grupos de costura reunidos en los porches, que cosían a mano trajes resplandecientes, pegaban lentejuelas en complicadas máscaras o construían vertiginosos tocados de plumas. Algunas noches salía a dar una vuelta por el Warehouse District y entonces adivinaba, a través de una grieta en una puerta, a grupos de pintores armados de aerosoles, con las caras protegidas por máscaras, dando los toques finales a carros multicolores. Viéndolos, era capaz de imaginar su felicidad.
Pero había un acontecimiento que todos los años me llenaba el corazón de terror: el espectáculo anual de Les Filles de Frenchmen, organizado por las camareras de los bares y restaurantes de Marigny. Era un espectáculo de cabaret con el que nuestro barrio celebraba el carnaval, y Tracina era una de sus principales organizadoras. Todos los años me preguntaba si quería participar, y todos los años me negaba rotundamente. Will permitía que Les Filles de Frenchmen ensayaran sus bailes en la segunda planta del café, y siempre acababa diciendo que, si veinte chicas podían zapatear en el piso de arriba sin que las tablas del suelo cedieran, entonces era evidente que veinte clientes podían cenar en él tranquilamente sentados sin que ello supusiera ningún problema.
Esta vez Tracina no sólo no me preguntó si quería participar, sino que ella misma renunció a formar parte del espectáculo, aduciendo obligaciones familiares. Will me contó que el trastorno de su hermano se estaba volviendo más complicado a medida que se aproximaba la adolescencia, y yo me prometí tenerlo presente cada vez que pensara en criticarla.
Me sorprendió que fuera Will quien viniera a animarme a participar con las
filles
.
—¡Vamos, Cassie! Si no lo haces tú, ¿quién va a representar al café Rose en la función?
—Dell. Tiene unas piernas preciosas —dije, rehuyendo su mirada mientras limpiaba la cafetera.
—Pero…
—No. Es mi respuesta definitiva.
Y, como para subrayar mi determinación, vacié en la basura la bandeja de envases de leche vacíos.
—Cobarde —bromeó Will.
—Sepa usted, señor Foret, que este año he hecho un par de cosas que le pondrían a usted los pelos de punta. Pero conozco los límites de mi coraje. Y dentro de esos límites no está el sacudir las tetas delante de un montón de borrachos.
La noche del espectáculo, tuve que quedarme a cerrar el café en lugar de Tracina por segunda vez esa semana. A las ocho en punto, mientras ponía las sillas sobre las mesas para fregar el suelo, oí que en el piso de arriba las bailarinas ensayaban por última vez su número. Era como tener sobre la cabeza una docena de ponis sueltos. Oí cómo cada una de las
filles
ensayaba su número individual delante del grupo, entre estruendosas risas, aullidos y silbidos. Entonces volví a experimentar aquellos sentimientos tan familiares de soledad e inferioridad, y pensé que yo haría el ridículo si alguna vez intentaba algo semejante. Con treinta y cinco años, a punto de cumplir los treinta y seis, habría sido la bailarina más vieja, después de Steamboat Betty y de Kit DeMarco. Kit atendía la barra en El Gato Manchado, y, a los cuarenta y uno, todavía se permitía llevar un corte de pelo masculino teñido de azul y vestir vaqueros rotos. Steamboat Betty vendía cigarrillos en Snug Harbor y actuaba siempre con el mismo traje, que se ponía todos los años desde hacía treinta y seis, y que aún le quedaba (relativamente) bien. Pero aunque me hubiera animado, jamás habría podido bailar al lado de Angela Rejean, una escultural diosa haitiana que trabajaba de camarera en La Maison y era cantante de jazz en sus ratos libres. Su cuerpo era tan perfecto que ni siquiera podía envidiarla.
Después de acabar con mi parte del trabajo fui al piso de arriba para dejarle las llaves a Kit, que se había comprometido a cerrar cuando terminaran. La función empezaba después de las diez y las chicas tenían pensado ensayar hasta el último minuto. Yo quería irme a casa para ducharme antes de volver para ver el espectáculo. Creía que Will asistiría a la función, pero antes, cuando le había preguntado si pensaba ir con Tracina, se había limitado a encogerse de hombros.
En lo alto de la escalera me encontré con una chica nueva, una rubia con tirabuzones, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y con un espejo en la mano. Se estaba poniendo unas pestañas postizas con precisión de experta. No pude distinguir si su pelo era auténtico o una peluca, pero resultaba fascinante. A su alrededor había una docena de chicas más, algunas con más ropa que otras, sentadas o de pie, todas preparándose para la gran noche, con los abrigos apilados sobre el viejo colchón que Will había puesto en el suelo y en el que dormía de vez en cuando. Aparte del colchón, el único mobiliario del piso de arriba era una vieja y rota silla de madera, en la que en ocasiones encontraba a Will perdido en sus pensamientos, con la barbilla apoyada en el respaldo. El espacio, amplio y vacío, resultaba perfecto para los ensayos. Además, cerrábamos temprano, estábamos a tan sólo unas puertas de distancia del Blue Nile, que era el lugar donde todos los años se celebraba el gran acontecimiento, y el baño de la segunda planta era nuevo, aunque todavía no tenía puerta. Varias mujeres, una de ellas con los pechos descubiertos, se agolpaban alrededor del espejo del baño, turnándose para maquillarse. Por todas partes había tenacillas para rizar o alisar el pelo enchufadas a la corriente. Los trajes multicolores, las boas de plumas y las máscaras ponían un toque festivo en un ambiente habitualmente gris.
Encontré a Kit, con medias de red y sujetador sin tirantes, ensayando una secuencia de claqué delante de su traje, que, como si fuera una obra de arte, colgaba de la pared de ladrillo visto. Lo había encargado especialmente para la ocasión. El corsé era de encaje blanco sobre fondo negro de satén, con ribete rosa festoneado en torno al atrevido escote. Los lazos de la espalda también eran de color rosa. Alargué la mano para tocarlo y me estremecí cuando rocé el satén con las yemas de los dedos, porque volvieron a mí los recuerdos de la noche en que me habían vendado los ojos. Me sentía incapaz de hacer lo que Kit y el resto de las chicas estaban a punto de hacer delante de una sala llena de gente…, salvo que fuera con los ojos vendados.
—Cassie, no olvides darle las gracias a Will por dejarnos ensayar después del cierre. Te devolveré las llaves en el Blue Nile —dijo, sin perder el ritmo—. Vendrás esta noche, ¿verdad?
—Nunca me pierdo la función.
—Deberías bailar con nosotras algún año, Cassie —gritó Angela, que estaba entre el grupo de chicas congregadas en el baño.
Me sentí halagada por su atención, pero respondí:
—Haría el ridículo.
—¡Ésa es la gracia! Así queda más sexy —canturreó.
Las otras mujeres rieron y asintieron mientras Kit meneaba el trasero para mí.
—¿Es normal que una lesbiana se vista así? —me preguntó, en tono de broma.
Cuando había salido del armario, un par de años antes, el único en sorprenderse había sido Will.