—No es que sea malo —me dijo Matilda—. Es un hombre generoso e inteligente. Pero puede ser peligroso para cualquier mujer que lo crea capaz de ir más lejos de lo que él puede llegar.
—Si Pierre es peligroso, ¿por qué le pediste que participara?
—Porque era perfecto para esa fantasía en particular. Me alegré mucho cuando me llamó y dijo que sí, después de verte en Halo. Hace años que intentamos reclutarlo. Además, estaba segura de que no te decepcionaría. ¿No era ésa la fantasía que querías vivir?
—Sí, pero…
—Nada de peros.
Asentí, al borde del llanto.
«No, no tengo que llorar —pensé—. No hay razón para el llanto. No ha sido más que una aventura de una noche. Un poco de sexo (fantástico, eso sí), pero nada más.» Sin embargo, empezaron a correr las lágrimas.
—Quizá no esté hecha para este tipo de cosas —dije, sorbiéndome la nariz.
Miré a mi alrededor, para ver si alguno de los hombres que estaban en el Tracey’s viendo un partido por televisión o comiendo bocadillos de gambas había notado que estaba llorando. Pero no, ninguno me había visto.
—Tonterías —dijo Matilda, mientras me tendía un pañuelo de papel—. Tus sentimientos son normales. Pierre es un hombre poderoso que fascinaría a cualquier mujer. Si quieres que te sea sincera, por un momento deseé que no participara, porque en el fondo sabía que de algún modo te cautivaría. Pero, Cassie, es muy importante que recuerdes que esto es una fantasía. Los hombres que participan no son necesariamente los más adecuados para formar pareja contigo en la vida real. Disfruta del momento y vívelo a fondo, pero no te aferres a él. Deja que pase.
Asentí y me soné la nariz.
Unas semanas después, el invierno cubrió la ciudad con una helada inesperada. Salí a la calle y cerré detrás de mí la puerta del hotel de las solteronas. El aire era gélido. Quería salir un momento a correr, antes de ir a trabajar, sorprendida una vez más de que hubiera invierno en Nueva Orleans. Y ese año ni siquiera estaba siendo benigno. Hacía un frío espantoso, de los que se te meten en los huesos y te hacen anhelar un buen baño caliente. Yo llevaba gorra, guantes y ropa interior térmica, pero tuve que correr varios cientos de metros antes de entrar en calor.
Bajé por Mandeville Street hasta Decatur y giré a la derecha hacia el French Market, evitando el frente marítimo y la zona del puerto, para no acordarme de Pierre, que era el propietario de la inmensa mayoría de los terrenos. Me pregunté qué pensaría hacer con todas esas parcelas desiertas. ¿Construir bloques de viviendas? ¿Centros comerciales? ¿Otro casino? Will ya estaba refunfuñando porque, según él, Marigny se estaba poniendo demasiado de moda. Decía que Frenchmen Street estaba sufriendo una invasión del turismo «malo», el que no sabe apreciar la música ni la gastronomía, compra sombreritos cursis, bebe en vasos de plástico e intenta regatear con los joyeros artesanos del mercadillo.
Cuando pasé por delante, vi que había una larga cola en el Café du Monde. Aunque era una importante atracción turística y los habitantes de Nueva Orleans casi nunca lo frecuentaban, a mí me gustaba terminar allí mis carreras por la ciudad porque hacían un café buenísimo. Pero, nunca pedía uno de sus famosos bollos. Como decía Will, ¿qué sentido tenía pasar cuarenta minutos corriendo si después ibas a devorar una montaña de mantequilla y azúcar? ¡Dios! Entre Will y Pierre siempre tenía alguna voz masculina resonándome en la cabeza. Tenía que dejar de pensar en ellos.
Cuando volví a casa después de la carrera, me sorprendió encontrar el portal abierto y me alarmé al ver a Anna en el vestíbulo del hotel de las solteronas curioseando el contenido de una caja grande, envuelta en papel marrón de embalaje.
—Oh, Cassie, lo siento mucho —dijo, con la expresión de una ladrona sorprendida in fraganti—. Abrí por accidente tu paquete. Firmé el recibo creyendo que era para mí. Me estoy haciendo vieja. Y cada vez veo menos… Pero es un abrigo precioso. ¡Y los zapatos! ¿No es un poco pronto para que te manden un regalo de Navidad?
Le arrebaté del regazo la caja, que pesaba bastante, y me puse a examinar su contenido. Dentro encontré un abrigo largo de pelo de camello con un sencillo cinturón y, a su lado, un par de zapatos negros Christian Louboutin con tacones de diez centímetros. Noté que Anna había abierto la caja, pero no la tarjeta pegada al exterior con cinta adhesiva. ¡Gracias a Dios!
—Es un regalo, Anna —le respondí, tratando de disimular la irritación que me causaba su fisgoneo.
No había sido un accidente. Estaba cada vez más intrigada por mis idas y venidas, y por las frecuentes apariciones de la limusina, que para ella se habían convertido en motivo de preocupación.
Además del abrigo y de los zapatos, en la caja había una bolsita negra de terciopelo cerrada con una cuerda. Anna la vio al mismo tiempo que yo.
—¿Qué hay ahí? —preguntó, señalándola.
—Guantes —respondí, y en seguida inventé una mentira acerca de un tipo que había conocido en el trabajo y con el que había salido un par de veces. Le dije que me estaba haciendo la corte con muchísima insistencia y añadí con fingido disgusto—: ¡Ojalá dejara de regalarme todas estas cosas! Es demasiado pronto.
—¡Tonterías! —dijo ella—. Aprovéchalo mientras puedas.
Cuando llegué a mi apartamento, abrí la tarjeta adherida a la caja. «Paso siete:
curiosidad
.» «¡Qué oportuno!», pensé. Anna habría superado la prueba con honores. A continuación, abrí la bolsita de terciopelo. Si mi vecina hubiese visto lo que había dentro, se habría desmayado.
Al día siguiente, nada más ponerse el sol, la limusina se adentró por el sendero en forma de U y me dejó directamente delante de la Mansión. En mi visita anterior, la limusina se había detenido delante de una puerta lateral. Esta vez, el vehículo me dejó en la majestuosa entrada principal. Ya estaba acostumbrada a esperar a que el chófer se bajara para abrirme la puerta, algo que para una sencilla chica de Michigan era toda una novedad, y él lo hizo una vez más. Pisé el empedrado con mis tacones, que para mi sorpresa resultaron bastante cómodos, quizá porque habían costado una pequeña fortuna. Cuando levanté la vista para contemplar la casa, vi que cada habitación estaba iluminada con el mismo fulgor anaranjado, como si me estuviera esperando para volver a la vida. Un frío me mordió los tobillos desnudos y me alegré de que el abrigo largo me cubriera el resto del cuerpo.
Subí lentamente la amplia escalinata de mármol que conducía a la doble puerta, con el estómago encogido ante la idea de lo que traería consigo la fantasía de la noche. Esperaba haber adquirido suficiente audacia, confianza y seguridad en mí misma en los pasos anteriores para hacer frente al siguiente. Porque, según Matilda, ésas eran las cualidades que iba a necesitar. Además, me hacía falta una experiencia gratificante y embriagadora que me ayudara a quitarme a Pierre de la cabeza y a Will del corazón. Sentí en el bolsillo la bolsita de terciopelo. Tenía la sensación de que esa noche iba a conseguir mis dos propósitos.
Di dos golpes en la puerta y Claudette me recibió en el vestíbulo como si fuera una vieja conocida, pero sin llegar a la intimidad que suele establecerse entre amigas.
—Espero que el trayecto hasta aquí haya sido agradable.
—Siempre lo es —respondí, mirando la impresionante entrada, y en particular la espléndida curva de la escalera.
Me alegré de que la sala estuviera tenuemente iluminada y de que el ambiente fuera cálido, casi caluroso. El calor provenía de una salita situada a mi izquierda, donde ardía un gran fuego en una chimenea. Observé la balaustrada dorada y la gruesa alfombra roja que subía por el centro de la escalera. Las losas del suelo, blancas y negras, formaban una espiral que rodeaba un gran escudo de armas grabado en el centro. Su dibujo representaba un sauce a cuya sombra había tres mujeres desnudas, de pie, cada una con diferente color de piel (una blanca, una más morena y una negra). Debajo había una inscripción:
Nihil judicii. Nihil limitis. Nihil verecundiae
.
—¿Qué significa? —le pregunté a Claudette.
—Es nuestro lema: «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza.»
—Ah.
—¿Has traído eso? —me preguntó.
No especificó qué era «eso», pero yo respondí que sí mientras sacaba del bolsillo la bolsa de terciopelo y se la entregaba.
—Ya es hora —dijo, cogiendo la bolsa de mis manos y colocándose detrás de mí. Oí que soltaba la cuerda para abrirla. Unos segundos después me estaba ajustando una venda de satén negro sobre los ojos—. ¿Ves algo?
—No.
Era cierto. No veía nada más que negrura. Sentí en los hombros las manos de Claudette, que me quitó el abrigo. Y, antes de poder preguntarle qué debía hacer a continuación, oí que se marchaba con pasos suaves.
Me quedé allí varios minutos, casi sin moverme. Los únicos sonidos que oía eran el crepitar del fuego, el golpe seco de mis tacones cada vez que desplazaba nerviosamente el peso del cuerpo de una pierna a la otra, y el tintineo de mi pulsera cuando movía el brazo. Me alegré de que la habitación estuviera bien caldeada, porque, aparte de los tacones y la venda en los ojos, no llevaba puesto nada más. La tarjeta del paso especificaba con claridad que debía llevar la bolsa de terciopelo en el bolsillo y llegar a la Mansión ataviada sólo con el abrigo de pelo de camello y los zapatos de tacón. Esperé durante un tiempo que me pareció eterno, desnuda y con los ojos vendados, esperando a que comenzara la fantasía.
Al cabo de un rato noté que, en ausencia de la vista, mis otros sentidos se agudizaban. De repente, tuve el convencimiento de que había alguien conmigo en el vestíbulo, aunque no había oído entrar a nadie. Simplemente, percibía una presencia, y la sensación resultaba estremecedora.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté—. Por favor, si estás ahí, di algo.
No hubo respuesta, pero unos segundos después oí una respiración.
—Sé que estás ahí —dije. Pese al calor intenso, el nerviosismo me hacía tiritar—. ¿Qué quieres que haga?
Oí que un hombre se aclaraba la garganta, lo que me sobresaltó.
—¿Quién eres? —pregunté, quizá en un tono excesivamente alto. Tenía los ojos vendados, pero no estaba sorda. Sin embargo, mi voz parecía proyectarse con más fuerza que de costumbre.
—Gira noventa grados a la izquierda —dijo la voz—. Camina cinco pasos y párate.
El timbre era sumamente sexy. Podía pertenecer a un hombre un poco mayor, quizá a alguien acostumbrado a mandar. Obedecí, sintiendo que me dirigía hacia su voz.
—Pon las manos por delante.
Así lo hice.
—Ahora, sigue caminando hasta que me toques.
Había algo en la languidez de su voz que me impulsaba a avanzar. Di un paso y después otro más, con cautela, consciente de lo mucho que puede afectar la ceguera al sentido del equilibrio. Estiré los brazos hasta que mis manos tocaron un cuerpo tibio y musculado. Aunque no tuve valor para dejar que se deslizaran hacia abajo, tuve la sensación de que él también estaba desnudo, y me di cuenta de que era alto, con el tórax ancho y fuerte.
—Cassie, ¿aceptas el paso?
Su voz era como humo líquido y sus eses se enroscaban sinuosas alrededor de las vocales.
—Sí —contesté, quizá con demasiado entusiasmo, y empecé a explorar los costados de su esbelto torso para después subir por su vientre hasta las clavículas.
Me di cuenta de que mi timidez había desaparecido, se había esfumado, o tal vez la había dejado en Halo, o en las aguas del golfo, o quizá en el asiento trasero de una limusina. No lo sabía, no lo recordaba y tampoco me importaba.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Eso no importa, Cassie. ¿Me dejas?
—¿Qué?
—Que te toque la piel.
Dejé caer las manos a los lados, más dispuesta que nunca a someterme a sus deseos. Asentí con la cabeza mientras él se acercaba a mí y me rozaba los pezones, que ya estaban respondiendo. Movió las manos lentamente por mis pechos, con maestría, y al final agarró uno y lo abarcó con la boca, fresca y húmeda, mientras me rodeaba el talle con el otro brazo y me apoyaba la mano en las nalgas, que atrajo hacia sí, para que nuestros cuerpos se unieran piel contra piel. Sentí su erección contra el muslo. Su mano se deslizó por detrás de mí y me acarició la espalda. Yo ya estaba mojada.
Recordé que al principio mi cuerpo tardaba un tiempo en responder, pero últimamente mi pasión era instantánea. Sentí que lo deseaba. Pero no a él. ¿Cómo podía desearlo a él, a un hombre que ni siquiera conocía? Deseaba eso que estaba viviendo. Lo deseaba todo. En ese momento empecé a entender a qué se refería Matilda cuando me había dicho que, si era capaz de recuperar mi cuerpo, entonces podría quitarme a Pierre de la cabeza. Después, tan rápidamente como había empezado, el hombre me retiró su cálido abrazo y yo estuve a punto de caerme de mis tacones.
—¿Dónde estás? —pregunté, buscando a tientas en el aire a mi alrededor—. ¿Adónde te has ido?
—Sigue mi voz, Cassie.
Venía del otro lado del vestíbulo. Me volví para seguirla. Nos estábamos apartando del fuego, lejos de la calidez de la salita, hacia otra habitación, una sala diferente.
—Muy bien. Un paso tras otro —susurró él—. No tienes idea de lo sexy que estás vestida tan sólo con esos tacones.
Sus palabras me estaban haciendo sentir cada vez más caliente y mojada. Me acerqué cautelosamente a su voz, con los brazos tendidos hacia adelante. De pronto sentí el calor de otro fuego frente a mi cuerpo y estuve a punto de tropezar con el borde de una alfombra.
—Hay una silla delante de ti, a tu derecha. Dos pasos más.
Mis dedos se toparon con una silla de madera, de respaldo alto, que me pareció una especie de trono. Me senté en un cojín de seda cruda, preocupada por el aspecto que debía de tener mi vientre en esa posición. Junté las piernas y apreté las rodillas. «Déjate ir, Cassie —me dije—. Ahora no es el momento de pensar.» Me concentré en el tacto de la seda bajo mis nalgas, que era maravilloso, y empecé a acariciar la tela con las manos. Mientras tanto, noté que él se movía por la habitación hasta situarse justo detrás de mí.
Sentí cómo sus manos, grandes y calientes, me acariciaban los hombros. Las deslizó hasta mi cuello. Me sostuvo la nuca con una mientras con la otra iba a buscar algo que estaba frente a nosotros. El borde de una copa de cristal me rozó los labios y entonces percibí el cálido aroma del vino tinto.