—Eres el típico hetero —le había dicho Tracina, meneando la cabeza—. Cuando ves que una chica se pone ropa sexy, supones que lo hace para atraer a los hombres.
Kit se vestía de una forma mucho más sexy desde que había salido del armario y tenía novia oficial. Esa noche se había pintado un lunar cerca de la boca y se había puesto unas pestañas postizas y el pintalabios más rojo que yo había visto en mi vida. Llevaba el pelo azul un poco más largo, en una melena corta muy atractiva. Aun así, su exagerada feminidad contrastaba con sus sempiternas botas de vaquero y con las muñequeras negras que siempre llevaba puestas.
—Puede que el año próximo me una a vosotras, Kit —dije, con la remota intención de cumplir mi palabra.
—¿Lo prometes?
—No —dije riendo.
Les deseé buena suerte a las chicas y bajé la escalera, pero, al llegar abajo, me di cuenta de que se me había olvidado darle las llaves a Kit. Cuando me volví para subir corriendo, me di de bruces con ella, que bajaba a toda prisa probablemente porque también se había acordado de las llaves. Al chocar, perdió el equilibrio, bajó resbalando los cinco últimos peldaños y cayó de culo en el duro suelo de baldosas. Yo, por fortuna, iba calzada con zapatillas de deporte.
—¡Kit!
—Mierda —gruñó ella, girando para ponerse de lado.
—¿Estás bien?
—Creo que me he roto el trasero.
Bajé los últimos peldaños y me acerqué a ella.
—¡Oh, no! ¡Lo siento mucho! Deja que te ayude.
Para entonces, Angela, calzada con tacones de doce centímetros, bajaba cautelosamente la escalera, con una boa rosa en torno a los hombros y las muñecas.
Kit estaba totalmente inmóvil.
—¡No me mováis! ¡Ay, ay! Esto tiene mala pinta. No es el trasero. Es el hueso del sacro.
—¡Dios mío! —exclamó Angela, mientras se agachaba a su lado—. ¿Puedes sentarte? ¿Sientes las piernas? ¿Ves doble? ¿Recuerdas mi nombre? ¿Quién es el presidente? ¿Quieres que pida una ambulancia?
Sin esperar respuesta, Angela se dirigió con paso inseguro hacia el teléfono de la cocina. En el suelo, Kit intentó incorporarse, hizo una mueca de dolor y volvió a tumbarse.
—Cassie —susurró.
Andando a gatas, me acerqué un poco más.
—¿Qué te pasa, Kit?
—Cassie…, este suelo… está muy sucio.
—Lo sé —dije—. Disculpa.
Estaba a punto de cogerle la mano para consolarla cuando advertí que en la caída se le había desplazado una de las muñequeras, dejando al descubierto parte de una reluciente pulsera de oro, ¡una pulsera de S.E.C.R.E.T.! ¡Llena de amuletos!
Nos cruzamos una mirada.
—¿Qué…?
—Tengo el culo perfectamente bien, Cassie. Y una cosa más… —murmuró, mientras me agarraba por la pechera para acercarme un poco más a ella. Me incliné hacia su boca cubierta de pintalabios—. ¿Aceptas… el último paso?
—¿Qué? ¿Contigo? No me malinterpretes. Eres adorable y muy simpática, Kit, pero…
Una sonrisa le iluminó la cara mientras se sentaba.
—Tranquila. Yo no voy a participar. Pero me han pedido que te dé un empujoncito. Ya casi has llegado, muchacha, y no es el momento de echarte atrás. ¡Ahora es cuando las cosas van a ponerse divertidas de verdad!
Cuando oímos que Angela volvía de la cocina, Kit volvió a desplomarse en el suelo y a lanzar gemidos de falso dolor.
—Tenemos un problema —dijo Angela, con las manos en las caderas.
—Ya lo sé. ¿Quién va a bailar en mi lugar? —preguntó Kit, con un brazo dramáticamente cruzado sobre los ojos—. ¿A quién se lo podríamos pedir con tan poca antelación?
—No lo sé —respondió Angela.
¿Ella también estaría confabulada?
—¿A qué chica conocemos que esté libre esta noche? ¿Y que sea mona? ¿Y que tenga mi talla, para que pueda ponerse mi traje? —preguntó Kit.
—Me lo pones muy difícil —respondió Angela, sin quitarme de encima una mirada maliciosa.
Yo conocía a Kit desde hacía años, pero pensaba que siempre había sido así: dinámica, fuerte, segura de sí misma… Sin embargo, si estaba en S.E.C.R.E.T. era porque debía de haber pasado por una época de grandes dudas y temores. Aunque era evidente que lo había superado. Angela, por su parte, era un asombroso ejemplo de perfección física, si es que tal cosa existía. Sin embargo, sabiendo lo que yo sabía acerca de S.E.C.R.E.T. y del modo en que elegían a sus participantes, ¿por qué me sorprendí tanto cuando la boa se le resbaló de las muñecas y vi que también llevaba puesta una pulsera?
—Muy bien —dijo Angela, tendiéndome la mano para ayudarme a que me levantara desde donde estaba, agachada al lado de Kit—. Sube esa escalera, muchacha. Tienes unos pasos que aprender.
—Pero… esas pulseras… ¿Las dos sois…?
—Ya tendrás tiempo de hacer preguntas más adelante. ¡Ahora tienes que bailar! —exclamó, chasqueando los dedos como una profesora de baile.
—A propósito, ¿dónde está tu pulsera? —preguntó Kit, sacudiéndose el polvo del suelo. Seguía vestida únicamente con el sujetador sin tirantes y la ropa interior, por lo que varios transeúntes perdidos se detuvieron un momento para echar un vistazo al interior del café Rose.
—En mi bolso —respondí.
—Bueno, eso será lo primero que te pongas. Lo siguiente será mi traje.
Tragué saliva.
Angela me hizo dar la vuelta sobre mí misma y me empujó escaleras arriba. Cuando anunció al resto de las chicas que yo iba a ocupar el lugar de Kit en el espectáculo, pensé que la reacción sería de decepción o de impaciencia. Después de todo, conmigo la calidad de la coreografía sufriría bastante. Sin embargo, no hubo más que aplausos y silbidos de entusiasmo. Me colocaron en la fila de las coristas y, poco a poco y con mucha gentileza, me enseñaron los primeros pasos del número. Kit, con el trasero milagrosamente curado, se convirtió en la coreógrafa improvisada, contando los pasos y marcando el ritmo, todavía en ropa interior. Era como la fiesta adolescente a la que nunca me habían invitado, pero con trajes de coristas. Cuando me equivocaba, nadie me regañaba. Se echaban a reír y me hacían sentir que mis esfuerzos de aficionada enternecerían al público, aunque rebajara la calidad del espectáculo. Lo cierto fue que su generosidad, su apoyo incondicional y su aliento me llenaron los ojos de lágrimas, que tuve mucho cuidado en no derramar, porque de lo contrario se me habrían corrido las seis capas de rímel que me había aplicado Angela. Gracias a la ayuda de las chicas, conseguí superar una parte de mi miedo. Sólo una parte.
Después de dos horas de ensayos (la primera, aprendiendo el número que íbamos a interpretar todas juntas, y la segunda, preparando el mío con la ayuda de Angela), llegamos al Blue Nile y nos situamos detrás del escenario, mientras un público mayoritariamente masculino entraba en la sala y se congregaba en torno a las mesas de la primera fila. Entre nerviosas repeticiones de los pasos y ataques de pánico, una de las chicas me ayudó a darme los toques finales de maquillaje, me pegó un lunar artificial en la cara y me ajustó las medias de red. Por último, Angela me puso delante el traje de corista de Kit, de encaje blanco sobre satén negro, con largas cintas de color rosa por detrás.
—Bueno, preciosa, primero una pierna y después la otra —dijo, mientras me subía el ceñido traje por los muslos—. Date la vuelta para que te ate los lazos.
La obedecí, sujetándome con una mano el encogido estómago. Observé que, cuanto más apretaba los lazos, más se me hinchaban los pechos por encima del festoneado ribete del corsé. En ese momento apareció Matilda, y entonces se me fue el poco aire que me quedaba en los pulmones. Le sonrió a Angela y le dio un abrazo.
—¡Eres toda una campeona, Angela! —exclamó. Después se inclinó y le dijo en un susurro—: Creo que ya casi estás lista para hacer de guía. Ahora déjanos un momento a solas.
Angela salió, con expresión radiante. ¿De modo que pronto sería guía de otras mujeres en S.E.C.R.E.T.? Me pregunté cómo sería llegar hasta ahí.
—¡Cassie, estás preciosa! —dijo Matilda.
—Me siento como una salchicha. No estoy segura de que esto vaya a salir bien.
—Tonterías —replicó Matilda, mientras me arrastraba fuera del alcance de los oídos de las otras chicas para darme algunas instrucciones.
—Esta noche tendrás que hacer una elección, Cassie.
—¿Una elección de qué?
—De hombres.
—¿De qué hombres?
—Los de tus fantasías. Los que has recordado con más insistencia a lo largo de este último año. Los que se cruzaron contigo y te dejaron huella. Esos hombres.
—¿Cuáles? ¿Quiénes? ¿Están aquí? —pregunté, casi gritando.
Matilda me tapó la boca con una mano. El miedo que me helaba las entrañas se estaba transformando rápidamente en náuseas.
Me miró.
—Bueno, obviamente, ya sabes cuál es uno de ellos.
—¿Pierre?
El corazón me dio un vuelco con sólo decir su nombre. Matilda asintió, en un gesto que me pareció un poco sombrío.
—¿Quién más?
—¿Quién más te ha hecho suspirar?
Me vino a la mente la imagen de una piel tatuada y una camiseta blanca levantada para dejar al descubierto un estómago musculoso… El modo en que me tumbó sobre aquella mesa metálica… Cerré los ojos y tragué saliva.
—Jesse.
Había supuesto que no volvería a ver nunca más a ninguno de esos hombres, por eso había sido capaz de comportarme con tanto descaro. Si cualquiera de ellos aparecía entre el público, estaba segura de que me quedaría paralizada.
—Pero ¿Pierre y Jesse saben el uno del otro? ¿Y yo tengo que escoger a uno y rechazar al otro? No estoy muy segura de poder hacerlo, Matilda. De hecho, sé que no podré. No voy a ser capaz.
—Escúchame. Ellos no saben nada, excepto que los han invitado a un legendario espectáculo de cabaret al que asistirá toda la ciudad. Ni siquiera imaginan que vas a actuar y, de hecho, no te reconocerán.
—¡Es imposible que no me reconozcan!
Abrió el bolso, sacó una peluca rubio platino al estilo de Veronica Lake y se la acomodó sobre el puño.
—Para empezar, llevarás puesta esta peluca —dijo. Después volvió a meter la mano en el bolso y añadió—: Y esto.
Sacó un reluciente antifaz negro de carnaval con forma de ojos de gato.
—Recuerda, Cassie, que estarás interpretando un papel —dijo, hablando lentamente y marcando bien las palabras, mientras me colocaba la peluca con mano experta—. Puede que estés nerviosa en el escenario. La antigua Cassie habría pensado que no era merecedora de tanta atención, o que no era bastante guapa o sexy para quedar bien delante de tanta gente. Pero la mujer que lleva esta máscara y esta peluca jamás pensaría algo así. Y los hombres que la miran nunca lo creerían. Porque ella no sólo sabe que puede cautivar a un hombre, sino que es capaz de meterse a toda la sala en el bolsillo. Ya está —añadió, mientras me ponía con cuidado el antifaz sobre los ojos y me ajustaba el elástico detrás de la cabeza—. ¡Espectacular! ¡Ahora ve y sé esa mujer!
¿De qué mujer me estaba hablando? Yo misma me lo preguntaba… hasta que unos segundos después me topé con ella en el espejo de detrás del escenario.
Las chicas estaban reunidas delante, arreglándose los trajes y dando los últimos toques al maquillaje y a los peinados. Yo estaba entre ellas y no me pareció que fuera mejor ni peor que ninguna. Era, simplemente, una más, una mujer que sabía disfrutar de su cuerpo. Justo en ese momento, Steamboat Betty se abrió paso para acercarse al espejo y se ajustó provocativamente los pechos bajo el corsé.
—¡Qué alborotadas están las chicas esta noche! —exclamó, refiriéndose a Les Filles de Frenchmen.
Kit y Angela me sonrieron como madres orgullosas. Después levantaron las muñecas para enseñarme las pulseras y las sacudieron. Yo también moví mis amuletos, y el tintineo de los tres brazaletes fue música para mis oídos.
La orquesta empezó a tocar. Oí que el maestro de ceremonias anunciaba el espectáculo anual de Les Filles de Frenchmen y recomendaba a los hombres del público que hicieran «donativos generosos» y que se comportaran con respeto, porque la dirección había ordenado poner «de patitas en la calle» al primero que se excediera.
—¡De prisa, Cassie! ¡Ya salimos! —gritó Angela.
Inspiré profundamente y miré a mis compañeras. Todas estábamos preciosas, cada una a nuestra manera, con nuestras pelucas, nuestros lunares y nuestros postizos. Todas estábamos interpretando una versión de nosotras mismas, una versión exagerada, alternativa y mucho más atrevida. Quizá todas las mujeres lo hacen de vez en cuando. Bajo nuestra ropa de diario, todas tenemos los mismos miedos y las mismas ansiedades. Angela debía de tenerlos, y también Kit. Pero, mirándolas en ese momento, no podía imaginarlas paralizadas por la duda ante la puerta de la antigua cochera de la Mansión. El sentimiento que me inundaba el corazón en ese instante era de gratitud, y también de esperanza, porque si ellas habían podido superar sus miedos, yo también lo conseguiría. Tenía que creer en mí.
Di los primeros pasos. Busqué el ritmo, contando los tiempos, hasta que salimos al escenario moviendo las piernas de forma acompasada y saludando al público con las manos enguantadas, como bailarinas de cabaret. El público, al que apenas veíamos detrás de los focos deslumbrantes, empezó a aullar de entusiasmo. La adrenalina de la actuación se fue contagiando de una chica a otra, hasta llegar a mí con toda su fuerza.
—¿Lo ves? —me susurró Angela—. ¡Te dije que les encantarías!
Durante los primeros minutos del número me sentí como en una nube, mientras la vista se me ajustaba a los focos. Me repetía para mis adentros que nadie sabía que la del escenario era yo, la tímida Cassie, la camarera del café Rose. Nos separamos por parejas en el escenario. Con mi disfraz, me resultaba mucho más fácil darle la espalda al público y menear el trasero adelante y atrás, siguiendo el ejemplo de Angela, mientras la percusión marcaba el ritmo de nuestra coreografía. Ella era mi pareja, y me resultaba tan emocionante sincronizar mis caderas con la música y con los movimientos de la fabulosa Angela Rejean que empecé a relajarme y a dejar que mi cuerpo improvisara por su cuenta. En un momento dado, me puse a agitar el trasero con tanta rapidez que ella echó la cabeza atrás y lanzó un aullido de admiración. Cuando abandonó el escenario para mezclarse con el público, yo la seguí sin pensármelo dos veces, imitando su manera de cogerle la corbata a un espectador y lanzársela hacia atrás, o de desarreglarle el pelo y quizá también el de su esposa. Las mujeres del público se estaban divirtiendo tanto como los hombres y nuestra exuberancia las animaba a levantarse de sus asientos y sumarse al espectáculo. Entre el público había algunos turistas, encantados de haber encontrado una fiesta auténtica. Pero también reconocí a muchos habituales del café: músicos, tenderos y excéntricos, que habían acudido a celebrar esa pequeña isla de belleza en medio de una ciudad herida y problemática.