—Gracias.
Se inclinó para acercarme la boca a la oreja.
—No me des las gracias todavía, Cassie.
A través de la sábana sentí sobre la espalda sus manos, que me presionaban contra la mesa.
—Verás qué bien. Cierra los ojos.
—Es…, es sólo que estoy nerviosa, supongo. No sabía que esto iba a pasar tan rápido, tan de repente. Es como…
—Tú solamente tienes que quedarte ahí tumbada. He venido para hacerte sentir bien.
Noté que sus manos recorrían mis muslos por debajo de la sábana y cubrían el hueco detrás de mis rodillas. Después, se situó detrás de mí, separó las dos mitades de la parte inferior de la mesa, convirtiéndola en una Y, y se colocó entre mis piernas.
«¡Dios mío! —pensé—. Está pasando.»
—No sé si soy capaz de hacer esto ahora —dije, tratando de volverme boca arriba.
—Si te toco de cualquier manera que no te guste, me lo dices y pararé. Así es como funciona esto. Y así funcionará siempre. Pero, Cassie, no es más que un masaje.
Oí que sacaba algo de debajo de la mesa y en seguida percibí el perfume delicioso de una loción de coco. Oí que se la frotaba en las manos. Después, me agarró los tobillos por la parte de atrás.
—¿Te parece bien esto? Dímelo sinceramente.
¿Bien? Me parecía mucho más que bien.
—Sí —dije.
—¿Y esto? —me preguntó, mientras movía lentamente por mis pantorrillas sus manos cálidas y aceitadas.
¡Dios mío, sus manos eran increíbles!
—Sí.
—¿Y esto qué te parece? ¿Te gusta? Dímelo —continuó, llegando hasta los muslos y deteniéndose justo debajo de las nalgas. Después, empezó a masajearme el interior de los muslos. Sentí que mis piernas se abrían para él.
—Cassie, ¿quieres que siga?
—Sí.
¡Cielos, lo había dicho!
—Bien —dijo, y movió las manos hasta lo alto de mis nalgas, donde empezó a masajear en círculos cada vez más amplios, hasta tocarme casi entre las piernas. Casi, pero no del todo.
Mi cuerpo se sumió en el pánico, pese a estar tremendamente excitado. Nunca hasta ese momento me había adentrado en ese terreno intermedio entre el miedo y el nirvana, y resultaba extraño, embriagador y maravilloso.
—¿Te gusta firme o suave?
—Hum…
—Me refiero al masaje, Cassie.
—Ah. Firme, supongo. No, mejor suave —dije, con la voz todavía amortiguada por la mesa—. No sé cómo me gusta. ¿Es normal no saberlo?
Se echó a reír.
—¿Te parece que probemos con los dos, entonces?
Se echó más loción en las manos y volvió a frotárselas. Me quitó la sábana de encima y subió por mi espalda en un amplio círculo. Estaba completamente desnuda.
—Saca los brazos de debajo del cuerpo y apóyalos en la cabecera de la mesa, Cassie —me indicó él.
Así lo hice y empecé a relajarme con el masaje en la espalda más intenso que había recibido en mi vida. Sus pulgares trazaban el contorno de mi columna vertebral desde el sacro hasta el cuello y bajaban por mis costillas, rozándome los pechos por los costados. Siguió describiendo esos círculos durante varios minutos, y después bajó y se puso a masajearme las nalgas hacia arriba y hacia fuera. Podía sentir su erección, a través de sus vaqueros, contra el interior de mi muslo. No podía creerlo. Entonces, ¿él también estaba sintiendo algo? De forma instintiva, me apreté contra él.
Dejé que mis piernas se separaran todavía más sobre la mesa hendida. Abrirse a un hombre de ese modo fue una sensación tremendamente dulce y extraña.
—Date la vuelta, Cassie. Quiero que te pongas boca arriba.
—Bien —dije.
Las velas caldeaban el ambiente, o tal vez fuera el calor que emanaba de mi cuerpo. Sólo con sus manos, con sus masajes, aquel hombre había eliminado un montón de tensión y de ansiedad. Me sentía como si no tuviera huesos.
Hice lo que me pidió. Él parecía saber exactamente lo que estaba haciendo. Supongo que eso era lo que quería decir Matilda cuando hablaba de aceptación. Antes de que yo saliera de la antigua cochera, ese mismo día, me había dado unas instrucciones muy simples para mi primer paso.
—Ante todo, el sexo requiere aceptación, la capacidad de asumir simplemente cada nuevo momento —dijo.
Tenía el cuerpo tan aceitado que al darme la vuelta estuve a punto de resbalar y caer de la mesa. Situado entre mis piernas, él me agarró de los muslos para sujetarme bien. Contempló todo mi cuerpo con ojos hambrientos. ¿Estaría fingiendo? Parecía desearme con locura, lo que mejoraba aún más la experiencia.
—Tienes el coñito más lindo que he visto en mi vida —dijo.
—Hum, bueno, sí. Gracias, supongo —repliqué turbada, levantando una mano para taparme los ojos. Sentía curiosidad por lo que vendría después y, a la vez, una timidez tremenda.
—¿Quieres que te lo bese?
¿Qué? Era una locura. Pero aquella sensación era maravillosa, aquella sensación extraña y perfecta que me recorría el cuerpo como una corriente eléctrica. Él ni siquiera me había tocado «ahí» y yo ya estaba a punto de perder el conocimiento. Un par de semanas atrás, ni siquiera habría imaginado que existía un mundo como aquél, un mundo donde hombres irresistibles llamaban a tu puerta un miércoles por la noche y te llevaban al borde del éxtasis sin ningún esfuerzo. Pero era real y estaba sucediendo. ¡Me estaba pasando a mí! Ese hombre tremendamente atractivo quería hacerlo. ¡Y quería hacérmelo a mí!
Habría podido reír y llorar a la vez.
—Dime lo que quieres, Cassie. Yo puedo dártelo. Y también quiero dártelo. ¿Quieres que te lo bese?
—Sí, quiero —dije.
Entonces sentí su aliento caliente sobre mí, a medida que sus labios me rozaban el estómago. ¡Dios! Después me tocó con un dedo, lo bajó por mi vientre hasta el final, y me lo deslizó hacia dentro.
—Estás mojada, Cassie —susurró.
Como un acto reflejo, puse una mano sobre su cabeza y lo agarré suavemente por el pelo.
—¿Quieres que te bese este coñito tan lindo?
Esa palabra de nuevo. ¿Por qué me producía tanta timidez?
—Sí…, quiero… que tú…
—Puedes decirlo, Cassie. No hay nada malo en decirlo.
Siguió investigando con un solo dedo, que hacía girar por dentro y por fuera.
Después, apoyó sus labios en mi estómago y me exploró el ombligo con la lengua. Recorrió con la boca el mismo trayecto que había seguido el dedo y, cuando encontró lo que buscaba, se puso a lamer y a morder, sin dejar de dar vueltas con los dedos por dentro y por el borde. No podía creer lo que estaba sintiendo; era como subir poco a poco la cuesta de una montaña rusa, cada vez más y más alto. Oí que él gemía suavemente de placer. ¡Santo cielo, era como si un millar de terminaciones nerviosas por fin se estuvieran despertando!
—Cassie, me encanta tu sabor.
¿De verdad? ¿Sería posible?
Sus manos empezaron a subir por mis piernas y a separarlas aún más sobre la mesa. Nunca me había sentido tan indefensa y vulnerable. Estaba desnuda, hecha un manojo de necesidades y deseos. Me sentía desvalida y feliz. Me encontraba al borde de mil estallidos, de un millón de sensaciones diferentes, y sabía que si él seguía haciendo lo que estaba haciendo, yo… Entonces paró.
—¿Por qué paras? —exclamé.
—¿No quieres que pare?
—¡No!
—Entonces dime lo que quieres.
—Quiero… correrme. Así. De esta manera.
Su piel morena, su cara… Me tumbé otra vez y volví a taparme la cara con las manos. No podía mirar. Pero después no pude dejar de mirar. De pronto sentí algo cálido y húmedo que se movía en círculos alrededor de mi pezón izquierdo. Su mano me agarraba el otro pecho con firmeza. Tenía la boca caliente. Chupó y tiró del pezón, mientras su mano libre abandonaba mi pecho y viajaba hacia abajo sobre mi estremecido vientre, por el pubis y más allá. Esta vez deslizó dentro de mí dos dedos, al principio con suavidad y después con urgencia. ¡Oh, qué placer! Intenté levantar las rodillas para arquear la espalda.
—No te muevas —me susurró—. ¿Te gusta así?
—Sí, me gusta muchísimo —respondí, levantando un brazo por encima de la cabeza para agarrarme al borde de la mesa. Entonces dejó de mover los dedos. Se separó de mí un momento y me miró.
—Eres preciosa —dijo.
Después se inclinó sobre mí y me tocó con la lengua. Se quedó quieto durante un caliente y estremecedor segundo, mientras su aliento insuflaba vida en mi interior. Involuntariamente, empujé mi cuerpo hacia su cara. Él sintió mi necesidad y empezó a lamerme; al principio, poco a poco. Después, volvió a usar los dedos. Apoyando sobre mi sexo todo el peso de su boca y de su lengua, empezó a lamerme con fuerza, mezclando su saliva con mis jugos. Yo notaba que toda la sangre de mi cuerpo corría a concentrarse allá abajo. ¡Qué dulzura! ¡Qué locura! Una oleada indescriptible me recorrió de arriba abajo, una tormenta imposible de detener. Él volvió a llevar las manos a mis pechos, mientras su lengua seguía girando en mi interior a un ritmo perfecto.
—¡No pares! —me oí gritar.
Todo era intensísimo. Apreté los párpados. La maravillosa sensación no dejó de crecer hasta que me corrí con fuerza contra su cara y su lengua. Cuando hube terminado, él se apartó y me colocó su mano, tibia, sobre el vientre.
—Respira —susurró.
Relajé las piernas sobre el borde de la mesa. Ningún hombre me había tocado nunca de ese modo. Nunca.
—¿Estás bien?
Asentí. No tenía palabras. Estaba intentando recuperar el aliento.
—Debes de tener sed.
Asentí otra vez y vi que me tendía una botella de agua. Me senté para beber. Él me miró, con aspecto de estar bastante orgulloso de sí mismo.
—Ve a ducharte, preciosa —dijo.
Hice un esfuerzo para levantarme de la mesa.
—¿Quién tiene el poder? —me preguntó.
—Yo —dije, sonriéndole.
Fui al baño y me di una ducha caliente; después, mientras me secaba el pelo con una toalla, me di cuenta de algo y salí corriendo al cuarto de estar.
—¡Eh! ¡Ni siquiera sé cómo te llamas! —dije, frotándome todavía el pelo mojado con la toalla.
Pero se había marchado. También habían desaparecido la mesa de masajes y la lista de mis fantasías, que él había venido a recoger. Todo estaba como cuando él había llegado, pero con una diferencia: sobre la mesa baja encontré mi primer amuleto de oro. Crucé la habitación para recogerlo y, al pasar junto al espejo de la chimenea, me vi la cara. Tenías las mejillas encendidas, y el pelo mojado me caía en sinuosas curvas sobre el cuello y los hombros. Levanté el amuleto y lo contemplé a la luz de las velas. Por una cara tenía grabada la palabra
aceptación
, y por la otra, un número romano: el I.
Lo colgué de la cadena que llevaba en la muñeca, sintiendo que la audacia crecía en mi interior de una manera que me resultaba embriagadora. «¡He hecho una cosa increíble! ¡Me han hecho una cosa increíble! —habría querido gritar—. Me ha pasado algo. Me está sucediendo. Y ya nunca más volveré a ser la misma.»
Dicen que el primer paso siempre es el más difícil, la primera vez que aceptas tu problema, la primera vez que dices: «Sí, reconozco que necesito ayuda. Reconozco que no puedo hacerlo yo sola.» Scott pasó por eso cuando dejó de beber. Detestaba la idea de recibir ayuda de nadie y se oponía cada vez que se la ofrecían. Pero mi aceptación, en cambio, era completa. Yo ya no rechazaba la ayuda. Había dejado que un grupo de mujeres extrañas me tendieran su mano.
Después había entrado en una habitación, a la luz de las velas, tapada únicamente con una toalla. Había dejado que la toalla cayera a mis tobillos y me había mostrado desnuda. Había confiado en ese proceso, en ese hombre, en el grupo de S.E.C.R.E.T. Pero todo había sucedido en mi casa, en mi propio cuarto de estar, y aunque el cuerpo era mío, lo había entregado temporalmente a un completo desconocido. Mientras se lo contaba una semana más tarde a una Matilda entusiasmada, no podía dejar de sentir que estaba hablando de mi experiencia como si le hubiera pasado a otra persona, a alguien que yo conocía muy bien, pero que tenía facetas que sólo estaba empezando a comprender.
Le dije que me había sentido segura y que todo había sido tremendamente erótico y tan cautivador que el impulso de completar la fantasía había sido irresistible. Y aunque había sido una experiencia aislada, tenía que reconocer que me había sentido apreciada y deseada, lo que para cualquier mujer era motivo suficiente para estar eufórica.
—Sí, y también creo que salí… transformada, supongo —dije, cubriéndome con las manos la cara, roja como un tomate, y reprimiendo una risita nerviosa.
Unas semanas antes, no tenía a nadie con quien hablar, con la única excepción de Will. Y de pronto estaba ahí, compartiendo mis secretos más íntimos con una mujer a la que ya no podía considerar una desconocida. De hecho, se estaba convirtiendo en mi amiga.
Durante las semanas que siguieron a mi primera fantasía, estuve más ocupada que nunca. Incluso tuve que hacerme cargo de un par de turnos de noche para que Tracina y Will pudieran salir juntos. Cuando los despedí agitando la mano una de esas noches, no detecté en mí ni un solo atisbo de envidia ni de amargura. Bueno, quizá una gota de envidia, pero nada de amargura. Nada de nostalgia. Ningún rastro apreciable de tristeza. Me había propuesto ser más amable con Tracina y tratar de comprender lo que Will veía en ella. Pensé que quizá podríamos hacernos amigas y que tal vez Will podría concertarme otra cita con algún conocido suyo, pero sólo después de haber completado los pasos, desde luego. Justo cuando estaba pensando en que podríamos salir los cuatro juntos, Dell me sorprendió silbando alegremente dentro de la cámara frigorífica. Algunas veces me quedaba dentro un momento, para refrescarme, fingiendo que buscaba algo.
—¿Por qué estás tan contenta, jovencita? —me preguntó, ceceando por el hueco del diente que le faltaba.
—La vida, Dell. Es fantástica, ¿verdad?
—No siempre, no.
—Pues yo creo que está muy bien —repliqué.
—Bueno, me alegro por ti —dijo ella, mientras yo volvía al comedor. La dejé preparando unas bolas de helado para una mesa de empleados de banca que celebraban un cumpleaños.
Mi pareja favorita, mi dúo preferido de tortolitos, no había regresado desde el día en que Pauline se dejó su diario. Pero las imágenes de sus caricias habían sido desplazadas por recuerdos luminosos, por mi propia memoria de la preciosa cara de aquel hombre entre mis muslos y de la avidez con que me miraba, con tanto anhelo, con tanto afán. Pensé en sus dedos, capaces de moverse justo en el momento preciso, y en sus firmes manos, que me habían guiado y movido como si yo no pesara nada, como si estuviera hecha de plumas…