—Tú cierra los ojos.
Se me acercó y tiró de mis tobillos hasta situarme sobre el borde de la mesa. Después me separó las piernas con una facilidad embarazosa. Solté un grito mezclado con una risita, que se convirtió en una sofocada exclamación de asombro cuando se puso a echarme nata montada en el ombligo. A continuación, dejó caer una bola de nata en cada uno de mis pezones y, con expresión seria, se apartó para contemplar su obra.
—¡¿Qué haces?!
—El postre. Aunque no te lo creas, soy repostero en la vida real. Veamos…, una cosita más…
Entonces trazó una línea de nata montada desde el ombligo hasta el final. A continuación, cogió el recipiente de la crema de chocolate y con mucha suavidad me untó un poco. Alargó un brazo y cogió una cereza al marrasquino, que me puso con cuidado sobre el ombligo. Yo hacía lo posible para dejar de reírme, pero no podía. Todo estaba frío, me hacía cosquillas y a la vez me excitaba muchísimo. Estuvo contemplando un momento su obra y finalmente se inclinó, me acercó la boca al vientre, se comió la cereza y lamió la nata hasta limpiarme el ombligo del todo. Después me untó los pechos con el chocolate cremoso mientras proseguía el ávido descenso de su boca. Sus manos pegajosas no tardaron en ir detrás, bajando por el pecho y el vientre hasta separarme las piernas. Tenía la lengua grande y caliente. Al principio no hizo más que lamer, sin llegar a tocarme con los labios, y yo sentí que me iba a morir si no lo hacía. Finalmente, pegó su boca a mi piel y empezó a mover la lengua, suave, caliente y pegajosa, alrededor de mi sexo, sumiéndome en una especie de neblina hipnótica. Sentí que sus dedos me hacían cosquillas por fuera. Su firmeza era el complemento perfecto de la húmeda suavidad de los lametazos que me iban limpiando de toda la nata que me cubría. Me moría por correrme como nunca hasta entonces. Me llevó tan rápidamente hasta el borde del éxtasis que tuve que agarrarme a la encimera para conservar la estabilidad.
Y entonces paró.
—¿Por qué paras? —conseguí articular, casi sin aliento. Bajé la vista hacia sus ojos anhelantes y vi que se limpiaba la nata de la mejilla con el dorso de la mano.
—Cassie, ¿has sentido lo que te he hecho con la lengua?
¡Claro que lo había sentido! ¡Casi me vuelvo loca!
—Sí —dije, con tanta calma como pude.
—Quiero que te lo hagas tú misma, con los dedos. Delante de mí. Para que yo lo vea.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
La cabeza me daba vueltas mientras lo miraba. Aún tenía la cara adorablemente manchada de nata montada.
—Quiero que te toques tú misma.
—Pero… no sé hacerlo muy bien, de verdad. Soy un desastre. Puedo empezar, pero después siento… No sé… Y, además, contigo mirando…
—Dame la mano.
Aunque no lo veía claro, puse mi mano sobre la suya. Él la agarró con firmeza y la guió hacia el calor y la humedad. Aisló mi dedo índice, lo colocó sobre mi sexo y, acercando su boca, volvió a humedecerme. Dirigió mi dedo en círculos mientras su lengua se movía alrededor como un remolino. ¡Dios santo! Fue increíble.
—No sé qué sabe mejor, si la nata o tú —dijo.
Una vez que encontré el ritmo, me soltó la mano y mis dedos siguieron solos mientras él movía suavemente la boca sobre mí. Sus manos me aferraron los muslos por dentro y los presionaron contra la mesa. Se apartó un segundo y me miró. Yo estaba al borde del clímax. Eché la cabeza hacia atrás, intentando abarcar y hacer mías todas las sensaciones. Él me siguió mirando un rato mientras yo me tocaba, y después su boca volvió a reunirse con mis dedos.
—¿Lo sientes? ¿Te gusta? —me preguntó, entre ardientes lametazos.
—¡Sí, sí! —dije, disfrutando de cada uno de sus movimientos y combinándolos con los míos. No sabía muy bien de dónde venía el orgasmo, pero sabía que se estaba formando en un lugar diferente y nuevo, en algún sitio en las profundidades de su boca, detrás de su lengua, húmeda, que estaba sacando a la luz algo procedente de lo más hondo de mi ser. Me metió los dedos hasta que ya no pudieron entrar más y, mientras su otra mano me mantenía abiertos los muslos, el placer incendió cada fibra de mi cuerpo. Él sentía crecer la energía en mi interior.
—¡No! —exclamé, casi asustada de lo que estaba a punto de suceder, como si fuera a ser excesivo, y entonces un relámpago blanco y caliente me atravesó el cuerpo, obligándome a levantar las caderas. Fue la señal para que él apartara mi mano y se pusiera a lamerme y a chuparme con vigor.
»
Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío
—fue lo único que conseguí mascullar, serpenteando sobre la resbaladiza encimera sin miedo a caerme, embriagada de placer.
Él me agarró con fuerza y me mantuvo en mi sitio, hasta notar que yo ya estaba bajando de la cima. Cuando mi orgasmo pasó, él se enjugó el sudor de la cara con el interior de mis muslos.
—¡Vaya, Cassie! ¡Ha sido muy fuerte! ¡Lo he notado!
—Sí, muy fuerte —respondí, llevándome un brazo a la frente, como si acabara de despertar de un sueño.
—¿Quieres hacerlo de nuevo?
Me eché a reír.
—No creo que sea capaz de hacer eso nunca más.
Se separó de mí, cogió un par de toallas del estante de debajo de la encimera y las remojó unos segundos en el agua tibia del fregadero, junto al frigorífico.
—Claro que serás capaz.
—¿Dónde te encontraron? —pregunté, mientras me sentaba lentamente.
—¿Quiénes?
Dejé las piernas colgando por un lado de la encimera mientras él volvía y me limpiaba suavemente la nata pegajosa con una toalla tibia.
—Las mujeres de S.E.C.R.E.T.
—No te lo puedo decir, a menos que seas miembro.
Con la otra toalla, empezó a limpiarme la cara y las manos. Era concienzudo y suave a la vez.
—¿Tienes hijos? —le pregunté, sin que viniera a cuento.
Hubo una larga pausa.
—Tengo… un hijo. Estamos hablando demasiado, Cassie.
Podía imaginarme perfectamente a su hijo: un niño idéntico a él, pero con mofletes y sin tatuajes.
—¿Te pagan por esto?
Había llegado a los brazos y me estaba pasando la toalla con suavidad por las muñecas.
—Claro que no. No necesito que me paguen para hacer lo que acabo de hacer. Te lo haría encantado siempre que tú quisieras.
—Entonces, ¿tú qué ganas con esto?
Paró un momento, con mi mano envuelta en la toalla, y se me quedó mirando a los ojos con expresión seria durante unos segundos.
—No lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no sé?
—Lo guapa que eres.
Me quedé sin habla, con el corazón a punto de estallar. No tuve más remedio que creerle. ¡Parecía tan sincero! Terminó de limpiarme y se echó las toallas sucias por encima del hombro. Levantó su cazadora del suelo. Me pasó mi ropa y los dos nos vestimos.
—Déjame que te ayude a limpiar —dijo, mientras empujaba con un pie hacia el centro de la habitación un cubo de basura vacío.
Tardamos diez minutos en tirar todas las cajas destrozadas, aunque logramos salvar dos. Llené con agua caliente un cubo para fregar el suelo y le dije que podía ocuparme del resto.
—No quiero irme, pero tengo que hacerlo. Son las reglas. Gracias por el postre. Y por la costilla fisurada. Y por el codo roto —añadió, acercándose a mí poco a poco.
Al principio dudó, pero al final dio un paso al frente y me plantó un decidido beso en los labios.
—Me gustas —dijo.
—Tú también me gustas —repliqué, sorprendida de oírmelo decir en voz alta—. ¿Nos veremos de nuevo?
—Es posible, pero todas las probabilidades están en mi contra.
Entonces salió por la puerta de la cocina, me guiñó un ojo y se fue del café. Lo vi alejarse a paso rápido por la calle oscura después de que la campanilla de la puerta marcó su salida.
Pensé que me había deshecho de todas las pruebas de mi aventura. Pero, a la mañana siguiente, vi que Dell estaba limpiando la encimera de acero inoxidable con una bayeta y un detergente especial. Quizá fueran imaginaciones mías, pero mientras ella frotaba me pareció advertir que me lanzaba una mirada reprobadora, como diciendo: «No sé cómo ha llegado a mi encimera la huella de un culo, pero no pienso preguntarlo.»
Recorrí la cocina en busca de mi bandeja y, en cuanto la encontré, salí por la puerta, aunque sólo para toparme con otros ojos acusadores, que esta vez eran los de Matilda. Estaba sentada a la mesa ocho, totalmente inmóvil. Me acerqué a ella.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurré, mirando a mi alrededor.
—¿Por qué lo dices, Cassie? Éste es uno de mis cafés favoritos de Nueva Orleans. ¿Tienes un segundo para hablar?
—Sí, pero sólo un segundo —mentí, mientras dejaba la carta sobre la mesa—. Estamos muy atareados. Una de las camareras está de baja y estoy trabajando como una loca.
A decir verdad, quería evitar la conversación con Matilda, porque tenía miedo de haber quebrantado las reglas. La noche anterior había hablado demasiado con aquel hombre y le había hecho preguntas personales. A mi alrededor, el comedor estaba vacío. Todavía faltaba media hora para que llegaran los primeros clientes que solían desayunar en el café. Probablemente, Will estaría todavía en casa de Tracina, pues sabía que yo me encargaba del primer turno. Me dejé caer en la silla sintiéndome culpable, aunque no sabía por qué.
—¿Te divertiste anoche con Jesse? —preguntó Matilda.
—¿Jesse? ¿Así se llama?
Sentí mariposas en el estómago.
—Sí. Jesse. Ante todo, lamento si te sorprendió al llegar tan tarde.
—Al final todo salió muy bien. Realmente muy bien —añadí, bajando la mirada—. Él me… me gustó mucho.
—También he venido por eso. Creo que tú también le causaste muy buena impresión a él, Cassie.
El corazón me dio un pequeño salto, aunque todo seguía siendo extrañamente improbable.
—A veces pasan estas cosas. Hay una conexión. Se produce un clic y quieres saber más de la otra persona. Yo puedo arreglarlo si te apetece volver a quedar con Jesse, si eso es lo que quieres. Pero si te decides a hacerlo, será el final. Tu viaje con nosotras habrá terminado en el paso tres. Quedarás fuera de S.E.C.R.E.T., y él también.
Tragué saliva.
—Si quieres que te sea sincera —añadió—, no me ha parecido que ese Jesse sea tu tipo de hombre. No me malinterpretes. Es atractivo, pero…
—¿Está casado?
—Divorciado. Pero no puedo decirte nada más, Cassie. Piénsalo. Tienes una semana.
—¿Él…? ¿A él… le gustaría verme de nuevo?
—Sí, quiere verte —respondió ella, con cierta tristeza—. Lo ha dicho claramente. Escucha, Cassie. Yo no puedo decir lo que tienes que hacer, pero… estás floreciendo. Lo veo, se te nota. Me fastidiaría que lo dejaras ahora, casi al comienzo del recorrido, por un hombre del que no sabes nada y sólo porque has pasado una noche fantástica.
—¿Sucede muy a menudo?
—Muchas mujeres ponen fin prematuramente a su exploración personal. La mayoría lo lamenta. Y no solamente en S.E.C.R.E.T. También en la vida.
Matilda apoyó su mano sobre la mía justo cuando vi a Will corriendo por la acera en dirección a la furgoneta del restaurante, que Tracina estaba intentando aparcar en paralelo en un espacio diminuto. Incluso desde donde yo estaba sentada, se veía que no era buena idea.
—¡Para! ¡Déjalo ya! ¡Te dije que me esperaras! —le gritó él.
No pude oír la respuesta de Tracina, pero sé que fue contundente. La furgoneta estaba atravesada en la calle, bloqueando el tráfico.
Pensé que así era tener novio, y que así era ser la novia de alguien. Pasas el día saltando de la gloria a la decepción, y del amor al resentimiento, y cada uno de tus actos pasa por la aprobación o la censura de otra persona. Esa otra persona no es tuya, ni tú le perteneces, pero eres responsable de todos sus impulsos y deseos, algunos de los cuales nunca podrás satisfacer. ¿Era eso lo que quería yo en ese momento? ¿Deseaba ser la novia de alguien? ¿Acaso sabía algo de ese tipo llamado Jesse? ¿Un repostero con los brazos tatuados que vivía Dios sabe dónde y tenía un hijo? Sí, había química entre nosotros. Pero, aun así, ¡apenas lo conocía!
Mientras pensaba en todo eso, vi que Tracina bajaba de la furgoneta mal aparcada y cerraba la puerta de un golpe. Le puso las llaves a Will delante de la cara y después las dejó caer a sus pies.
Él las cogió del suelo y se quedó un momento inmóvil, mirando fijamente hacia adelante.
—¿Sabes qué? —dije, volviéndome una vez más hacia Matilda—. No necesito más tiempo para pensarlo. Sé lo que quiero hacer. Quiero seguir con S.E.C.R.E.T. Quiero más.
Matilda sonrió y, con mucha suavidad, me colocó en la palma de la mano el amuleto del paso tres y me la cerró.
—Jesse olvidó darte esto. Pero creo que soy la persona indicada para entregártelo.
Leí la palabra grabada en el amuleto:
confianza
. Sí. Pero ¿confiaba yo en haber tomado la decisión correcta?
Tres semanas después de mi conato de retirada, la tarjeta del paso cuatro me llegó de la manera tradicional: por correo. Después de recoger la carta, corrí escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en dos, tan entusiasmada de ver el sobre como de imaginar la siguiente fantasía. Era como recibir cada mes una invitación para una fiesta increíble. El recuerdo de Jesse se insinuaba de vez en cuando en mis pensamientos y casi siempre me preguntaba cómo habrían imaginado las mujeres de S.E.C.R.E.T. que un pastelero lleno de tatuajes era mi tipo de hombre. Pero habían acertado. El episodio con aquel chico me ayudó a comprender que llevaba toda la vida fijándome en la misma clase de hombres, y que por culpa de ello me había perdido muchas cosas. No lamentaba mi decisión de permanecer en S.E.C.R.E.T. Estaba descubriendo demasiado sobre mí misma como para dejarlo. Aun así, cada vez que volvía a ver en un destello los brazos o la sonrisa traviesa de Jesse, un estremecimiento me recorría todo el cuerpo.
Desgarré el sobre marrón y de su interior cayó otro más pequeño y adornado. Era el de mi tarjeta del paso cuatro, con la palabra
generosidad
elegantemente impresa en el dorso. Contenía una invitación para cenar en la Mansión, el segundo viernes del mes. Decía, literalmente, que nos servirían comida casera. La Mansión y comida casera. ¡Eso sí que era generosidad! Sin embargo, el código de vestimenta resultaba extrañamente detallado: «Se ruega asistir con pantalones negros de gimnasia, camiseta blanca, el pelo recogido en una coleta, zapatillas deportivas y muy poco maquillaje.» En parte fue una decepción, porque iba a visitar la Mansión pero sin poder ponerme nada ultrasexy ni sofisticado. Bueno, al menos no tendría que ir de compras. Y, al fin, podría entrar en la Mansión, ese mítico lugar que había cautivado mi imaginación de dos maneras distintas: una buena y otra ligeramente espeluznante.