—Estoy segura de que a Will no le importará que te sientes un momento —dijo Matilda—. Además, veo que el restaurante está vacío.
—¿Conoces a Will? —pregunté, y me dejé caer lentamente en la silla.
—Conozco a mucha gente, Cassie. Pero a ti no.
—No soy interesante. Soy yo y nada más. Sólo soy una camarera… y ya está.
—Ninguna mujer es sólo una camarera, o sólo una maestra, o sólo una madre.
—Yo sí que soy sólo una camarera. Bueno, supongo que también soy una mujer viuda. Pero, sobre todo, soy una camarera.
—¿Viuda? Lo siento. No eres de Nueva Orleans, ¿verdad? Creo distinguir un leve acento del medio oeste en tu voz. ¿Illinois?
—Casi. Michigan. Nos mudamos aquí hace casi seis años. Mi marido y yo. Antes de que muriera, obviamente. Hum… ¿Cómo es que conoces a Will?
—Conocí a su padre. Era el antiguo propietario de este local. Hará cosa de unos veinte años que murió, por la época en que yo frecuentaba mucho este sitio. No ha cambiado mucho —dijo, mirando a su alrededor.
—Will dice que tiene pensado reformarlo. Y abrir la planta de arriba. Pero es muy caro. Y, tal como están las cosas en la ciudad, ya es bastante difícil seguir abriendo todos los días.
—Así es.
Bajó la vista hacia sus manos y tuve ocasión de mirar mejor la pulsera, que parecía tener muchos más amuletos que la de Pauline. Iba a decirle que me gustaba, pero Matilda habló antes que yo.
—Mira, Cassie, necesito pedirte una cosa. Esa libreta que Dell encontró… Verás, a mi amiga le preocupa que alguien la haya leído. Es una especie de diario íntimo con información muy personal. ¿Crees que Dell puede haberlo leído?
—¡No, santo cielo, no! —dije, con excesiva convicción—. Dell no es del tipo de persona que leería esas cosas.
—«¿Esas cosas?» ¿Qué quieres decir?
—Pues que no es una entrometida. No le interesa la vida de los demás. Lo único que le importa es el restaurante, la Biblia y tal vez sus nietos.
—¿Quedaría muy extraño que se lo preguntara a ella, para ver si ha leído la libreta o se la ha enseñado a alguien? Es importante que lo sepamos.
¡Oh, no! ¡Dios mío! ¿Por qué no habíamos preparado una historia? ¿Por qué no nos habíamos puesto de acuerdo sobre dónde había encontrado Dell la libreta y el sitio en el que la había guardado hasta que apareció su dueña? ¿Por qué? ¡Porque jamás pensé que fueran a interrogarnos! Creí que la propietaria, agradecida, se marcharía directamente del restaurante para no volver nunca más. Pero esa Matilda estaba logrando que se me hiciera un nudo en el estómago.
—Ahora mismo está ocupadísima; pero, si quieres, puedo ir a la cocina y preguntárselo.
—No te molestes, yo misma se lo preguntaré —dijo ella, y se levantó de la mesa—. Sólo me asomaré por la ventana y…
—¡Espera!
Matilda volvió a sentarse lentamente y centró su mirada en mí.
—La encontré yo.
Suavizó un poco la expresión, pero no dijo nada. Se limitó a entrelazar las manos sobre la mesa y a inclinarse un poco más hacia mí.
Eché un vistazo a mi alrededor para comprobar que nadie nos oía y continué:
—Siento haber mentido. En realidad, yo… leí un poco. Sólo para encontrar un nombre, algún tipo de información que me permitiera saber adónde enviarla. Pero puedes decirle a Pauline que no leí más allá de una página… o quizá dos. Te lo juro. Y supongo que no supe muy bien qué hacer. No quería que se sintiera más incómoda de lo que aparentemente ya estaba. Por eso mentí. Lo lamento mucho. Me siento como una idiota.
—No te sientas mal. En nombre de Pauline, te agradezco que le hayas devuelto la libreta. Lo único que te pedimos es que no le cuentes a nadie nada de lo que has leído. Absolutamente nada. ¿Podemos confiar en ti?
—Por supuesto. Nunca se lo contaría a nadie. Podéis estar tranquilas.
—Cassie, no sabes lo importante que es esto. Tienes que guardar el secreto. —Matilda sacó un billete de veinte de la cartera—. Esto es por el almuerzo. Quédate el cambio.
—Gracias —dije.
Después me dio una tarjeta de visita con su nombre.
—Si tienes alguna pregunta sobre lo que leíste en la libreta, puedes llamarme. Lo digo de verdad. Por lo demás, nunca más volveré a este sitio. Ni tampoco Pauline. Aquí tienes la manera de encontrarme. De día o de noche.
—Ah. De acuerdo —repuse, sujetando cautelosamente la tarjeta, como si fuera radiactiva. Tenía su nombre, «Matilda Greene», y su número de teléfono. Al dorso había unas siglas, «S.E.C.R.E.T.», y tres frases: «Sin prejuicios. Sin límites. Sin vergüenza.» Le pregunté—: ¿Qué eres? ¿Una especie de terapeuta?
—Podríamos llamarlo así. Trabajo con mujeres que han llegado a una encrucijada en la vida. Habitualmente, la crisis de los cuarenta. Pero no siempre.
—¿Eres una consejera?
—Algo así. Más bien una guía.
—¿Trabajas con Pauline?
—Nunca hablo de mis clientas.
—A mí no me vendría mal que me guiaran un poco. —¿Había dicho eso en voz alta?—. Pero no podría pagarlo. —Sí, lo había dicho.
—Bueno, quizá te sorprendas, pero te aseguro que puedes permitírtelo, porque no cobro nada. La gracia está en que yo elijo a mis clientas.
—¿Qué significan las letras?
—¿Las de S.E.C.R.E.T.? Eso, querida mía, es un secreto —dijo, con una sonrisa traviesa en los labios—. Pero si volvemos a encontrarnos, te lo contaré todo.
—Bien.
—Me gustaría que me llamaras. Lo digo de verdad.
Noté que volvía a poner mi vieja expresión de escepticismo, la misma que solía poner mi padre, el hombre que me había enseñado que nada en la vida es gratis y que no existe la justicia, había vuelto a mi rostro.
Matilda se levantó de la mesa. Cuando me tendió la mano para que se la estrechara, su pulsera resplandeció al sol.
—Cassie, estoy encantada de haberte conocido. Ahora tienes mi tarjeta. Te agradezco mucho tu sinceridad.
—Gracias a ti… por no pensar que soy una completa idiota.
Me soltó la mano y me cogió de la barbilla, como lo habría hecho una madre. Sus amuletos estaban tan cerca de mis oídos que los oía tintinear.
—Espero que nos volvamos a ver.
La campanilla de la puerta señaló que se marchaba. Sabía que si no la llamaba, no volvería a verla nunca más, lo que me hizo sentir incomprensiblemente triste. Guardé con mucho cuidado la tarjeta en el bolsillo del delantal.
—Haciendo nuevos amigos, ¿eh? —dijo Will detrás de la barra. Estaba vaciando en el frigorífico un cajón de botellas de agua mineral con gas.
—¿Qué tiene de malo? No me vendrían mal unos pocos amigos.
—Esa mujer está un poco mal de la cabeza. Es wiccana, o hippy, o vegana, o quién sabe qué. Mi padre la conoció hace años.
—Sí, ya me lo ha dicho.
Will empezó un largo discurso sobre la necesidad de tener más reservas de agua mineral y de refrescos, porque la gente estaba bebiendo mucho menos alcohol, y añadió que podríamos cobrar más por el agua con gas y los zumos especiales, pero durante todo ese tiempo yo no hacía más que pensar en el diario de Pauline y en los dos hombres, uno detrás de ella y el otro debajo, y en cómo su atractivo acompañante le acariciaba el antebrazo con sus fuertes manos, y en la forma en que la había abrazado en plena calle, delante de todos…
—¡Cassie!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —dije, sacudiendo la cabeza—. ¡Vaya! ¡Me has asustado!
—¿Dónde estabas?
—En ningún sitio, aquí mismo. Llevo todo el rato aquí —respondí.
—Bueno, entonces vete a casa. Pareces cansada.
—No estoy cansada —dije, y era verdad—. De hecho, creo que hace mucho tiempo que no me sentía tan despierta.
Tardé una semana en llamar a Matilda. Una semana de hacer lo mismo de siempre: de ir al trabajo andando y de volver andando a casa, de no depilarme las piernas, de recogerme el pelo en una coleta, de dar de comer a
Dixie
, de regar las plantas, de pedir comida por teléfono, de secar los platos y de irme a dormir, para despertarme al día siguiente y empezar todo de nuevo. Una semana de contemplar Marigny por la noche, desde la ventana de mi tercer piso, y de darme cuenta de que la soledad había sofocado cualquier otro sentimiento y se había convertido para mí en lo que el agua para el pez.
Si tuviera que describir lo que me impulsó a llamar a Matilda, supongo que podría decir que fue como si mi cuerpo no pudiera soportarlo más. Aunque la cabeza me daba vueltas ante la sola idea de pedir ayuda, mi cuerpo me obligó a descolgar el teléfono de la cocina, en el restaurante, y a marcar el número.
—Hola, ¿Matilda? Soy Cassie Robichaud, del café Rose.
Cinco años
enderezó las orejas.
Matilda no pareció sorprendida al oírme. Tuvimos una breve conversación sobre el trabajo y el tiempo, y al final concertamos una cita para la tarde siguiente, en su despacho del Lower Garden District, en la calle Tercera, cerca del Coliseum.
—Es la antigua cochera blanca que está al lado de la gran mansión de la esquina —dijo, como si yo conociera de memoria la zona. De hecho, yo siempre evitaba los lugares turísticos, las multitudes y, en general, a la gente, pero respondí que no tendría problemas para encontrarla—. Hay un timbre en la verja. Cuenta un par de horas. La primera consulta siempre es la más larga.
Dell entró en la cocina mientras yo arrancaba la dirección del dorso de la carta del restaurante donde la había escrito. Me miró severamente por encima de las gafas.
—¿Qué pasa? —le dije con malos modos.
¿Qué tipo de ayuda iba a ofrecerme Matilda? No tenía la menor idea, pero si era el tipo de ayuda que podía terminar con un hombre ardiente sentado a una mesa enfrente de mí, era precisamente la que me hacía falta. Aun así, estaba preocupada. «Cassie, no sabes quién es esa mujer. Estás bien como estás. No necesitas a nadie. Te las arreglas muy bien tú sola.» Eso decía mi cabeza, pero mi cuerpo la mandó callar. Y no se habló más.
El día de nuestra cita salí temprano de trabajar, en lugar de esperar a que llegaran Tracina o Will. En cuanto el comedor se quedó vacío, le grité a Dell que me marchaba y volví a casa a darme una ducha. Saqué del fondo del armario el vestido veraniego que había comprado cuando cumplí treinta años. Esa noche, Scott me había dejado plantada y ya nunca había vuelto a ponérmelo. Los cinco años en el sur me habían bronceado la piel, mientras que los cuatro años de camarera me habían torneado los brazos: me llevé la sorpresa de descubrir que el vestido me quedaba mejor que antes. De pie delante del espejo de cuerpo entero, me apoyé la mano en el estómago, encogido de los nervios. ¿Por qué sentía náuseas? ¿Tal vez porque sabía que estaba abriendo mi vida a lo desconocido, a un elemento de emoción e incluso de peligro? Intenté recordar los pasos del diario de Pauline:
aceptación
,
coraje
generosidad
,
arrojo
. No los recordaba todos, pero pensar en ellos durante la última semana me había removido de tal manera las entrañas que hacer aquella llamada había sido más un acto impulsivo que una decisión.
El autobús de Magazine Street estaba atestado de turistas y de señoras de la limpieza que viajaban hacia el Garden District. Me bajé en la Tercera, delante de un bar llamado Tracey’s. Pensé en tomarme un par de chupitos para quitarme los nervios, pero al final no lo hice. Scott y yo habíamos visitado el Garden District, una zona muy turística, cuando nos mudamos a la ciudad y nos habíamos quedado embobados delante de las pintorescas mansiones, los templos griegos pintados de rosa, los caserones de arquitectura italianizante, las rejas de hierro forjado y la evidente abundancia de dinero que parecía rezumar por todas partes. Nueva Orleans era un lugar de contrastes: barrios ricos al lado de otros muy pobres, y fealdad al lado de cosas muy hermosas. A Scott lo ponía de mal humor, pero a mí la ciudad me gustaba. Era toda extremos.
Me dirigí al norte.
En Camp Street me detuve, confusa. ¿Habría caminado demasiado en la dirección equivocada? Me paré de golpe, causando una pequeña aglomeración.
—Lo siento —le dije a una joven mamá, que llevaba de la mano a un niño mayor y a un pequeñajo de cara sucia.
Seguí por la Tercera, manteniéndome cerca de la pared para dejar que un grupo de turistas me adelantara.
«Date la vuelta, Cassie, y vete a casa. No necesitas ayuda.»
«¡Pero sí que la necesito! Una sola entrevista. Una hora o dos con Matilda. ¿Qué daño puede hacerme?»
«¿Y si te hacen cosas horribles, Cassie? ¿Y si te hacen cosas que no quieres que te hagan?»
«Eso es ridículo. No me va a pasar nada de eso.»
«¿Cómo lo sabes?»
«Porque Matilda fue amable conmigo. Vio mi soledad y no se rió de ella. Me hizo sentir como si lo mío fuera un trastorno temporal, como si pudiera curarme.»
«Si te sientes tan sola, ¿por qué no vas a un bar, como todo el mundo?»
«Porque me da miedo.»
«¿Miedo? ¿Y esto no te da miedo?»
—No, francamente no —murmuré.
—Cassie… ¿Eres tú? —Me volví y vi a Matilda detrás de mí, en la acera, con una arruga de preocupación en la frente. Llevaba una bolsa de supermercado en una mano y un ramo de gladiolos en la otra—. ¿Te encuentras bien? ¿Te ha costado mucho dar con la dirección?
Yo estaba como en otro mundo, agarrada a una verja de hierro, no sé si para no caerme o para no salir huyendo.
—¡Cielos! Hola. Sí… No. Supongo que he llegado un poco pronto. Pensaba sentarme un momento.
—En realidad, llegas justo a tiempo. Ven, entremos. Te daré algo fresco de beber. Hace mucho calor.
Ya no tenía alternativa. No podía echarme atrás. Sólo podía seguir a aquella mujer al otro lado de la verja. Marcó un complicado código de seguridad y la abrió. Miré calle abajo, por la Tercera, y vi que
Cinco años
se marchaba sin volver la vista atrás.
Seguí a Matilda por un exuberante jardín con árboles y enredaderas que parecían invadirlo todo. Mi mente seguía agarrada a las piernas de mi madre, como una niñita asustada. Íbamos hacia la puerta pintada de rojo de una casita blanca, que al parecer era la antigua cochera de una gigantesca mansión apenas visible desde la calle. Una oleada de vértigo me recorrió el cuerpo.
—Un momento. Espera, Matilda. No sé si puedo hacerlo.
—¿Hacer qué, Cassie? —Se volvió para mirarme, con la cara enmarcada por las flores rojas, que hacían resaltar su pelo, del mismo color.