Y así seguía, interminablemente: «¿Disfrutas del sexo cuando tienes la regla? ¿Te gusta decir guarrerías? ¿El sadomasoquismo? ¿El
bondage
? ¿Cómo prefieres las luces, apagadas o encendidas?» Era lo que más había temido: sentirme abrumada. Era como esos horrendos sueños de exámenes sorpresa que me atormentaban desde que había dejado la universidad. En toda mi vida había tenido
un solo
amante. Sabía muy poco sobre penes, y el sexo anal era para mí una referencia remota, como los tatuajes faciales o la cleptomanía. Pero tenía que ser sincera con mis respuestas. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? ¿Que descubrieran mi total ineptitud sexual y me echaran? Esa idea hizo que el resto del ejercicio me pareciera absurdamente divertido. Después de todo, ¿qué podía perder? ¿Acaso no estaba allí por mi falta de experiencia sexual?
Empecé por la pregunta más simple, la primera, que me pareció muy fácil: «Uno.» Había tenido un solo amante: Scott. Uno y nada más que uno. En cuanto a mis preferencias físicas, pensé en todos los actores de cine y los cantantes que me habían gustado y me sorprendí rellenando todo el espacio disponible con nombres y físicos ideales.
Después, pasé a la siguiente pregunta: ¿orgasmos vaginales? Me la salté. No tenía ni idea. La de las zonas erógenas casi me hizo levantarme para buscar un diccionario en la librería. No pude contestarla. Ni tampoco la siguiente, la que preguntaba si había estado con mujeres. Respondí las demás lo mejor que pude. Al final llegué a la última página de la libreta, donde había un espacio en blanco para que añadiera comentarios y observaciones.
Estoy haciendo un gran esfuerzo para contestar estas preguntas, pero la verdad es que sólo he practicado el sexo con mi marido. Por lo general lo hacíamos en la posición del misionero, más o menos dos veces por semana al principio de nuestro matrimonio, y más adelante una vez al mes, aproximadamente. Casi siempre con la luz apagada. A veces tenía un orgasmo… o eso creo. No estoy segura; puede que fingiera. Scott nunca me lamió lo de abajo. Algunas veces me he tocado yo misma…, de vez en cuando. Pero hace mucho que no lo hago. Scott siempre quería ponerme lo suyo en la boca. Yo lo complací durante un tiempo, pero cuando me pegó ya no pude volver a hacérselo. Desde que me pegó, ya no pude hacer nada con él. Murió hace casi cuatro años, pero llevo más tiempo sin acostarme con nadie. Lo siento, pero no puedo responder a todas las preguntas de este cuestionario, aunque lo he intentado.
Apoyé la pluma sobre la mesa y cerré la libreta. Solamente por haber escrito esas líneas ya me sentía un poco más aliviada.
No me había dado cuenta de que Matilda había entrado otra vez en la sala.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó, mientras volvía a sentarse detrás de su escritorio.
—Me temo que no muy bien.
Cogió la libreta y yo sentí un poderoso impulso de arrancársela de las manos y apretarla contra mi pecho.
—Ya sabes que no es un examen —dijo, mientras echaba un vistazo a mis respuestas con una sonrisa triste—. Muy bien, Cassie. Ven conmigo. Es hora de que conozcas al Comité.
Me sentí como si estuviera soldada a mi confortable sillón. Sabía que, si cruzaba el umbral de esa puerta, un nuevo capítulo de mi vida se abriría ante mí. ¿Estaba lista?
Curiosamente, lo estaba. Me sentía más valiente que antes de entrar en aquel lugar. Pensé que quizá los diez pasos fueran así. Me decía todo el tiempo a mí misma que no me estaba pasando nada malo. Al contrario. Era como si se estuviera desmoronando una montaña de hielo, capa tras capa.
Salimos juntas de la sala y atravesamos la recepción, donde Danica pulsó otro botón bajo su escritorio. Las gigantescas puertas blancas del fondo se abrieron y revelaron una amplia mesa ovalada de cristal, a cuyo alrededor había una docena de mujeres charlando animadamente. No había ventanas en la sala. Sobre las blancas paredes se veían varios cuadros grandes, de colores brillantes, parecidos a los de la recepción. En la pared del fondo, sobre una ancha consola de caoba, destacaba el retrato de una hermosa mujer de piel morena, con una larga trenza caída sobre un hombro. Cuando entramos en la sala, las mujeres guardaron silencio.
—Os presento a Cassie Robichaud.
—Hola, Cassie —entonaron todas.
—Cassie, te presento al Comité.
Abrí la boca para decir algo, pero no me salió nada.
—Siéntate aquí, a mi lado, corazón —dijo una mujer menuda de poco más de sesenta años, con aspecto de ser de la India. Vestía un sari multicolor y sonreía con mucha amabilidad. Apartó una silla de la mesa y me la indicó, golpeando el asiento con la palma de la mano.
—Gracias —respondí, y me desplomé en la silla.
Habría querido mirarlas a todas a los ojos y, a la vez, no ver a nadie. No sabía si agarrarme las manos o sentarme encima de los dedos, para controlarme y dejar de moverme constantemente como una adolescente. «¡Tienes treinta y cinco años, Cassie! Compórtate como una persona adulta.»
Matilda me fue presentando a cada una de aquellas mujeres; su voz me sonaba lejana, como si estuviera bajo el agua. Mis ojos flotaban de una cara a otra, demorándose un poco en cada una para tratar de memorizar los nombres. Noté que cada rostro representaba un tipo diferente de belleza.
Estaba Bernice, una negra rotunda de pelo rojizo, baja estatura y busto generoso. Parecía joven. Tendría quizá unos treinta años. Había un par de rubias, una de ellas era alta, de pelo largo y liso, llamada Daphne, y otra de corta y alegre melena rizada, llamada Jules. Había una morena exuberante, de nombre Michelle y rostro angelical, que se tapó la boca con las dos manos, como si yo hubiera hecho algo adorable en un recital de danza. Después se inclinó a un costado y le susurró algo a la mujer sentada frente a mí, llamada Brenda, que tenía cuerpo atlético y fibroso, y vestía ropa deportiva. Roslyn, de larga melena caoba, estaba sentada a su lado. Tenía los ojos castaños más grandes que hubiera visto en mi vida. También había dos mujeres hispanas sentadas una junto a otra; eran gemelas, y se parecían como dos gotas de agua. La mirada de María transmitía firmeza y determinación, mientras que Marta parecía más serena y abierta. En ese momento me di cuenta de que todas las mujeres presentes lucían una pulsera de oro con amuletos.
—Y, por último, a tu lado tienes a Amani Lakshmi, que es la más veterana del Comité. De hecho, ella fue mi guía, como yo lo seré para ti —dijo Matilda.
—Me alegro mucho de conocerte, Cassie —saludó Amani con ligero acento extranjero, mientras me tendía el esbelto brazo, para estrecharme la mano. Advertí que era la única en la sala que llevaba dos pulseras, una en cada muñeca—. Antes de empezar, ¿tienes alguna pregunta?
—¿Quién es la mujer del retrato? —pregunté, para mi propia sorpresa.
—Carolina Mendoza, la mujer que hizo posible todo esto —respondió Matilda.
—Y la que aún lo hace posible —añadió Amani.
—Sí, es cierto. Mientras nos queden sus cuadros, tendremos los medios para proseguir con la labor de S.E.C.R.E.T. en Nueva Orleans.
Matilda contó que había conocido a Carolina hacía más de treinta y cinco años, cuando era administradora del patrimonio artístico de la ciudad. Carolina era una artista argentina. Había huido de su país en los años setenta, poco antes de que la represión militar pusiera una mordaza a las artistas y a las feministas e impidiera toda creación en libertad. Se habían conocido en una subasta de arte. Carolina estaba empezando a dar a conocer su obra: grandes lienzos y extensos murales de colores brillantes, muy diferentes del tipo de pintura que hacían las mujeres en aquella época.
—¿Estos cuadros son suyos? ¿Y también los del vestíbulo? —pregunté.
—Sí. Por eso tenemos que extremar las medidas de seguridad. Cada uno vale una fortuna. Tenemos varios más almacenados en la Mansión.
Matilda contó que Carolina y ella habían empezado a pasar mucho tiempo juntas y que ella misma se había sorprendido de su proximidad, porque hacía mucho tiempo que no trababa nuevas amistades.
—Nuestra relación no era sexual, pero hablábamos mucho de sexo. Al cabo de un tiempo, llegó a confiar lo suficiente en mí como para compartir su mundo conmigo, un mundo secreto en el que las mujeres se reunían para hablar de sus deseos más profundos y sus fantasías más ocultas. Recuerda que en aquella época no era corriente hablar de sexo, ni mucho menos confesar lo mucho que a una le gustaba.
Al principio, según explicó Matilda, el grupo de Carolina era informal: unas cuantas amigas artistas y algunas mujeres excéntricas, cosa que siempre ha abundado en Nueva Orleans. La mayoría eran solteras o divorciadas, algunas estaban viudas y unas pocas seguían felizmente casadas. Casi todas eran mujeres de éxito de más de treinta años. Pero en sus vidas y en sus matrimonios faltaba algo.
Matilda se convirtió en la representante de Carolina y empezó a vender sus pinturas a precios astronómicos. Al cabo de un tiempo, logró vender varios cuadros a la esposa estadounidense de un jeque del petróleo de Oriente Medio, por decenas de millones de dólares. Con parte de ese dinero, Carolina compró la mansión de al lado y, con el resto de su fortuna, creó una fundación para financiar su incipiente sociedad sexual.
—Con el tiempo nos dimos cuenta de que queríamos vivir nuestras fantasías sexuales, todas ellas. Pero conseguirlo costaba dinero. Había que encontrar hombres, y a veces mujeres, y esos hombres y mujeres tenían que ser los adecuados para interpretar las fantasías, y era preciso… instruirlos. Así empezó S.E.C.R.E.T.
»Una vez que todas nos hubimos ayudado mutuamente a cumplir nuestras fantasías, nos propusimos reclutar cada año a una persona para ofrecerle este don: el don de la completa emancipación sexual. Como actual presidenta del Comité, mi misión es elegir a la nueva incorporación de este año. Pero, conforme con nuestros estatutos, la nueva incorporación también debe elegirnos a nosotras.
—Ahí entras tú, Cassie —dijo Brenda.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Por varias razones. Hace tiempo que te venimos observando. Pauline te sugirió después de verte en el restaurante. Lo de dejarse la libreta no fue adrede, pero no podríamos haberlo planeado mejor. Ya habíamos hablado de ti un par de veces. Todo salió bastante bien.
Esa revelación me ofuscó por un momento. Me habían estado observando, investigando… ¿En busca de qué? ¿Signos de la más abyecta soledad? Sentí un repentino impulso de ira.
—¿Qué queréis decir exactamente? ¿Que visteis en mí a una camarera solitaria y patética? —pregunté, lanzando a las presentes una mirada acusadora.
Amani me apoyó una mano sobre el brazo mientras las demás murmuraban frases tranquilizadoras: «No, cariño», «Nada de eso», «No, no es eso lo que queríamos decir».
—No debes tomarlo como una ofensa, Cassie. A nosotras nos mueve el amor y las ganas de apoyarnos las unas a las otras. Cuando una persona da carpetazo prematuramente a su vida sexual, muchas veces ni siquiera lo nota. Pero el resto de la gente lo intuye. Es como si funcionaras con un sentido menos, sólo que no lo sabes. A veces las personas que se encierran de ese modo necesitan que las ayuden. Y eso es todo. Es lo que queremos decir. Te encontramos a ti. Te elegimos para esto. Y ahora te estamos ofreciendo la posibilidad de empezar de nuevo. Un nuevo despertar. Si tú quieres. ¿Deseas unirte a nosotras y empezar tu viaje?
Yo seguía dándole vueltas a que me hubieran estado observando. ¿Cómo lo habían hecho? Siempre había estado segura de que disimulaba a la perfección mi soledad y mi accidental celibato. Entonces recordé mi ropa marrón, la coleta recogida de cualquier modo, mis horribles zapatos, mi forma de andar con los hombros caídos, mi gata y el modo en que volvía por la noche a un apartamento vacío. Cualquiera que tuviera ojos habría podido ver el aura marrón que me envolvía, como el polvo de una derrota. Había llegado el momento. Era hora de dar el salto.
—Sí —dije, sacudiéndome los últimos restos de duda que aún me quedaban—. Estoy dispuesta. Quiero hacerlo.
Toda la sala estalló en aplausos, y Amani asintió efusivamente para darme ánimos.
—Considera a las mujeres que están en este círculo como tus hermanas. Podemos guiarte de regreso a tu auténtico yo —dijo Matilda, y se levantó.
Sentí que la emoción me oprimía el pecho. ¡Eran tantas sensaciones al mismo tiempo! Alegría, miedo, confusión, gratitud… ¿Era real lo que estaba pasando? ¿Me estaba sucediendo a mí?
—¿Por qué hacéis esto por mí? —pregunté, sintiendo que se me llenaban los ojos de lágrimas.
Matilda se agachó y sacó de debajo de la mesa un cartapacio con cierre de cremallera, que colocó delante de mí. Parecía ser de auténtica piel de cocodrilo y tenía mis iniciales grabadas: C. R. En cierto modo, ya sabían que no podía decirles que no. Abrí el cartapacio y vi los dos bolsillos interiores, llenos de ornamentadas hojas de papel. A la izquierda había un sobre, con mi nombre escrito en cuidada caligrafía. Ni siquiera las invitaciones de mi boda habían sido tan bonitas.
—Adelante —dijo Matilda—. Ábrelo.
Rompí el sello con cuidado. Dentro había una tarjeta.
En el día de la fecha, Cassie Robichaud queda invitada por el Comité para seguir los pasos.
___________ Cassie Robichaud
Debajo había otra línea:
____________ Matilda Greene, en calidad de guía
En el bolsillo izquierdo del cartapacio había una libreta pequeña, idéntica a la de Pauline, con mis iniciales.
—Cassie, ¿podrías leernos los pasos en voz alta?
—¿Ahora?
Miré a mi alrededor y no vi ni una sola cara que me atemorizara; además, sabía que podía marcharme cuando lo deseara. Pero no quería. Me levanté, pero sentí como si tuviera las piernas congeladas.
—Tengo miedo.
—Todas las mujeres que están en torno a esta mesa han sentido lo mismo que ahora sientes tú —dijo Matilda, y las otras asintieron—. Cassie, nosotras
somos
nuestra vida sexual.
Las lágrimas habían empezado a derramarse. Sentí por fin como si todo el dolor que tenía almacenado dentro de mí estuviera encontrando su cauce.
Amani se me acercó un poco más y me dijo:
—La capacidad de sanarnos a nosotras mismas nos ha dado la posibilidad de ayudar a otras. Por eso estamos aquí. Es la única razón por la que estamos aquí.