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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (28 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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Frederick había metido el dedo en la llaga. Aparte de la mera fantasía de ser directora de cine, había pensado muy poco en qué tipo de película quería hacer.

—Me gustan las películas de Hans Richter y de Fritz Lang —le respondí.

—Ah —exclamó Frederick colocando las manos sobre la mesa y poniendo los ojos en blanco—. Las películas artísticas no dan demasiado dinero.

—¿Y qué tipo de películas dan dinero? —preguntó Philip—. ¿O es que el factor artístico no cuenta para nada?

Resultaba muy caballeroso por parte de Philip haber salido en mi defensa. Beatrice, Alfred y Frederick se dedicaban a lanzar ataques y contraataques por toda la mesa como si esa fuera una manera normal de llevar una conversación. Aquello me desconcertaba, por no mencionar que me hacía sentir estúpida.

Frederick tomó aliento y habló con más calma.

—Estoy seguro de que la señorita Rose hará una excelente película. Lo único que estoy diciendo es que el público australiano quiere dramas románticos y comedias.

Al terminar el postre, todo el grupo cruzó el jardín para tomar el té con fruta en el cenador. La conversación pasó del cine al críquet y a la industria inmobiliaria de Palm Beach. Philip se sentó junto a mí.

—Si los australianos no hacen películas sobre su propio país, entonces es casi igual que si fuéramos una colonia estadounidense —comentó—. ¿Por qué una checa logra comprender esto mejor que nosotros?

—Nosotros fuimos casi una colonia durante el Imperio austrohúngaro —le respondí—. Incluso para los checos, el idioma nacional era el alemán, una lengua extranjera. Sería una pena que los australianos se despojaran de su cultura tan fácilmente.

Los Roland estaban plantando aros de cróquet en el césped.

—No soporto ese absurdo juego —comentó Philip—. ¿Damos una vuelta por el jardín?

Había un sendero del ancho de dos personas a través del jardín. Seguiríamos a la vista de los demás invitados, así que no me pareció indecoroso aceptar la invitación de Philip. Caminé a su lado junto a las azaleas y las adelfas, consciente de que nuestros brazos se rozaban cada vez que el sendero hacía una curva.

—Le he contado a mi padre mis planes de estudiar pediatría —me confesó.

—¿Y qué te ha contestado?

—Que se sentiría más feliz si hiciera cirugía general, pero que, por lo menos, la pediatría es mejor que la psiquiatría.

—¿Por qué tiene ese mal concepto de la psiquiatría? —le pregunté—. Se trata de curar la mente.

Philip se paró en seco y echó la vista atrás para ver al grupo que jugaba al cróquet.

—No solo es mi padre —me confesó—. Su opinión la comparte la mayoría de la gente. Incluso Beatrice preferiría que me dedicara a encargarme de los mareos de las señoras mayores y de la gota de sus maridos, y eso que habitualmente no suele ser tan conservadora.

Pensé en la mentira que mi familia se había inventado sobre que a Emilie la había mordido un perro infectado.

—A la gente le avergüenzan los enfermos mentales —concluí.

Philip se volvió hacia mí.

—Tú no piensas así, ¿verdad? Tú lo comprendes. Visitaste a Klára todos los días y diste tu nombre verdadero.

—¿Acaso la mayoría de los familiares no lo hacen?

—No.

Seguimos caminando y el sendero se curvó hacia el borde del jardín, volviendo en dirección al cenador.

—Te echaré de menos cuando me marche a Europa —me confió Philip—. ¡Es tan fácil hablar contigo!

Percibí que los sentimientos entre nosotros estaban cambiando, y me acobardé. Algo no marchaba bien. Philip estaba prometido con Beatrice, pero parecía más feliz charlando conmigo.

—Beatrice te escuchará —le aseguré—. Ella te comprenderá si tú le insistes.

Philip se encogió de hombros.

—Las conversaciones con Beatrice son unidireccionales y un poco como las de mi padre —comentó.

La amargura en su voz me sorprendió. ¿Acaso no estaba enamorado de Beatrice? Quizá se sentía frustrado porque ella era difícil de convencer. Me dio la impresión de que lo había dejado en estado de incertidumbre demasiadas veces.

Beatrice nos vio regresando hacia el cenador y nos llamó.

—¡Ven a unirte al juego, Adéla! Sé que Philip te ha hecho caminar por el jardín con él para evitarlo. Siempre lo hace.

Tras unas rondas golpeando la pelota con los mazos, llegaron las tres y me disculpé para ir a encontrarme con Klára después del colegio en el Café Vegetariano. Mientras Beatrice iba a decirle al chófer que me llevara a la ciudad, Frederick se me acercó.

—Espero no haberla ofendido —me dijo—. Beatrice me saca de mis casillas. Y lo hace a propósito.

—En absoluto —le aseguré, aunque me había hecho sentir estúpida.

—Oficialmente, distribuyo películas —me explicó pasándose la mano por su cabello engominado—. Pero de manera extraoficial soy un cazatalentos. He producido varias películas en Estados Unidos. Si me trae su guion, podemos hablar sobre ello.

—Muchas gracias —le respondí, bastante segura de que, a menos que me apeteciera hacer una absurda película romántica o una comedia, Frederick Rockcliffe sería la última persona a la que acudiría para que me produjera una película.

—¡El coche está listo! —gritó Beatrice desde la casa.

Los asistentes a la reunión me acompañaron hasta la escalinata principal para decirme adiós. Me di cuenta de que Philip se quedaba en segundo plano. El conductor aparcó el coche junto a la escalinata principal. Entonces se escuchó un repentino «pop», seguido de un sonido siseante. Empezó a salir humo del capó. El chófer se apeó del automóvil y se rascó la cabeza.

—El motor se ha sobrecalentado, señorita Beatrice.

Beatrice puso los ojos en blanco.

—¿Otra vez? Es la segunda esta semana. Lo siento, Adéla.

—Puedo coger un taxi —le dije.

—¡Tonterías! —exclamó Beatrice, pasándome el brazo por la cintura—. Philip te llevará a la ciudad. De todas formas, tiene que ir en esa dirección esta tarde...

—No quiero molestar.

—No lo haces —me aseguró Beatrice. Después, acercando su cabeza a la mía, susurró—. Será mi manera de disculparme por imponerte la presencia de ese insensible estadounidense. Es un amigo de Robert. Esa es la única razón por la que lo he invitado.

Philip le bajó la capota a su Talbot para que pudiéramos disfrutar del sol de la tarde. El rugido del motor y el viento silbándonos en los oídos limitaba nuestra comunicación a sonrisas y movimientos de cabeza. De algún modo, así era mejor. No deseaba hablar con él sobre Beatrice.

Philip dobló la esquina de George Street y detuvo el coche delante del Café Vegetariano. Estiró el cuello para ver el cartel de letras góticas y las imágenes de sonrientes ovejas y vacas que adornaban sus ventanales.

—¿Es aquí? —preguntó.

Yo asentí.

—Me impresiona la gente que se mantiene firme en sus convicciones —comentó.

Yo esperaba que mantuviera el motor en marcha mientras se apeaba para abrirme la portezuela, pero aproximó el coche al bordillo y apagó el motor.

—Debes de creer que soy un animal por haber hablado sobre Beatrice como lo hice antes —me dijo—. Como puedes ver, es una persona extraordinaria y sin duda te ha tomado simpatía.

—Por favor, no te disculpes —le aseguré—. No hay necesidad.

Philip me miró fijamente y sonrió.

—Ya ves, mi madre y la señora Fahey eran muy buenas amigas —comentó—. Cuando nació Beatrice, siempre dijeron que ella y yo nos casaríamos cuando creciéramos. Nadie lo ponía en duda, y menos que nadie, Beatrice o yo. Creo que esa es la razón de que nunca comprara una mujer de barro. Nunca pensé que hubiera otras mujeres.

Se volvió y clavó su mirada en mí. Era consciente de que estaba acercando su mano a la mía y estaba segura de que me la iba a coger y a estrecharme entre sus brazos. Pero el encantamiento se rompió cuando llegó Klára.

—¡Doctor Page! —exclamó, levantando los libros que llevaba bajo el brazo—. ¿Se nos une usted para tomar el té?

—¡Hola! —la saludó Philip, abriendo la puerta, apeándose del coche y subiéndose a la acera para recibir a Klára—. No, no voy a importunarte con mi presencia durante el tiempo que compartes con tu hermana. He venido a traer a Adéla. Hemos tomado juntos el almuerzo.

Philip me abrió la portezuela. Examinó detenidamente mi rostro cuando salí del automóvil, pero yo aparté la mirada. Todo era diferente de como había sido una hora antes. Philip albergaba sentimientos por mí más allá de los de un mero amigo, y yo también me sentía atraída por él. Había ido al almuerzo de Beatrice con la esperanza de pasar un buen rato, no para que todo se desequilibrara por completo.

—Los alumnos de mi clase darán su primer concierto el mes que viene —le anunció Klára a Philip—. Yo voy a tocar el
Concierto para piano
de Grieg. ¿Cree usted que podrá venir?

—Klára —le dije yo—. El doctor Page está muy ocupado y ese concierto es durante el día...

—Será un honor —respondió Philip interrumpiéndome antes de que tuviera la oportunidad de terminar la frase. Paseó la mirada entre el rostro de mi hermana y el mío—. Les preguntaré a Robert y a Freddy si quieren acompañarme.

Me puse colorada hasta la raíz del cabello. Klára se dio cuenta, cosa que hizo que me ardieran aún más las mejillas. Philip nos deseó un buen día, montó en el coche y arrancó el motor.

Saludó con la mano una vez más antes de marcharse. Me invadió una sensación de placer mezclada con una fuerte aprensión. Me sentí arrastrada más y más cerca de Philip a medida que él se iba alejando.

DOCE

La producción de la película de Peter comenzó con una apretada programación para el rodaje de apenas tres semanas. Peter tenía que sacar tiempo de los compromisos teatrales de su actor principal y también debía aprovechar al máximo las horas de luz, pues los días cada vez eran más cortos. Era un alivio contar con una distracción para no pensar en Philip. No teníamos teléfono en casa, así que me envió una nota pidiéndome que nos viéramos. Varias veces al día revivía el placer que me había producido que Philip acercara su mano a la mía y la idea de que hubiera querido estrecharme entre sus brazos. Pero tras aquel recuerdo me sobrevenía el dolor. No deseaba causarles ningún sufrimiento a Philip y a Beatrice interponiéndome entre ellos. No creía posible construir mi felicidad sobre la desgracia de otros. Por eso no contesté a la nota. ¿Cómo podía hacer tal cosa? Beatrice era mi amiga.

Llegué al estudio de Peter en Surry Hills para el primer día de rodaje y comprendí que aquel trabajo estaba hecho a mi medida.

El estudio se encontraba en el piso superior de una casa en una calle que se hallaba condenada a la demolición. Las paredes se habían combado y el porche estaba hundido, como si el edificio supiera cuál era su destino y se hubiera resignado a él. Pared con pared había una fábrica de cerveza en cuya primera piedra estaba marcado el año 1851. Las ventanas rotas y las cadenas que cerraban las puertas sugerían que también la fábrica iba a ser derruida.

Subí las angostas escaleras hasta el tercer piso. El sonido de la
Pavana para una infanta difunta
de Ravel flotaba en el aire que provenía del otro lado de la puerta. Llamé y Peter me abrió. El estudio era grande, pero estaba abarrotado: había varias lonas amontonadas unas contra otras, montones de discos de vinilo se apilaban contra las estanterías, llenas no solo de libros, sino de baratijas, fotografías, cabos de velas y botellines de cerveza. En una balda había una colección de tazas de gres con los rostros de los miembros de la familia real británica esculpidos en ellas. El suelo apenas se veía por la cantidad de periódicos que había desparramados por todas partes, así como por las brochas y las latas de pintura. En medio de la estancia una lámpara colgaba del techo con trozos de papel prendidos con alfileres a su pantalla. El aire apestaba a moho y a nitrato de celulosa. Adiviné que ese último olor emanaba de las bobinas de películas almacenadas. Había oído decir que si acercabas una cerilla encendida a un solo fotograma, podías llegar a quemarte tu propia mano. Aquel estudio era una bomba a punto de explotar.

—Ven a conocer a los actores —me dijo Peter, conduciéndome hacia el extremo del estudio donde Hugh estaba sentado con dos hombres y una mujer.

Pasamos junto a la lámpara que tenía los trozos de papel pegados y vi que eran listas: listas de la compra, listas de ejercicios, listas de propósitos de año nuevo... Incluso había una lista de cosas que hacer para la preproducción. Para alguien cuyo estudio era el puro desorden, Peter estaba obsesionado con las listas. Logré ver de pasada algunas de las tareas que formaban parte de la lista de preproducción: «Reunirme con Adéla para hablar sobre el argumento»; «Enviarle al equipo de rodaje la programación de las localizaciones»... Aquellas cosas no habían tenido lugar y comprendí que existía una diferencia entre enumerar las cosas en un trozo de papel y hacerlas de verdad.

—Este es Leslie Norris —me dijo Peter, presentándome primero al actor de más edad.

—¡Encantado de conocerla! —exclamó Leslie, haciendo una floritura con la mano.

Su voz teatral me resonó en los tímpanos. Tenía un tic en la comisura de la boca, por lo que traté de no mirarlo a la cara, temerosa de que comenzara a imitarlo sin querer.

Peter se volvió hacia la mujer, que resopló desdeñosamente y entornó la mirada, y luego miró en dirección al otro hombre, al que me presentó con el nombre de Sonny Sutton. Sonny parecía un curtido Rodolfo Valentino y la mano que empleó para echarse hacia atrás el cabello estaba llena de ampollas.

—Bienvenida al set de rodaje —me saludó.

Su voz era tan suave como estentórea era la de Leslie.

Agradecí a los hombres su bienvenida y contemplé a la mujer. Peter la presentó como Valerie Houson, que volvió a resoplar desdeñosamente. Pensé que estaba resfriada, hasta que sonreí y me respondió frunciendo los labios. Comprendí que Valerie se limitaría a emitir uno de sus desdeñosos resoplidos ante cualquier cosa que yo le preguntara. Llevaba el rostro totalmente cubierto de maquillaje y apestaba a perfume Coty. Yo era la única mujer aparte de ella en la estancia, y percibí que a Valerie no le gustaba tener competencia.

Cuando hubieron terminado las presentaciones, subimos tras Peter por unas escaleras herrumbrosas hasta el tejado plano del edificio, donde se había recreado el decorado de un salón con divanes de cretona y cuadros con escenas marítimas colgados de las paredes. Extendida sobre el techo del decorado había una capa de muselina. Se hinchaba con la brisa como una tenue nube. Un ligerísimo olor a lúpulo flotaba en el ambiente.

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