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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (32 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Ven —me dijo, ayudándome a ponerme en pie.

Recogió la manta y la llevó a un lugar a la sombra detrás de los árboles. Después de que la extendiera de nuevo, nos tumbamos y me atrajo hacia sí y me besó en los labios. Su boca era cálida y sedosa. Me recorrió el cuello con sus besos. Yo levanté la vista hacia la tenue luz que se filtraba a través de los árboles. Yo era virgen y nunca podría haberme imaginado las oleadas de placer que sus besos me producían por todo el cuerpo. Recorrí su piel suave y húmeda con las palmas de las manos y noté como se estremecían sus músculos.

Philip se echó hacia atrás, quedándose de rodillas y permanecimos en silencio, con el sonido de las olas del océano y los pájaros como único telón de fondo. Quería que me volviera a besar y me incorporé para acercarme a él. Pero apoyé la mano sobre el borde de mi traje de baño y se me cayó un tirante, dejando al descubierto uno de mis pechos. Me sentí demasiado avergonzada como para pensar en cubrirme.

Philip levantó la mano hacia mi seno y me acarició el pezón con las puntas de los dedos. Mi vergüenza se convirtió en deseo. Sin embargo, apartó la mano rápidamente. Quería que me tocara el pecho de nuevo y que me lo besara del mismo modo que me había besado la cara. Sin embargo, me colocó el tirante de nuevo en su lugar.

—Te deseo más que nada en el mundo —me dijo con voz temblorosa—. Pero debemos esperar hasta el momento adecuado. Quiero que nuestro amor sea especial.

Se sentó y presionó su mejilla contra la mía. Su cabello olía al océano.

—Primero tenemos que casarnos —afirmó—. Quiero darte un hijo. Quiero que todo sea perfecto.

—Sí —asentí yo.

Todo era perfecto. Prácticamente todo.

TRECE

Cuando me desperté la mañana siguiente, y vi que el sol proyectaba sobre mis brazos la sombra de las cortinas de encaje, hubiera querido quedarme así tumbada en la cama durante horas, deleitándome con los recuerdos del día anterior junto a Philip. Pero la voz de Esther hizo que volviera en mí.

—Ha llegado una nota para ti —me dijo—. La ha traído un chófer.

Salí de la cama, esperando algo de Philip. Me produjo desasosiego comprobar que era de Beatrice.

Querida Adéla:

Ha pasado demasiado tiempo desde que vi por última vez a mi adorable amiga. Siento no haberme puesto en contacto contigo, pero los planes de boda y el viaje a Europa han quedado en suspenso, pues la salud de madre ha empeorado. Echo de menos mis paseos por la ciudad con ella. Parecía que descubríamos tantas curiosidades que yo disfrutaba enormemente durante aquellos ratos. Me preguntaba si querrías acompañarme un día y venir en su lugar. ¿Puede ser pronto? Echo de menos tu sonriente rostro.

Tu amiga,

Beatrice

El tono de la carta transmitía la sensación de que Beatrice estaba tratando de ser fuerte. Sonaba como si necesitara una amiga. Recordé que Edith no había asistido al almuerzo porque estaba en el campo. Yo no era la persona adecuada para consolar a Beatrice, pero ¿qué podía hacer? Ella necesitaba a alguien. La llamé desde el cine y quedé en encontrarme con ella en la ciudad por la tarde.

—¡Qué alegría que hayas venido! —exclamó Beatrice levantándose del banco de Hyde Park donde nos habíamos citado.

Estaba demacrada, pero sus ojos seguían tan llenos de vida como siempre. Rápidamente se puso a comentarme el libro que había estado leyendo mientras me esperaba.

—Trata de cuatro jóvenes que se encuentran en un punto de inflexión en sus vidas —me explicó—. En algunos sentidos es terriblemente deprimente, porque las dos mujeres se subyugan a los hombres, pero también me ha parecido una lectura buenísima.

Beatrice y yo nos cogimos del brazo y nos fuimos de tiendas. Ella estaba de mejor humor de lo que yo había esperado.

—Lo he sentido mucho al enterarme de que tu madre se encuentra mal —le aseguré.

—Se me rompe el corazón al pensar que no puedo hacer nada por ella —me confesó—. El doctor Page padre vino esta mañana y le suministró una dosis de morfina para aliviarle el dolor.

Bajé la mirada. ¿Qué podía decirle yo?

Beatrice me propinó un ligero codazo.

—No llores por nosotras, Adéla. Tú desprendes una tranquilidad que me resulta esperanzadora. Además, no todo son malas noticias. Es posible que Philip se apresure y fije una fecha para nuestra boda.

Se me aceleró el pulso. Me pregunté si ella podría notarlo al roce con mi brazo. Había albergado la esperanza de que Beatrice y yo pudiéramos evitar mencionar a Philip.

Mientras paseábamos por Elizabeth Street, a Beatrice le llamó la atención el escaparate de una tienda de ropa.

—¡Mira ese vestido tan maravilloso! —exclamó, señalando uno ajustado de color coral ribeteado con una hilera de cuentas—. Es precioso, ¿verdad?

El vestido era bonito, pero no resultaba adecuado para Beatrice. Aquel color desentonaría con su cabello rojizo y el corte acentuaría su falta de curvas.

—¿Debería comprármelo? —me preguntó.

El vestido del otro maniquí que había en el escaparate era de color frambuesa, que haría que destacara el del cabello de Beatrice. Además, la forma del escote en V resaltaría el volumen de su pecho. Estaba de moda el pecho «aplanado», pero aquello solo funcionaba en mujeres que tuvieran bastante volumen. Comprendí lo que le sucedía a Beatrice: no es que le apasionara el de color coral, sino que estaba tratando de levantarse el ánimo comprándose ropa nueva, así que le dije:

—Ambos son muy bonitos. ¿Por qué no te pruebas los dos y decides cuál te queda mejor?

Beatrice me agarró del brazo.

—¡Buena idea!

Durante unos instantes, mientras nos dedicábamos a probarnos suntuosos vestidos, casi pude olvidarme de que Beatrice representaba un obstáculo para que yo pudiera estar con Philip. Me probé un vestido de gasa cuyo color rosa me favorecía por mi color de pelo y ojos. Los precios de aquella tienda eran demasiado caros para mí, pero decidí que elegiría un modelo que me gustara y confeccionaría algo parecido para el estreno de mi corto sobre el
bunyip
. Ranjana era una hábil enfiladora y podríamos adornar juntas mi nuevo vestido.

—Ese te sienta estupendamente —comentó Beatrice, parándose a admirarme—. Eres como una muñequita.

De repente un atisbo de tristeza le oscureció el rostro.

—¿Qué te sucede, Beatrice?

—Me recuerdas a mi amiga Margaret —contestó, sentándose en una silla junto al espejo—. Murió en Egipto. Ambas fuimos enfermeras durante la guerra.

—No sabía que hubieras sido enfermera —comenté.

Beatrice hizo una mueca y se pasó la mano por sus rebeldes cabellos.

Beatrice me fascinaba. Tenía más valor de lo que yo nunca hubiera podido imaginar. Me pregunté qué veía Philip en mí que no encontrara en ella. Había viajado y había ido a la guerra. Yo no había hecho nada tan importante.

—Vale, muy bien —concluyó Beatrice, dándose una palmada en las rodillas y olvidándose de su melancolía—. ¡Me llevo este!

Después de que Beatrice se comprara el vestido de color frambuesa, tomamos el almuerzo en un restaurante de Market Street antes de dirigirnos hacia Chinatown. Beatrice me alejó de los patos sin cabeza colgados de ganchos y los cangrejos metidos en cisternas de las tiendas de alimentación y me condujo a una calle en la que había tiendecillas de curiosidades a ambos lados.

—Este es el lugar que más me gusta —anunció—. Es como un cofre del tesoro.

Entramos en un establecimiento que tenía apiladas fundas de cojines brocadas, bolsos de cordones, chinelas bordadas, parasoles y farolillos. Beatrice se detuvo a admirar un
cheongsam
verde que colgaba de una percha.

—Háblame sobre Egipto —le pedí.

Ladeó la cabeza y se inclinó sobre un perchero.

—A Philip lo enviaron a Egipto como médico de campaña —me explicó, devolviéndome la mirada—. Nosotras fuimos a unirnos a él. No creo que ninguno de nosotros estuviera preparado para aquella carnicería. Un día, la ambulancia que yo conducía hacia el hospital fue bombardeada. Margaret murió y a mí me destrozó la metralla. Cuando me llevaron al hospital nadie tenía esperanzas de que sobreviviera.

—Te prometo que sobreviviré si te casas conmigo —le dije a Philip antes de que me anestesiaran.

—¿Y él aceptó la promesa? —le pregunté tratando de ocultar el temblor de mi voz.

Beatrice sonrió soñadora.

—He estado recorriendo el mundo en busca de emociones, pero es porque sabía que cuando llegara el momento adecuado sentaría la cabeza junto a Philip. Cuando la señora Page murió, fue como si perdiera a mi propia madre. Incluso cuando éramos niños, ella siempre me decía: «Cuidarás de mi Philip si algo me pasa, ¿verdad, Beatrice?» —Beatrice se puso muy seria de repente—. Nunca romperé esa promesa. Nunca jamás.

Nos quedamos en silencio durante un momento sopesando la solemnidad de sus palabras.

—¿Esa es la razón por la que te uniste a las enfermeras cuando a Philip lo destinaron a Egipto? —le pregunté.

Beatrice asintió. Su voz no era más que un susurro cuando me dijo:

—Últimamente, Philip parece distraído. Me temo que lo he tenido esperando demasiado tiempo... Temo que haya otra persona...

Una sensación enfermiza se me agarró al estómago. Me aferré a un montón de camisas para tenerme en pie.

—¡Dios santo, Adéla! —exclamó Beatrice, agarrándome del brazo—. ¡Estás más blanca que una sábana! Vamos, déjame ayudarte.

—Es la falta del aire —le aseguré, tirándome del cuello de la camisa.

No me faltaba el aire, lo que sentía eran remordimientos. Apenas el día anterior había besado al prometido de Beatrice en una playa solitaria.

—Sí, el ambiente está muy cargado aquí dentro —comentó Beatrice conduciéndome hacia la puerta.

En la siguiente calle había un café francés, con sus manteles azules y sus cestas de pan, totalmente incongruente con la grafía oriental de los carteles de las tiendas a su alrededor y el olor a bambú y a pescado podrido que impregnaba el aire. Nos sentamos en una mesa junto al ventanal. Beatrice pidió un poco de agua y una tetera. A pesar de que hacía una temperatura agradable, me estremecí.

—¿No será que has cogido la gripe? —aventuró Beatrice—. Déjame que te pida un taxi.

—No, de verdad, estoy bien, Beatrice. Solo ha sido allí dentro. En esa tienda.

Esperaba que cambiara de tema y no hablara más de Philip. Traté de distraerla con preguntas sobre sus viajes a Inglaterra y a Europa, pero cada respuesta volvía de un modo u otro hacia él.

—Me entregué a Philip en Egipto —me confesó.

Me quedé completamente lívida. En lugar de avergonzarme ante una confesión íntima como aquella, me sentí dolida. Pensé en cómo Philip se había retenido conmigo. «Te deseo más que a nada en el mundo», me había dicho. Me quedé estupefacta al enterarme de que había compartido tal intimidad con Beatrice. El único consuelo era que Philip y Beatrice habían sido amantes antes de que él me conociera. Me invadió una sensación que no podía explicar. Vislumbré algo en el interior de Beatrice de lo que no me había percatado anteriormente, algo que bullía detrás de aquellas pecas y de su carácter enérgico. Pero aquella sensación pronto desapareció y todo pareció volver a la normalidad de nuevo.

Tras una hora, consideré que le había demostrado la suficiente educación y me excusé. Quería desembarazarme de Beatrice. Me sentía despiadada por saber que Philip estaba enamorado de mí y no de ella. Le dije que tenía que ayudar a tío Ota en el cine.

—Adiós, Adéla —se despidió, besándome la mejilla—. Me alegro de que hayas podido venir.

—Adiós, Beatrice —respondí yo.

No hizo ninguna mención sobre volver a vernos de nuevo. Mientras caminaba hacia la parada del tranvía comprendí por qué. Beatrice parecía no estar al tanto de la naturaleza de mi relación con Philip y, sin embargo, tuve la clara sensación de que acababa de recibir una advertencia por su parte.

Cuando llegué a casa el sol había desaparecido detrás de las nubes y el mundo se había teñido de una tonalidad gris. Deseaba correr escaleras arriba y desplomarme sobre la cama. Pero cuando me acerqué a la puerta del jardín encontré a tío Ota en el porche en compañía de Frederick Rockcliffe. Ambos tenían sendas jarras de cerveza frente a ellos y se habían reclinado en sus asientos con aspecto de estar muy cómodos.

«¿Qué está haciendo aquí?», pensé. Los estridentes modales de Frederick eran lo último que necesitaba en ese momento.

Frederick se puso en pie de un salto cuando me vio.

—El señor Rockcliffe se ha pasado por aquí esta tarde para que le tomes una fotografía —me explicó tío Ota—. Acabo de descubrir que trabaja para Galaxy Pictures, así que he decidido mejorar nuestro acuerdo con su empresa para nuestro cine. Le gusta la idea de una noche a la semana dedicada al cine australiano.

Frederick me ofreció una silla. Nunca habíamos hablado de que fuera a hacerle un retrato y me irritó que se hubiera presentado sin cita previa. Pero no quería discutir con él. Lo único que deseaba era escaparme de la conversación de alguna manera para poder estar sola.

—Eso es maravilloso.

Me senté y traté de no quedarme mirando fijamente la pajarita púrpura de Frederick. No me fiaba de lo que le había dicho a tío Ota acerca de que le pareciera bien una noche dedicada al cine nacional. Tras la discusión durante el almuerzo de Beatrice, sabía que Frederick representaba a una empresa estadounidense con intereses estadounidenses.

Klára salió de la casa trayendo una bandeja con un surtido de frutos secos. A pesar de mi esfuerzo por componer una sonrisa de educación, mi hermana se dio cuenta de que algo andaba mal. Arqueó una ceja como queriendo preguntarme: «¿Estás bien?». Le contesté bajando la mirada, como para decirle: «Hablaremos más tarde».

—¿Te importa si practico en la sala delantera, tío Ota? —preguntó Klára—. No quiero molestaros a ti y al señor Rockcliffe, pero mañana tengo un examen de piano.

Esperaba que Frederick interpretara la petición de Klára como una excusa para marcharse. En su lugar, contestó como si la pregunta se la hubiera dirigido a él.

—En absoluto, señorita Rose. Estaré encantado de oírla tocar de nuevo.

Klára se sonrojó de placer y regresó a la casa.

—El señor Rockcliffe me ha estado hablando de las oportunidades que existen de construir cines en la costa sur —comentó tío Ota—. El cine está ganando popularidad, pero no hay suficientes salas. Se proyectan las películas en los campos de cultivo y en los salones de actos de las escuelas de arte.

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