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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (34 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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Mary no era tan atractiva como su hermano, pero tenía una mirada agradable.

—¿Eres pianista? —le preguntó a Klára—. Robert tiene que enseñarte su sala de música.

—Íbamos para allá —le contestó Robert.

—Muy bien, entonces daos prisa. No dejes al resto de los invitados solos durante mucho rato, querido —le indicó su madre.

Comprendí que la señora Swan y Mary habían compartido con nosotras toda la conversación que podían sin sentirse incómodas y que nos estaban despidiendo educadamente.

Klára y yo seguimos a Robert por un pasillo en cuyas paredes había colgados cuadros de caballos purasangre, hasta que llegamos a unas puertas dobles.

Robert las abrió y nos hizo pasar a una habitación que era del tamaño del salón comedor de un trasatlántico. En mitad de la estancia había un piano de cola marca Mason & Hamlin y un clavicordio. Instrumentos musicales de todos los lugares del mundo colgaban de ganchos en las paredes. Reconocí algunos de ellos instantáneamente: gongs, gamelanes, gaitas y balalaikas. Sobre un estante había una larga flauta de madera que lucía un diseño de puntos. Había visto antes algo similar. Recordé el documental que el doctor Parker había proyectado en una de nuestras reuniones de los martes. Era un
diyiridú
. La principal atracción de la estancia no era la orquesta autómata, que estaba instalada en una esquina, sino un órgano de tubos que ocupaba una pared entera.

Klára se apresuró a acercarse al instrumento.

—¿Lo tocas? —le preguntó a Robert.

—Me apasiona —respondió él—. Es como tener una orquesta completa al alcance de los dedos.

Klára se puso de puntillas y paseó la mirada entre Robert y el órgano. Mi hermana estaba deseando oírle tocar, pero no quería ser maleducada pidiéndoselo.

—¿Qué tipo de música te gusta? —le pregunté a Robert tratando de cambiar de táctica.

Se aproximó al instrumento y acarició con el dedo el teclado inferior.

—En realidad, cualquiera. A veces me gusta interpretar música sacra tradicional y, en otras ocasiones, me paso horas y horas tocando los últimos éxitos de Broadway.

A Klára se le pusieron en tensión los nervios del cuello.

—Tienes que emplear los ojos, las manos, los pies y los oídos a la vez, ¿verdad? —le preguntó.

Robert se sentó en la banqueta.

—Es como un paseo, un baile y una inmersión en un océano embravecido, pero todo al mismo tiempo —respondió.

Colocó las manos sobre las teclas y comenzó a tocar. Klára y yo dimos un paso atrás. Reconocí el Canon en re mayor de Pachelbel. Anteriormente había escuchado tocar el órgano de tubos en la iglesia, pero en la sala de música de Robert el sonido era colosal. El griterío de la fiesta en el exterior se fue evaporando con el sonido claro de cada nota. Me imaginé que las conversaciones se interrumpían y que todos giraban la cabeza en dirección a la casa a medida que, uno a uno, los invitados se quedaban impresionados por la música. El suelo vibró bajo nuestros pies mientras las panderetas, las castañuelas y los platillos repiqueteaban y tintineaban en las paredes. Adiviné que la cubertería Royal Doulton de la señora Swan estaría vibrando al ritmo de la música. Robert sacudía la cabeza y apretaba los labios mientras tocaba con energía ilimitada. Me sentía tan extasiada por la sonoridad de la música que apenas me di cuenta de que Klára me había cogido de la mano, hasta que me la apretó con tanta fuerza que me aplastó los dedos.

Robert tocó el acorde final y levantó las manos del teclado, deteniéndose un instante antes de volverse hacia nosotras. Estaba a punto de felicitarlo por aquel extraordinario recital cuando una voz conocida exclamó a nuestras espaldas:

—¡Aquí estáis! He estado buscándoos. ¡Y lo único que he tenido que hacer ha sido seguir la música!

Me volví para ver a Beatrice y a Philip en el umbral de la puerta. Beatrice llevaba un vestido de color verde mar con un ribete de seda alrededor del escote. Estaba despampanante. Philip parecía relajado, ataviado con un traje blanco. Beatrice todavía lucía su anillo de compromiso en el dedo. Philip trató de mirarme a los ojos, pero yo aparté la mirada.

Beatrice se apresuró a acercarse para darme un beso y saludar a Klára.

—¡Por fin conozco a la hermana pequeña! —comentó, dándole un abrazo a Klára—. Aunque tan pequeña no es, es casi tan alta como yo.

—¿Cómo está tía Helen? —le preguntó Robert a Beatrice.

A ella se le heló la sonrisa en los labios.

—Esta mañana se encontraba un poco mejor, gracias. No quería apartarme de su lado, pero ha insistido en que lo único que necesitaba hoy era a su enfermera.

Freddy se asomó a la puerta y nos informó de que las mesas del té ya estaban listas.

—Estáis locos si os quedáis aquí —añadió—. Es todo un festín.

—Pues entonces será mejor que vayamos —le respondió Robert echándose a reír—. Los cocineros han estado manos a la obra desde ayer.

Seguimos a Robert hasta la terraza, donde se habían instalado largas mesas llenas de sándwiches de pepino y berros, bizcochos con mermelada y nata, fresas en chocolate caliente, además de todos los tipos de tartas imaginables. Klára permaneció junto a Robert, fascinada por sus conocimientos de música. Me quedé asombrada cuando le oí decir que él era el único miembro de su familia con dotes musicales.

—Mi padre era muy aficionado al deporte. Los Swan siempre han sido muy deportistas. Yo soy una especie de anomalía.

Beatrice fue a ver a las mujeres que estaban jugando al cróquet y les mostró su anillo. Philip estaba de pie junto a ella. Aproveché la oportunidad para huir hacia el jardín. «Todavía la ama», me dije para mis adentros, sintiendo dolor en el corazón.

Caminé a grandes zancadas por la hierba detrás de donde estaban los cipreses y hacia las pistas de tenis. Cuanto más me alejaba de la fiesta, más alivio sentía. El jardín tenía tres niveles. El inferior era maleza natural, pero en el segundo había un laberinto. Me sentí atraída hacia él por curiosidad y por el deseo de desaparecer.

«Para encontrar tu camino de entrada y de salida en un laberinto, lo único que tienes que hacer es pasar la punta de los dedos por la pared del seto a mano izquierda», me había explicado mi padre una vez mientras caminábamos por el interior de un laberinto durante una fiesta estival en Melník.

Alargué el brazo y dejé que la punta de mis dedos se deslizara por las hojas aterciopeladas. Me iba invadiendo una sensación de tranquilidad a medida que avanzaba por el sendero, moviéndome en líneas hacia el centro. En mi peregrinaje me crucé con estatuas y urnas. Llegué al centro, donde encontré un estanque con una carpa nadando en su interior y un banco de piedra.

Me senté y cerré los ojos, volviendo la cara hacia el sol. El fuerte latido de mi corazón fue calmándose y experimenté unos efímeros instantes de tranquilidad.

Oí unos pasos sobre la gravilla y abrí los ojos.

—¿Adéla?

Philip estaba de pie frente a mí. Creí que estaba soñando y alargué el brazo para tocarle la manga, para ver si era real. Se le habían formado unas gotas de sudor sobre el labio superior. ¿Acaso la gente transpiraba en sueños?

Se sentó junto a mí. Por la mirada de sus ojos, podría haber creído que estaba enamorado de mí. Podría haberme dicho a mí misma que me había seguido hasta el interior del laberinto a riesgo de ser visto porque deseaba besarme. Pero me negué a creer ninguna de aquellas cosas. No quería que me dañaran de nuevo.

—Adéla —repitió, tocándome la mano.

La aparté bruscamente.

—¡No lo hagas! —exclamé, poniéndome en pie y separándome hacia el estanque—. Estás comprometido. Con Beatrice.

—Voy a romper el compromiso —me aseguró, siguiéndome—. Hoy mismo. Cuando Beatrice y yo nos marchemos. Quería decírselo esta mañana, para que no se dedicara a exhibir la alianza, pero ella se ha retrasado y no he podido evitarlo.

—Beatrice me contó que fuisteis amantes durante la guerra y que se entregó a ti. Pero a mí me dijiste que debíamos esperar...

Philip se quedó en silencio y después dijo:

—La guerra... lo cambió todo. Éramos jóvenes, pero no sabíamos si estaríamos vivos a la mañana siguiente. Cometimos muchas imprudencias sin pensar realmente en las consecuencias. —Me miró y sonrió—. Es mejor esperar, Adéla, créeme. El amor es sagrado. —Se frotó las manos—. Si hubiera esperado, las cosas ahora serían menos complicadas con Beatrice.

—Tú contabas con casarte con ella, supongo. No pensaste que todo podía cambiar.

Philip asintió con tristeza.

—Sí, también se trataba de eso.

—Beatrice me contó que crecisteis juntos —le dije—. Que prometiste casarte con ella cuando estuvo a punto de morir.

Philip negó con la cabeza.

—Beatrice dice muchas cosas, y algunas de ellas no son totalmente ciertas. He llegado a comprender que me considera una especie de manta cálida y cómoda en lugar del compañero con el que compartir su vida. Se comporta de forma diferente cuando está en Europa. Es más independiente. Apenas me escribe cuando se encuentra allí. Y cuando lo hace, no me dedica más que una página de apresurada prosa.

Una voz gritó:

—¡Philip!

Nos sobresaltamos antes de darnos cuenta de que el grito venía de lejos. Alguien lo estaba llamando desde la casa. Se trataba de una voz de mujer, pero no era la de Beatrice.

—De todos modos, le romperás el corazón —le dije—. Y a tu padre también. La adora.

—Sí, así es —reconoció Philip, sentándose en el banco—. Y además, Beatrice se sentirá dolida y avergonzada. Pero después de un tiempo comprenderán que es lo mejor. Beatrice se merece a alguien que la ame con tanta pasión como yo te amo a ti. Y no un hombre que siente el mismo afecto por ella que sentiría un hermano.

La quietud del laberinto resultaba tranquilizadora. Era como si todo se hubiera detenido para nosotros. Quizá el resto de los invitados había entrado en la casa para escuchar la orquesta autómata de Robert. Deseé que quienquiera que hubiera gritado el nombre de Philip hubiera desistido de encontrarlo.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté sentándome junto a él.

Me apretó la mano.

—Todo irá bien, Adéla. Por favor, no te preocupes. Beatrice estará disgustada durante un tiempo. Pero unos cuantos meses de desdicha serán mejor que una vida entera de mentiras.

Presioné la cabeza contra su pecho. Me sentía bien estando junto a él.

—¿Feliz? —me preguntó.

—Sí.

Se inclinó hacia mí y me besó. Le acaricié el pelo.

—¡Philip!

La voz que habíamos oído antes volvió a llamarlo. Solo que esta vez estaba más cerca y era más apremiante.

—¡Philip!

Una voz más se unió a la primera. Y después otra más. Sonaba como si varias personas anduvieran buscándolo.

Philip se puso en pie y alargó la mano hacia mí para ayudarme a ponerme en pie. Me acarició la barbilla con la punta de los dedos y volvió a besarme.

—Será mejor que me vaya —me dijo—. No sería correcto que nos vieran juntos hasta que no se lo haya contado a Beatrice.

Antes de abandonar el laberinto, Philip se volvió una vez más hacia mí y sonrió.

—Todo va a ir bien, Adéla. No te preocupes. ¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo.

Contemplé a Philip mientras desaparecía detrás del seto. Unos minutos más tarde, las voces que lo habían estado llamando lo saludaron.

—¡Ven rápido a la casa! —le dijo una de ellas.

Me volví a sentar en el banco y me arreglé el cabello. Philip tenía razón. No estábamos intentando hacerle daño a nadie. Lo único que queríamos era ser honrados y hacer lo correcto. Me puse en pie y caminé por el laberinto, ebria de felicidad, de deseo y de luz del sol. Al salir al camino di un respingo cuando me encontré a Freddy esperando junto a los cipreses, fumándose un cigarrillo. Me contempló con una mirada escrutadora.

—Todos los invitados se están marchando. Os llevo a Klára y a ti a casa.

—¿Se están marchando? —repetí, preguntándome por qué me estaría mirando con tanta dureza. ¿Acaso sabía que yo había estado en el laberinto con Philip?—. Pero si todavía es pronto.

Freddy no contestó. Me di cuenta de que el tirante de mi combinación se me veía por debajo de la manga del vestido y tiré de él para colocarlo en su sitio.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Freddy arrojó la colilla de su cigarrillo sobre la gravilla y la pisó.

—Ha llegado un mensaje de casa de los Fahey. La madre de Beatrice ha fallecido. Beatrice se marchó a casa hace media hora. Philip se acaba de ir para reunirse con ella.

CATORCE

El funeral de la señora Fahey reavivó mi dolor por la muerte de mi propia madre. Dudé si dejar o no que Klára viniera conmigo, pero ella insistió en acompañarme. Al final me alegré de que estuviera allí, porque cuando llegamos a la iglesia, el número de asistentes era abrumador. Puede que la familia Fahey fuera pequeña, pero tenían muchos amigos.

Los portadores llevaron el ataúd de la señora Fahey desde la carroza fúnebre tirada por caballos hasta la iglesia: entre ellos estaban Philip y su padre, Robert y Alfred.

Beatrice se encontraba en la entrada de la iglesia con aspecto aturdido y su tía Florence la rodeaba con el brazo. Cuando el ataúd pasó junto a mí y vi una corona adornada con un lazo sobre el que había escrita la leyenda «Mamá», casi me derrumbé. Sabía lo mucho que podía cambiarte el hecho de perder a una madre. En mi vida había un antes y un después: con madre y sin ella.

Los asistentes al entierro siguieron a la comitiva fúnebre hasta el interior de la iglesia. Beatrice trastabilló y yo me adelanté para ayudar a Florence a sujetarla.

—Gracias —me dijo Beatrice, humedeciéndome de lágrimas la mano.

Su rostro había perdido el color y sus cejas rojizas destacaban como si estuvieran flotando en el aire por sí solas.

En la iglesia, agaché la cabeza y recé en busca de orientación. No había hablado con Philip desde la tarde del té. Pero confiaba en su promesa de que encontraría la mejor manera de que él y yo pudiéramos estar juntos. Sabía que todavía no se lo había dicho a Beatrice a causa de las circunstancias y aceptaba que tendría que seguir siendo paciente durante algún tiempo para poder hacer lo correcto en lo referente a ella.

Fuera de la iglesia, Klára y yo esperamos junto con el resto de los asistentes para darle el pésame. Estaba sentada en una silla con Philip y Florence a su lado.

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