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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (60 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—No estamos dispuestos a pagar —anunció uno de ellos, un hombre con la cara quemada por el sol—. Ya hemos pagado demasiado por ver basura.

Tío Ota les aseguró que la película que íbamos a proyectar era de la mejor calidad, e incluso les ofreció entrar gratis. Si no les gustaba la película, no les cobraría. Pero los cinco, con expresión contrariada, sacudieron la cabeza en señal de negativa y se marcharon.

—¿Por qué han venido hasta aquí si no querían ver la película? —preguntó Ranjana—. ¿Solo para burlarse?

Una noche de estreno con tan poco éxito no auguraba nada bueno para el resto de nuestro viaje. Habíamos pagado a la Escuela de Bellas Artes cuatro noches por adelantado con la intención de proyectar no solo
El Valle de la Esmeralda
y
El Bunyip
, sino también otras películas australianas mudas que habíamos alquilado. Tampoco nos levantó el ánimo descubrir que el propietario de la taberna local, que nos proporcionaba el alojamiento, nos estaba cobrando tres veces su tarifa normal.

—No me fío de la gente del mundo del espectáculo —declaró cuando tío Ota se encaró con él cuando descubrimos el timo—. Siempre están ustedes dispuestos a escaparse del pueblo sin pagar.

Andábamos preguntándonos si debíamos dar la gira por perdida cuando se me ocurrió una idea.

—¿Por qué no sustituimos las escenas de Watsons Bay en
El Bunyip
por fragmentos grabados aquí? —propuse—. La gente es muy vanidosa. Seguramente acudirán a verse a sí mismos y los sitios en los que viven, ¿no?

Al día siguiente nos preparamos para filmar el pueblo con nuestras cámaras. El panadero y el encargado de la tienda de alimentación accedieron amablemente a que rodáramos exteriores de sus establecimientos, pero el resto de los habitantes del pueblo fueron muy desagradables. Me acerqué a un grupo de hombres para pedirles que actuaran de extras, pero me dieron la espalda. Las mujeres reaccionaron exactamente con la misma frialdad, incluso cuando intenté mostrarme encantadora con ellas.

—Qué vestido tan bonito —comenté acercándome a una mujer que estaba de pie junto a la oficina de correos—. Quedaría estupendamente en nuestra película.

La mujer se giró sobre sus talones y se introdujo en la oficina de correos sin apenas echar la vista atrás.

—Nosotros sí saldremos en su película —dijo una voz a mi espalda.

Me volví y vi a un grupo de muchachos de pie detrás de mí. El portavoz parecía tener aproximadamente nueve años, pelo rubio rojizo y una mancha de suciedad en la nariz. El resto mostraba un aspecto de lo más heterogéneo, con los botones de las camisas mal abrochados y los calcetines bajados. Hugh sugirió que los rodáramos jugando al críquet.

—Tomad —les dijo tío Ota más tarde mientras les entregaba entradas a los muchachos—. Venid a la primera sesión del sábado. Es gratis.

Tío Ota se apresuró a marcharse a Thirroul para revelar los copiones. Teníamos curiosidad por ver cómo encajaría el pueblo en el argumento, aunque tuvimos que mantener las escenas de la playa que habíamos grabado en Watsons Bay y en un fotograma se veía un ferry cruzando el puerto.

A la primera sesión asistieron los niños del pueblo, que vinieron acompañados de sus padres. El público aplaudió en todas las escenas de
El Bunyip
y disfrutó de las películas que proyectamos después. La mayoría de los padres regresaron para la sesión del sábado noche y tuvimos que colocar asientos adicionales. Incluso apareció el grupo que se había negado a entrar en la sala durante nuestra primera noche en el pueblo.

—Los niños a veces son los que enseñan a sus padres —me dijo tío Ota cuando vio a la multitud haciendo cola frente a la puerta.

Los espectadores aclamaron
El Valle de la Esmeralda
, incluso se pusieron en pie para aplaudir y confirmaron lo que nosotros ya sabíamos: podría haber sido un gran éxito. Más tarde, Hugh y yo contestamos a las preguntas del público sobre la trama de la película y sobre cómo estaba hecha. El entusiasmo de la gente me animó y me deprimió a partes iguales: resultaba maravilloso ver que la película era bien recibida, pero era triste saber que no existía la menor posibilidad de que se distribuyera a escala nacional.

Proseguimos nuestra gira durante dos meses, avanzando por la costa a través de los pueblos de Unanderra, Wongawilli y Dapto hasta Nowra y de vuelta por la costa a través de Gerringong y Kiama.

En Kiama me encontré con Hugh en el vestíbulo de nuestro hotel cuando iba camino a tomar el desayuno. La noche anterior habíamos terminado tarde, pero él tenía un aspecto animado. Noté algo diferente en él. Estaba sonriendo. Bueno, no solo sonreía, mostraba una sonrisa radiante. Me di cuenta de que era una persona distinta a la que yo había conocido en el Café Vegetariano. Se le había suavizado el carácter. Pero, por supuesto, eso era algo que no podía decirle.

—¿Crees que podríamos quedarnos aquí unos cuantos días? —me preguntó.

—¿Tanto te gusta Kiama? Pensaba que tenías que volver a Sídney...

De repente, Hugh bajó la cabeza y se miró las manos.

—¿Qué sucede?

Se sonrojó.

—A Esther le gusta la iglesia que hay aquí. Queremos casarnos.

Lo agarré por los hombros y casi grité de alegría, pero me contuve. El director del hotel nos había advertido que no debíamos hacer demasiado ruido por las mañanas. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Eso es maravilloso!

Esther, Ranjana y tío Ota ya se encontraban en el comedor cuando Hugh y yo entramos. Giallo estaba dando saltitos sobre el hombro de Esther.

—Parece que el mejor amigo de Hugh también te ha adoptado a ti —le dije.

El rostro de Esther era un reflejo del de Hugh. También lucía una sonrisa radiante. Me alegré de verla tan feliz. Quizá no todas las historias de amor acababan mal.

Cuando Hugh les contó a Ranjana y a tío Ota la noticia, Ranjana se emocionó tanto que el director del hotel salió corriendo de la cocina para enterarse de a qué se debía aquella conmoción. Pero Ranjana le dedicó una de sus majestuosas miradas y el hombre se escabulló asustado.

—Tenéis que darles tiempo a los demás para que puedan venir —le advertí a Esther—. Klára, Robert y Thomas no se lo perderían por nada del mundo. Y tienes que ponerte un bonito vestido, Esther. Ese será mi regalo.

Esther y Hugh contrajeron matrimonio en la iglesia de San Pedro y San Pablo cuatro días más tarde. El templo era un lugar tranquilo, con una luz traslúcida que se filtraba por las vidrieras y formaba columnas sobre el suelo alrededor del altar. El olor a agua de mar flotaba en el ambiente y se mezclaba con el aroma de los lirios del ramo de Esther. Estaba preciosa con un vestido blanco de época y unas enaguas color canela que Klára había traído a toda prisa de Sídney y que Ranjana había arreglado la noche anterior. Tío Ota era el padrino y se encontraba junto a Hugh con Giallo sobre su hombro. Klára hacía las veces de dama de honor. Peter sacó tiempo de la ópera que estaba escribiendo para asistir a la boda.

Como Hugh era católico, no hubo dificultades para que se casaran por la iglesia, pero me pregunté si Esther estaría pensando en Louis y si su felicidad también tendría un cierto deje de tristeza. No pude evitar pensar en Philip. ¿Me había equivocado al rechazarlo? ¿Puede que lo único que yo necesitaba fuera tiempo? Esther había amado a Louis con todo su corazón, pero ahora también era capaz de querer con locura a Hugh. Mientras el párroco hablaba, me percaté de que había una mariposa azul y negra entre las flores del ramo de Esther.

Esther bajó la mirada y parpadeó. Por el rubor que le subió por el cuello, comprendí que ella también la veía. La mariposa permaneció en el mismo lugar durante los votos y el intercambio de anillos y aún siguió revoloteando alrededor del ramo cuando Esther y Hugh abandonaron la iglesia como marido y mujer.

En el exterior, Esther y Hugh posaron ante la puerta principal para que yo les hiciera una fotografía. Cuando estaba a punto de apretar el disparador, la mariposa echó a volar y se alejó hacia el sol. Esther y yo contemplamos su trayectoria hasta que desapareció de la vista.

—¿Qué estáis mirando? —preguntó tío Ota, haciéndose visera con la mano—. ¿Una gaviota?

Esther se volvió hacia mí y sonrió, le temblaban las manos. Esperé a que desapareciera la humedad que le empañaba los ojos antes de hacer la fotografía.

Más tarde, cuando nos sentamos para celebrar el banquete de bodas, Esther se inclinó hacia mí y me tocó el brazo.

—Ahora lo comprendo —me susurró—. Él estaba intentando decirme que fuera feliz.

Cuando Stuart Doyle se enteró del éxito que habíamos cosechado en la costa sur con
El Valle de la Esmeralda
, recomendó a Australasian Films que la distribuyera aunque se tratara de una película muda. Las salas australianas se hallaban ante un dilema con las compañías cinematográficas sonoras estadounidenses que querían establecer un monopolio firmando carísimos contratos con los operadores locales. Los estadounidenses vendían a unos precios muy altos y solo las grandes empresas podían permitirse el equipo necesario para rodar películas sonoras. Las salas de las afueras todavía necesitaban películas mudas y seguirían así hasta que Australia desarrollara su propia tecnología sonora. Aquella era una pequeñísima oportunidad para que
El Valle de la Esmeralda
pudiera exhibirse a escala nacional, pero yo la aproveché. No hubo ningún estreno glamuroso ni publicidad, sino que el éxito de la película corrió rápidamente de boca en boca. En todos los lugares en los que se proyectó, Freddy recuperó su dignidad y se le reconoció como uno de los defensores de la causa de la industria nacional.

Irónicamente,
El Valle de la Esmeralda
generó beneficios para Australasian Films en Estados Unidos. «Parece que todavía existe un interés nostálgico entre el público por las películas mudas —le escribió Stuart Doyle a Robert—. Y, por supuesto, Estados Unidos es un mercado nacional de gran tamaño.»

El Valle de la Esmeralda
recaudó más beneficios para Australasian Films que
For the Term of His Natural Life
, que también se pasó de moda de la noche a la mañana. Dado que los costes de producción de nuestra película habían sido menores, el margen de beneficios fue mucho mayor.
For the Term of His Natural Life
, cuyo presupuesto se había disparado hasta alcanzar las sesenta mil libras, registró pérdidas.

Stuart Doyle le ofreció a Hugh un trabajo permanente en los nuevos estudios Cinesound. Le dije que lo aceptara. Un salario fijo lo ayudaría a mantener a su nueva familia. Esther estaba embarazada.

El día del cumpleaños de Freddy de ese año, me quedé con tío Ota y Ranjana, que le habían comprado su casa a Esther cuando ella se casó con Hugh, y conduje hasta el cementerio de Waverley por la tarde para poner flores en la tumba de Freddy. Era algo que había hecho cada noviembre desde su muerte. El tiempo nuboso casaba perfectamente con mi estado de ánimo en lo que se había convertido en el día más triste de todo el año. Me estremecí cuando tuve las puertas del cementerio ante mí. Me recordaban al primer día que las había visto, cuando Freddy yació por primera vez en la tierra y le separaron de mí para siempre.

Compré un ramo de iris al florista y me adentré por el sendero en dirección a la tumba de Freddy. El dolor me resultó demasiado insoportable tras la muerte de mi marido como para pensar en tumbas, por lo que Klára y Robert fueron los que tomaron las riendas y lo organizaron todo, incluyendo los versos del poema de Tennyson para el epitafio de Freddy. Coloqué las flores en la tumba y me arrodillé para leer las letras doradas:

Me parece que, pase lo que pase,

cuanto mayor es la congoja, siento

que es mejor haber amado y perdido

que nunca haber conocido el amor.

Aquellas palabras que tantas veces había leído de repente lograron conmoverme. Un rayo de sol apareció entre las nubes y brilló sobre las tumbas que estaban alrededor. La oscuridad que había albergado en mi interior durante tanto tiempo se disipó y se alejó flotando. Fue como si, durante aquel instante, Freddy me hubiera abrazado y se hubiera marchado. Me sentí como si mi marido me acabara de decir que ya había llegado el momento de seguir adelante.

Cuando desanduve mis pasos por el sendero hacia la puerta principal, me percaté de la presencia de un anciano que caminaba arrastrando los pies delante de mí. Lo reconocí al instante. No tenía un porte tan imponente como en el pasado. Comprendí que debía de haber ido a visitar la tumba de su esposa.

—¡Doctor Page! —lo llamé.

El doctor Page se volvió y me miró con ojos entrecerrados. Casi esperaba que me fuera a reprender por haber perturbado su paz, por lo que me sentí aliviada cuando sonrió.

—Señora Rockcliffe —dijo, avanzando hacia mí—. Lo sentí mucho al enterarme de su pérdida. Ya ha pasado bastante tiempo, ¿verdad?

—Cinco años —le respondí.

El doctor Page estudió mi rostro. En los ojos le asomaba una mirada aturdida por el dolor. Me percaté de que estaba sudando a pesar de que la brisa que provenía del océano era fresca. Alargué el brazo y cogí el suyo.

—¿Puedo acompañarle?

Se le llenaron los ojos de lágrimas y yo recordé el día en el que había tomado la fotografía de él y Philip. Si me hubiera encontrado con el doctor Page antes de visitar la tumba de Freddy, quizá no me habría parado a saludarle y seguiría albergando mi resentimiento hacia él por su colaboración en la mentira de Beatrice. Pero ahora era consciente de que yo también podía cometer tantos errores como el que más. No tenía razones para considerarme moralmente superior. Ante la tumba de Freddy finalmente había acabado por comprender lo afortunada que había sido por haber tenido la oportunidad de quererlo. Lo había amado de forma inesperada e imperfecta. Pero de todos modos había podido amarlo.

Antes de que llegáramos al final del sendero, el doctor Page se detuvo. Me preocupaba que pudiera sentirse indispuesto.

—Soy demasiado viejo para ocultar la verdad —me confesó, agudizándosele la voz—. Usted y Philip estaban enamorados y los separé porque me había empeñado en que él tenía que casarse con Beatrice.

La contundencia de su confesión nos dejó a los dos sin aliento. El doctor Page había resumido en aquellas palabras nuestra triste historia. El cementerio se encontraba en silencio, como si todos los difuntos que yacían en paz se estuvieran preguntando qué pasaría a continuación. Solo las gaviotas y el tenue sonido de las olas del océano me convencieron de que no me había quedado sorda.

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