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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Septiembre zombie (5 page)

BOOK: Septiembre zombie
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—Tiene razón. Deberíamos tener un faro o algo por el estilo, pero primero busquemos un sitio donde estar seguros.

—Una nueva hoguera en algún otro sitio la vería mucha más gente, ¿no es cierto? —preguntó Sandra Goodwin, una ama de casa de cincuenta y un años—. ¿Y no es eso lo que queremos?

—La cuestión crucial —intervino Michael, cambiando el tono y alzando un poco la voz, con lo que, de repente, todos se volvieron hacia él y le prestaron atención— es que primero tenemos que cuidar de nosotros mismos, y después empezar a pensar en cualquier otro que pueda seguir vivo.

—Pero ¿no tendríamos que empezar por encontrar a otros supervivientes? —preguntó alguien.

—No creo que debamos hacerlo —contestó Michael—. Estoy de acuerdo con que debemos tener un faro o algo por el estilo, pero aún no tiene sentido que perdamos el tiempo buscando activamente a otras personas. Si hay otros, entonces ellos tienen muchas más posibilidades de encontrarnos a nosotros que nosotros a ellos.

—¿Por qué dices esos? —preguntó Sarah.

—Cuestión de lógica. ¿Alguien sabe cuántas personas vivían en esta ciudad?

—Alrededor de un cuarto de millón. Doscientas mil o algo por el estilo —respondió alguien.

—Y sólo treinta y seis estamos aquí.

—¿En consecuencia? —preguntó Ralph, que parecía cada vez más incómodo e intentaba desesperadamente recuperar el control de la conversación.

—¿Qué es lo que te dicen esas cifras?

Ralph se encogió de hombros.

—A mí me dicen —prosiguió Michael—, que buscar a alguien más sería como buscar una aguja en un pajar.

Carl asintió, completamente de acuerdo, y tomó el hilo donde lo había dejado Michael.

—Ahí fuera no hay nada —empezó, mientras iba contemplando, de izquierda a derecha, los rostros reunidos a su alrededor. Miró al otro lado de la sala y cruzó una rápida mirada con Michael—. Las únicas personas que he visto moverse desde que comenzó todo esto están sentadas aquí. No sabemos el alcance de lo que ha pasado. Podríamos ser los únicos que quedan...

Ralph lo interrumpió.

—Deja de hablar así. No le hacemos ningún bien a nadie diciendo esas cosas...

Michael volvió a tomar la palabra.

—Desde que empezó esto, ¿alguien ha oído pasar un avión o un helicóptero?

No hubo respuesta.

—El aeropuerto se encuentra a unos ocho kilómetros al sur de aquí; si estuviera volando algún avión, lo habríamos oído. Hay una estación de ferrocarriles que enlaza la ciudad con el aeropuerto y las vías corren al otro lado de Stanhope Road. ¿Alguien ha oído algún tren?

Silencio.

—Si ésta fuera la única región afectada —continuó—, sería lógico pensar que habrían venido a ayudarnos.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó en voz baja un hombre llamado Tim, no muy seguro de querer oír la respuesta.

Michael se encogió de hombros.

—Supongo que intento decir que se trata de un desastre nacional, como mínimo. La falta de tráfico aéreo me hace pensar que puede ser mucho peor que eso.

Un incómodo murmullo recorrió todo el grupo.

—Michael tiene razón —intervino Emma—. Esta cosa se propaga a gran velocidad. No hay forma de saber qué zonas se habrán visto afectadas. Todo ocurrió tan rápido que dudo que se haya podido hacer algo para detener su expansión antes de que fuera demasiado tarde.

—Pero tal vez esta zona esté demasiado infectada para entrar en ella —replicó Tim, con voz tensa y asustada—. Podrían haber aislado Northwich.

—Podrían —asintió Michael—, pero no me parece demasiado probable, ¿no crees? Habríamos oído algo.

Tim no dijo nada.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó una voz vacilante desde el centro del grupo.

—Creo que deberíamos marcharnos de aquí —propuso Michael—. Mirad, sólo estoy pensando en mí, y vosotros deberíais hacer lo mismo. No estoy dispuesto a quedarme sentado aquí y esperar una ayuda que estoy bastante seguro de que nunca va a llegar. No quiero quedarme atrapado aquí durante días rodeado de miles de cadáveres. Quiero salir.

8

Michael estaba exhausto, pero no podía dormir. Cuando finalmente consiguió perder la conciencia, sólo tardó unos pocos minutos en despertarse y sentirse peor que nunca. Había estado tendido en el suelo en medio de una corriente de aire y le dolían todos los huesos del cuerpo. Habría preferido no molestarse en intentar dormir.

El centro comunitario estaba helado. Él se hallaba completamente vestido y se había envuelto en una gruesa chaqueta de invierno, pero seguía notando el aire gélido. En ese momento lo odiaba todo, pero enseguida decidió que lo que más odiaba era esa hora del día. Aún era oscuro, y en las sombras creyó ver miles de formas sinuosas donde, en realidad, no había ninguna. La cabeza le daba vueltas. Sólo podía pensar en lo que había pasado fuera. Todo había quedado afectado. No soportaba pensar en su familia, porque no sabía si seguían vivos. No podía pensar en su trabajo y en su carrera, porque ya no existían. No podía pensar en salir con sus amigos durante el fin de semana, porque, con toda seguridad, esos amigos también estaban muertos, yaciendo boca abajo en una esquina de cualquier calle, y los lugares a los que solían ir estarían silenciosos y vacíos. No podía pensar en sus programas de televisión favoritos, porque no había ningún canal que siguiera emitiendo ni electricidad para que funcionasen los televisores. Ni siquiera se sentía capaz de silbar la melodía de sus canciones preferidas. Dolía demasiado recordar y sentir las emociones que, aunque sólo habían desaparecido hacía un par de días, parecía haberlas perdido desde siempre. Desesperado, se quedó contemplando la oscuridad y concentrándose con todas sus fuerzas en escuchar el silencio. Pensó que si conseguía vaciar la cabeza de todo, el dolor desaparecería. No funcionó. No importaba en qué dirección mirase, lo único que veía eran otros rostros tan desesperados como el suyo, devolviéndole la mirada a través de la oscuridad. Todos estaban sufriendo el mismo insomnio doloroso e incurable.

Los primeros rayos de sol comenzaban a filtrarse en la sala. La luz penetraba con lentitud a través de una serie de pequeñas ventanas rectangulares, colocadas a intervalos regulares a lo largo de la parte superior de la pared más larga de la sala principal. Todas las ventanas estaban protegidas por fuera con una rejilla muy tupida, y todas también estaban cubiertas por capas de pinturas en spray, obra de incontables vándalos a lo largo de los años. A Michael le resultó extraño y desconcertante pensar que, en ese momento, todos esos vándalos estaban, casi con toda seguridad, muertos.

No quería moverse, aunque sabía que tenía que hacerlo. Necesita desesperadamente usar el servicio, pero tenía que reunir el valor y la energía para levantarse e ir hasta allí. La temperatura era gélida, y no quería despertar a ninguno de los pocos afortunados que habían conseguido dormirse. En la sala reinaba tal silencio que no importaba lo cuidadoso que intentase ser, porque todos oirían cada paso que diese. El estado de los servicios tampoco ayudaba. Ya no tiraban de la cisterna, porque el suministro de agua se había agotado, y se habían visto forzados a utilizar un pequeño lavabo químico que alguien había encontrado entre el equipo de los scouts. Aunque llevaba menos de un día en uso, ya apestaba. Emanaba una combinación nociva de fuertes detergentes químicos y desechos humanos estancados.

No podía seguir aguantando, tenía que ir. Intentó sin éxito hacer que el corto viaje le pareciera un poco más fácil convenciéndose de que cuanto antes se levantara, antes lo habría hecho y estaría de vuelta. Resultaba extraño que ante la enormidad del desastre, incluso la más sencilla de las tareas cotidianas pareciera de repente una montaña imposible de escalar.

Se apoyó con la mano derecha en el cercano banco de madera y se levantó con pies inseguros. Durante unos pocos segundos no hizo nada más que quedarse quieto e intentar mantener el equilibrio. Temblaba de frío. Luego dio unos tambaleantes pasos de prueba en medio de la penumbra hacia los servicios. En tres semanas cumpliría los veintinueve. Esa mañana se sentía como si tuviera al menos cincuenta.

Se detuvo ante el servicio y respiró hondo antes de abrir la puerta. Miró a la derecha, y a través de una pequeña ventana junto a la puerta principal, le pareció ver algo fuera. Se quedó helado. Decididamente había visto movimiento.

Sin hacer caso del punzante dolor en su vejiga, Michael apretó la cara contra los sucios cristales y miró hacia fuera a través de las capas de pintura y la rejilla. Bizqueó a causa de la luz.

Ahí estaba de nuevo.

Al instante se olvidó de la temperatura, del dolor de huesos y de su vejiga llena; desbloqueó la puerta y la abrió de par en par. Se precipitó hacia la fría mañana, corrió hacia el otro extremo del aparcamiento y se paró al borde de la calle. Allí, al otro lado de la calle, vio a un hombre que se alejaba lentamente del centro comunitario.

—¿Qué ocurre? —preguntó una voz de repente, sobresaltando a Michael. Era Stuart Jeffries. Él y otros tres supervivientes le habían oído abrir la puerta y, preocupados, lo habían seguido al exterior.

—Allí —contestó Michael, apuntando hacia el hombre, que se encontraba a poca distancia y daba unos lentos pasos hacia delante—. ¡Eh! —gritó, con la esperanza de llamar su atención antes de que desapareciese—. ¡Eh, tú!

No hubo respuesta.

Michael echó una rápida mirada a los otros cuatro supervivientes antes de darse la vuelta y correr hacia el hombre. En unos segundos había llegado al lado del individuo de paso letárgico.

—Eh, compañero —gritó—, ¿no me has oído?

El hombre siguió andando. Michael fue tras él.

—Eh —repitió, esta vez un poco más alto—, ¿te encuentras bien? Te he visto pasar y...

Al hablar alargó la mano y le agarró del brazo. En cuanto apretó un poco, el hombre dejó de moverse. Se quedó parado y en silencio, inclinándose hacia delante y meciéndose inestable, como si ni siquiera supiera que Michael estaba allí. ¿Quizá se encontraba en estado de shock? ¿Quizá lo que le había ocurrido al resto del mundo había sido demasiado para este pobre tipo?

—Déjalo —gritó uno de los otros supervivientes—. Vuelve adentro.

Michael no le estaba escuchando. Lentamente hizo volverse al hombre para poder mirarle a la cara.

—Mierda... —fue todo lo que se le ocurrió decir cuando se encontró ante los ojos fríos, vidriosos y desenfocados de un cadáver.

Desafiaba a cualquier lógica, pero no cabía la más mínima duda de que el hombre que se hallaba ante él estaba muerto. Tenía la piel tensa, translúcida y amarillenta y, como todos los demás cadáveres que había visto tendidos en las calles, restos de sangre oscura y seca le manchaban la boca, la barbilla y el cuello.

Asqueado y en shock, Michael soltó el brazo sin vida del hombre y se tambaleó hacia atrás. Tropezó y cayó sobre otro cuerpo; desde el bordillo contempló cómo el hombre volvía a emprender la marcha, moviéndose con desesperante lentitud, como si llevara plomo en las botas.

—Michael —gritó Jeffries desde la entrada del aparcamiento—. ¡Vuelve adentro inmediatamente, vamos a cerrar la puerta!

Michael se puso en pie con dificultad y corrió de vuelta con los otros. A su alrededor podía ver a más cuerpos moviéndose. Resultaba evidente por su modo de andar, lento, forzado e inseguro, que, como el primer hombre que había visto, esa gente tampoco eran supervivientes.

Cuando llegó al aparcamiento, los otros ya habían entrado en el centro comunitario. Era levemente consciente de que le estaban gritando que regresara al interior, pero en su pánico e incredulidad no conseguía registrar sus gritos y llamadas. Se detuvo y se quedó mirando la calle principal, paralizado por la visión imposible que se mostraba ante él.

Aproximadamente un tercio de los cuerpos se estaba moviendo. Más o menos uno de cada tres entre los cadáveres que habían cubierto las calles alrededor del centro comunitario había recuperado la movilidad. ¿Sería que no habían estado nunca muertos? ¿Habrían estado sólo en coma o algo parecido? Un millar de preguntas incontestables empezaron a inundarle el cerebro.

—¡Por el amor de Dios, vuelve adentro! —gritó desde el salón una voz ronca de miedo.

Como para recalcar la situación, el cadáver más cercano a Michael empezó a moverse en el suelo. Comenzando por la punta de los dedos de su extendida mano derecha, el cuerpo empezó a estirarse y a temblar. Mientras Michael lo contemplaba con silenciosa incredulidad, los dedos del cadáver empezaron a clavarse en el suelo, y unos segundos después, toda la mano se estaba moviendo. El movimiento se extendió de forma constante a lo largo del brazo, y finalmente, con un potente temblor, el cuerpo comenzó a levantarse, cayendo hacia atrás en varias ocasiones, incapaz de soportar su propio peso. Cuando por fin se alzó del todo sobre sus inseguros pies tropezó y dio traspiés como un animal recién nacido. Una vez se estabilizó se fue alejando, pasando a menos de un metro de donde se encontraba Michael. La maldita cosa ni siquiera pareció darse cuenta de que él estaba allí. Aterrorizado, Michael se dio la vuelta y regresó corriendo al interior del centro.

La noticia se extendió con rapidez entre los supervivientes. Carl, negándose a creer lo que había oído, subió a la zona plana del tejado en la que había estado la noche anterior.

Era verdad. Por increíble que pudiera parecer, algunos de los cuerpos se estaban moviendo.

Se quedó parado y contempló la misma escena dantesca que había estado observando menos de doce horas antes; vio que muchos de los cadáveres que había visto antes habían desaparecido. Miró hacia el lugar en el suelo donde había muerto el muchacho con el cuello roto.

No había nada. El chico había desaparecido.

9

Durante lo que pareció una eternidad nadie se atrevió a moverse. Los supervivientes, aturdidos y en estado de shock por todo lo que ya habían tenido que pasar, se juntaron aterrorizados e incrédulos, e intentaron aceptar lo ocurrido esa mañana. Curiosamente, fue Ralph, el hombre que había intentado aparentar tanta autoridad y que tan ávido de tomar el control había estado la noche anterior, el que parecía tener más problemas para aceptar lo que había sucedido. Se hallaba en el centro de la sala, al lado de un agente inmobiliario gordo y de mediana edad llamado Paul Garner, pidiendo a Emma, Carl, Michael y Kate James, una maestra de escuela de treinta y nueve años, que no abrieran la puerta ni volvieran a salir.

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