Me seco la cara con mi manga, antes de que él decida girarse.
—¿Vale? —su mano presiona más fuerte en mi hombro.
—Me lo pensaré.
—Joder.
—Sólo diga lo que está pensando.
—No te lo tomes como algo personal, pero eres exasperante.
—¿Eso era lo que quería decir?
—No, pero me hiciste enojar, así que no te lo diré.
—¿Exasperante, en el sentido bueno o malo?
—No existe sentido bueno para la palabra exasperante.
Automáticamente mis memorias se transportan al pasado: aquella ocasión en donde se nos ordenó limpiar los retratos de las mártires y reté a Emil a utilizar su propia saliva cuando se le volteó líquido limpiador. Ella me había sonreído con genuina diversión y me había dicho “Eres exasperante”, luego limpió el cuadro con su propia saliva.
—Supongo que no.
—De todos modos ¿Cómo lo supiste?
—¿No es obvio? En clases de Ciencias, desde pequeña todo fue muy claro para mí. De hecho, soy bastante inteligente, entendía a la primera cuando hablaban de las partes del cuerpo, del sistema nervioso, el cerebro, la memoria a corto plazo, largo plazo. Por supuesto, ambas disfuncionales en mí.
—Hablas de memoria a largo plazo. Pero, me pregunto ¿qué es largo plazo cuando tu único plazo son veinticuatro horas?
—No para mí.
Después de eso, nada. Ambos nos quedamos dilatando el silencio, yo me dedico a oír el viento que, al mecer los árboles interrumpe nuestra paz, o siento un par de avecillas cantar. Irah se limita a descansar, supongo.
—Irah…
—¿Sí?
—Somos nosotros los que estamos mal, por favor no intente convencerme de lo contrario. Nada peor que mentirse a uno mismo; es triste, no lo haga. Yo ya aprendí a vivir con ello, ni siquiera me deprimo ¿Lo ve?
—Lo tengo clarísimo.
Las gotas de sudor comienzan a correr por mi frente y estoy demasiado agotada para ponerme de pie y continuar.
—Imagine por un momento ser como el resto, ser normal —le insisto.
—Una vez intenté serlo, fueron los peores diez minutos de mi vida —el timbre de su voz pierde humor cuando pregunta—. Te gustaría poder olvidar ¿verdad?
—Más que cualquier cosa. No dolor, no tristeza, no engaños. Nada de remordimientos. Dígame Irah ¿Qué puede superar eso?
Por segunda vez en menos de diez minutos, él no responde.
Al final, resultó que la ciudad estaba a sólo cinco minutos del poste. Irah nos guió por una curva y nos introdujo en una cueva hecha de ramas y hojas.
Observo estoica las murallas grises que bloquean el paso frente a mí. Doy una zancada y luego otra, hasta que soy capaz de rozar con mi nariz la superficie de concreto.
—Confía en mí, olfatear el muro no es la forma de entrar ahí.
—No estaba olfateando, sólo quería tocar.
—Pues usa las manos.
—Estaba por hacer eso, Genio.
Dejo mi mochila en el piso y comienzo a remangar las mangas de mi chaleco. A través de mis palmas, la textura es lisa y fría.
—Son ochenta centímetros de grosor. Hormigón armado.
—Supongo que habrá una puerta.
—Supones bien. Ahora que lo pienso, supones un montón de cosas. Ven, sígueme.
Camino tras él, la verdad no estamos tan cerca, al parecer hay que rodear a este gigante de concreto.
—¿Cuánto mide?
—No lo sé, unos quince metros.
—¿No lo sabes?
Él se encoge de hombros y sigue caminando.
—¿Cómo puedes saber el ancho y no saber cuánto mide de largo?
—Es diferente, he medido el ancho —dobla la rodilla luego se toma el pie herido, e intenta mirarlo mientras apoya la mano libre sobre el muro, para mantener el equilibrio—. No soy tan suicida como para intentar escalar este muro.
Irah gira su rostro en mi dirección, y mira cualquier punto invisible por encima de mi cabeza. Qué extraño, es como si fingiera darme su atención para no hacerme sentir mal.
—Tú, por el contrario, no pareces precavida —suelta y se ve tan raro en esa posición, afirmando su pie, apoyándose en el muro. Su herida debe estarle molestando más de lo que aparenta soportar—. Quiero decir, huiste de la ciudad perfecta sólo para salvar a tu amiga. Y no olvidemos a esa bestia a la que te enfrentaste… Ese hombre. ¡Terrible, terrible! ¿Lo ves? Eres toda una guerrera.
—¿Quieres que me suba a ese muro?
Todo atisbo de humor desaparece de su cara.
—Ni se te ocurra.
Comenzamos a rodear el muro. ¡Gracias Virgen! Finalmente, damos con una esquina. Aparentemente, la textura de la muralla ha cambiado, ya no es lisa, rocas y ladrillos sobresalen de ella.
—En el fondo, es como una caja de zapatos, sólo que más grande e impenetrable.
—Ajá.
—Lo digo en serio Aya. Ahora, observa al maestro.
Y eso es justamente lo que hago, sigo cada uno de sus movimientos, desde que pone su pie herido en una roca, hasta que secunda el movimiento con el izquierdo, luego una mano y así repite el escalado hasta que da con una roca y la saca…
—Ahora es cuando tu mochila nos será útil —dice sin mirarme. ¡Qué sorpresa! y estira la mano esperando a que se la pase. Sé que está ayudándome, pero su falta de tacto comienza a irritarme.
—¿Y si no tuviera mochila?
—La tienes, eso es lo que importa. Ahora dámela.
—Podrías conseguir tu propia…
—¡Tengo mi maldita mochila! Sólo la dejé en la cabaña porque vi que tú tenías una y no necesitamos andar con exceso de equipaje, lo último que deseo es llamar más la atención.
Mantiene su brazo estirado, mientras se sostiene con sus pies y la otra mano.
Se la entrego sin rechistar, la toma y comienza a sacudirla dejando caer todas mis cosas al piso. Tampoco son tantas, pero el gesto es tan brusco, y ver mi ropa interior desparramada por el piso es tan humillante, que me dan deseos de llorar.
Comienzo a agarrar el resto de prendas, una a una mientras caen, pero no soy tan rápida así que es inevitable que sigan cayendo al piso y se ensucien.
Hago un pequeño montoncito con mi ropa interior, el polvo de valeriana y mi bloqueador, que son los que cayeron más cerca de mis pies, mis sandalias rebotaron contra el suelo para terminar en sitios opuestos. Qué rabia, tampoco es tanto la distancia entre una y la otra, después de todo Irah está sólo a medio metro de altura.
Estaba tan preocupada por mis cosas, que no había reparado en lo que el gato araña estaba haciendo. Irah mientras subía por el muro, sacaba las piedras y luego las guardaba en mi mochila.
—Listo —dice y noto que frente a él se ha abierto un túnel.
—¿Y el resto?
—No hay un resto —responde bastante pagado de sí mismo—. ¿Por qué otra razón me tomaría la molestia de medir el ancho si no es para atravesarlo?
Lo veo arrojar mi mochila en el interior del túnel como si no pesara nada, como si no estuviera repleta de piedras y ladrillos irregulares.
Irah trastabilla y pego un grito pensando que va a caer.
—Shhh —murmura poniendo su dedo índice en la boca—. Es cierto que el muro es grueso, pero no tentemos a la suerte por favor.
Con cuidado se gira, afirmándose de la irregular superficie, se sienta en el borde de la improvisada entrada y estira una mano en mi dirección.
—Vamos Aya, vamos por Emil.
Algo nuevo y cálido reverbera en mi pecho, siento que salta y casi podría llorar, él incluso ha dicho su nombre sin fallar.
Una oleada de gratitud me inunda y por un momento, sostengo mi mirada en sus ojos. La luz del mediodía le da de lleno en el rostro, ojos dorados y labios rosas. Sus pestañas proyectan sombras en la cima de sus mejillas, y las sombras esculpen cada curva de sus músculos y tendones. Este Irah, era una versión destellante del gato que encontré en el bosque días atrás.
Recojo el montoncito de ropa, pensando en que toda mi vida me he conformado con lo mínimo: ser defectuosa, recordar más de la cuenta y extrañar, pero esta vez es diferente; esta vez quiero más.
Irah me jala hacia él y ambos caemos en el túnel que atraviesa el muro. Él tenía razón, son ochenta centímetros de ancho. Nos lleva un momento acomodarnos y comenzamos a gatear hasta el otro extremo. Toda una vida después, veo nuevamente la luz.
Irah salta como si hacerlo fuera parte de su naturaleza, ni siquiera cojea o se queja de dolor. El espacio es demasiado angosto y no tengo la valentía de un gato para saltar con naturalidad, así que me acuesto de espalda y comienzo a avanzar hasta que mis piernas cuelgan de la boca del túnel.
—Tranquila —dice y escucharlo me da confianza. Está cerca y espera por mí, no me dejará caer. Comienzo a erguirme, con cuidado y quedo sentada en el borde del muro. Polvillo gris cae sobre mis hombros y cabeza, pero el chaleco que, aún llevo puesto, me protege el cabello y el resto de la piel.
Al fin comprendo que Irah, todo el tiempo, ha sido un gato considerado y todas sus órdenes que, en su momento las tomé como de mala educación o terquedad, tenían una finalidad. Un único objetivo: protegerme. Fui tan idiota al desconfiar de él.
—Mejor deja de balancear las piernas y salta de una buena vez.
Desde las alturas, lo observo mirándome y se siente genial. Soy ilusoriamente como medio metro más alta que él, fácilmente podría patearle en la boca y luego correr. ¡Virgen santa! Cecania me ha contagiado algo de su crueldad, y definitivamente no quiero ser ese tipo de persona, así que alejo la idea de golpear a Irah de inmediato.
—Aya no quiero que pienses que te estoy presionando, pero se acercan las dos de la tarde, es la hora en que todo el mundo sale a comer, y lo último que necesitamos ahora es que nos vean entrando a la ciudad como dos criminales justo cuando hay más afluencia de público en las calles. ¡Vamos Aya!, las vías se llenan y… —el sonido de unas campanas lo obliga a callar—. Olvídalo —dice entre dientes—, es demasiado tarde.
Tomo una bocanada de aire y me arrojo sobre él antes de que pueda arrepentirme, tomando al gato por sorpresa, de hecho sus brazos vacilan, pero se recompone rápido y no me deja caer. Lo repito, fui una idiota al desconfiar de él.
—Muy bien —murmura por encima de mi cabeza—, lo has hecho muy bien.
Pero no se siente como si lo hubiera hecho bien en absoluto, este abrazo es diferente a los otros, más frío e impersonal.
—¿Y? —me suelta con torpeza—, ¿qué te parece?
Irah pone sus manos en mis hombros y con otro gesto corriente, me gira para ver lo que ocurre a nuestras espaldas y yo… Yo me quedo sin habla.
Retrocedo de un salto cuando me doy cuenta en dónde estamos parados, sólo cincuenta centímetros de tierra firme nos separan de un barranco del que ni siquiera me permito especular su profundidad. Pienso en lo fácil que sería caer por el precipicio y un escalofrío sacude mis vertebras.
Una vez que las imágenes de mi cuerpo cayendo por el precipicio abandonan mi mente, miro con atención el gran cráter. Virgen Santa, mi propia imaginación es incapaz de sugerir algo así de impresionante. Es una ciudad construida sobre el cimiento y forma del despeñadero; edificios en sus curvas, casas en sus desniveles, carreteras y paseos peatonales en las curvas y escasas líneas rectas del asombroso embudo.
El vértigo se cierne sobre mí, pero mi curiosidad es superior. En algún lugar de esa ciudad está mi amiga. A medida que miro en dirección al centro, diez, treinta… cien mil casas se pierden en la profundidad. La multitud de la que me había hablado Irah, se ven como pequeñas hormigas subiendo y bajando, me hicieron recordar el día en que nos conocimos, ese día fui atacada por miles de esos insectos, pero el gato las sacudió de mi cuerpo al instante. «Siempre fue considerado», pensé mientras seguía observando la ciudad.
Era un mundo desconocido ahí abajo. Árboles, faroles, no hay orden de color, ni forma o tamaño. No se parece para nada a La Grata, más importante aún, en el fondo del acantilado, lejos de todo y todavía inalcanzable, se alza la gran torre, sube como una especie de obelisco arrogante, atravesando las nubes.
«Emil»
—¿Vive aquí? —pregunto atónita, intentando captar una imagen general entre tanto detalle.
—Sí, ¿acogedor, verdad?
— ¡Es una quebrada!
—Lo sé, nos da un plus.
—Y ¿cómo se supone que llegaremos ahí abajo?
—Caminando.
Estoy demasiado agotada para replicar, demasiado ansiosa por recuperar a Emil y al final de esa tormenta de emociones, está mi habitual resignación. Es como mi sombra, no importa cuántas veces piense que me he deshecho de ella, en cuanto veo un atisbo de luz, reaparece.
Irah toma mi mano sin siquiera preguntar y da la impresión de que está agarrando algún deshecho tóxico, no me sorprendería que corriera en busca de un desinfectante una vez que lleguemos al lugar, por ahora sólo se limita a encaminarme por la pendiente.
—Cuidado —me avisa y comienza a descender en picada por la quebrada, llevándome con él… a rastras.
En el trayecto hay un montón de árboles y arbustos, los que en ocasiones me sirven de soporte para no tropezar, lo mismo con las rocas y por supuesto, está Irah, el apoyo más estable, quien a pesar de que mi toque lo pone tenso no hace nada para alejarme de él. Dos metros más abajo, hay una ladera. Irah se ofrece a cargarme en sus brazos. Se lo agradezco, pero declino su invitación. Su cercanía me hace responder de formas que aún no puedo entender. No es lo mismo que me hacía experimentar Emil, son sensaciones mucho más intensas, por lo tanto mucho más perturbadoras, y ya existía suficiente tensión entre nosotros como para agregar más.
Finalmente llegamos a una alambrada. Irah me ayuda a pasar por encima de ella y juntos nos dirigimos hacia una pequeña caseta rectangular y sin ventanas. Abrimos la puerta y comprendo de lo que se trata.
—¿Un ascensor?
—¿De verdad pensaste que bajaríamos toda esa cuesta caminando?
—No hizo nada para sacarme de mi error.
—Supongo que también tienen de estos en La Grata.
—Por supuesto que los hay, mi ciudad es muy hermosa, el hecho de que no nos dejen leer cualquier basura no significa que seamos menos que los gatos.
Arrastrando los pies, Irah se sitúa a mi lado.
—Permiso… —susurra, antes de pasar una mano por sobre mi cabeza. Soy curiosa, así que giro mi rostro hacia donde fue a parar su mano y veo que está apretando un botón.