—¡Santa María! —exclamó el hombre—; si tan claro tienes ahora que vas en busca de tu propia perdición, y te place perder de ese modo la vida, no soy quién para impedirlo. Ponte el yelmo en la cabeza, toma la lanza con la mano, y baja por el sendero que pasa junto a aquella roca, hasta llegar al fondo de ese valle escarpado; luego mira un poco hacia la llanura, a tu izquierda, y verás en una ladera la mismísima capilla, y al fornido caballero que la gobierna. Ahora me despido. Que Dios se apiade de ti, noble Gawain. Ni por todo el oro del mundo te acompañaría, ni daría contigo un paso más en este bosque.
Dicho esto, el hombre tira de la rienda, da la vuelta hacia el bosque y, picando espuelas cuanto puede, cruza el campo al galope dejando solo al caballero.
—¡Por Dios vivo —exclama Gawain—, que no voy a llorar ni a gemir! A la voluntad de Dios me someto, y a Él me acojo.
Espolea entonces a Gringolet, desciende por aquel sendero, y recorre la áspera falda, derecho hacia el valle. Mira entonces a su alrededor; el paraje le parece sombrío, pero no descubre signo de morada por ninguna parte, sino altas y empinadas pendientes a uno y otro lado, enhiestos y escarpados picos de tosca roca cuyas cimas parecen rozar los cielos. Detiene entonces al caballo, y mira en todas direcciones buscando la capilla. Extrañamente, no ve nada parecido por ninguna parte, excepto una pequeña elevación que se adentra un poco en el llano, un montículo suave al borde de un río, cuyas aguas corren allí precipitadamente, y borbotean como si estuviesen hirviendo. El caballero pica a su caballo, y se acerca a dicha elevación; descabalga allí ágilmente, y ata la rienda a la gruesa rama de un tilo. Se acerca y da la vuelta alrededor del montículo, deliberando consigo mismo sobre qué puede ser. Encuentra una abertura en el extremo y otras dos a ambos lados; ve que está cubierto por grandes rodales de yerba, y que es todo hueco por dentro: se trata tan sólo de una vieja caverna, quizá la grieta de un antiguo peñasco; no sabe exactamente cómo calificarla.
—¡Dios mío! —exclama el noble caballero—, ¿será esto la Capilla Verde? Aquí podría cantar el propio Diablo a media noche sus maitines.
«Verdaderamente —se dijo Gawain—, es éste un lugar desolado; un horrendo oratorio cubierto de yerba, muy apropiado para que el Caballero de Verde cumpla aquí sus devociones con el Diablo. Ahora veo con claridad que el Enemigo me ha atrapado con este pacto para destruirme. Ésta es una capilla de desdicha… ¡Mal haya este lugar, pues es la iglesia más maldita en que he puesto yo jamás los pies!»
Con el noble yelmo en la cabeza, la lanza en la mano, sube a lo alto de aquella rudimentaria morada. Entonces oyó, desde allí arriba, en una roca de difícil acceso al otro lado del arroyo, un ruido prodigioso y sobrecogedor. ¡Cómo resonaba chirriante entre las rocas, igual que una muela afilando la guadaña! ¡Cómo zumbaba y siseaba, igual que el agua de un molino! ¡Cómo rodaba y resonaba y sobrecogía el oírlo!
—¡Vive Dios —exclamó Gawain— que ese ingenio suena en mi honor, y me da la bienvenida como corresponde a un caballero! Sea lo que Dios quiera, puesto que no se digna ayudarme ni una pizca. Pero, aunque aquí deje yo la vida, no me amedrentará ningún ruido.
Entonces el caballero gritó muy alto:
—¿Dónde está el señor de este lugar, que me ha emplazado? Aquí tiene al valeroso Gawain, que ha venido. Si algún caballero quiere algo, que venga aquí, ahora o nunca, y despache pronto aquello que le incumbe.
—Espera —dijo alguien desde la falda del monte, por encima de su cabeza—, y en seguida tendrás lo que una vez te prometí.
Sin embargo, siguió aquel ruido chirriante y prodigioso, y no paró de afilar; hasta que al fin decidió descender. Se abrió paso por un despeñadero, y salió de una abertura, apareciendo con un arma feroz, con la que devolver el golpe, una hacha danesa acabada de afilar, cuya tremenda hoja de cuatro pies de ancho se curvaba sobre el mango. Su cordón brillaba con vivos centelleos. En cuanto al hombre, iba vestido de verde como antes, con el semblante, las piernas, el cabello y la barba del mismo color; caminaba con pie firme sobre el suelo, apoyando el mango en las piedras y avanzando con él. Al llegar a la corriente, la saltó y siguió andando arrogante, con ademán feroz, por el ancho campo cubierto de nieve. Sir Gawain salió a su encuentro, sin saludarle ni hacer gesto alguno de respeto; y dijo el otro:
—Bien, mi buen señor; veo que eres fiel a la cita.
—¡Qué Dios te proteja, Gawain! —exclama el Caballero Verde—. Bienvenido seas a mi morada; veo que has calculado muy bien tu viaje, como hombre digno de palabra, y que no has olvidado la cita acordada entre los dos: hace doce meses cumpliste tu parte; hoy, en este día de Año Nuevo, me toca a mí corresponder. Aquí, en este valle, estamos completamente a solas; nadie nos vendrá a estorbar, y podremos tratar esto como nos plazca. Quítate el yelmo ya, a fin de que yo te dé tu pago; no interpongas más discursos de los que yo presenté cuando segaste mi cabeza de un solo tajo.
—¡Por el Dios que me dio el alma —exclamó Gawain—, que no presentaré ningún agravio al mal que voy a sufrir! Pero hazlo de un solo golpe, que yo me tendré con firmeza sin oponer resistencia.
Inclinó el cuello, dejando al aire la carne desnuda, y adoptó una actitud impasible, ya que no quería demostrar temor.
E
l enorme hombre de verde se colocó en posición, y alzó su siniestro instrumento, dispuesto a asestar el golpe a Gawain. Lo enarboló con toda la energía de su cuerpo, en ademán de destruirle. Descargó el golpe, y allí mismo habría muerto el más bravo caballero de cuantos existieron, bajo este golpe certero. Pero al ver Gawain descender el hacha en el espacio luminoso, dispuesta a acabar con él, sus hombros se estremecieron esperando el hierro. El otro contuvo entonces el arma con vivo movimiento, y reprendió al príncipe con orgullosas palabras:
—Tú no eres Gawain —exclamó—, de quien se dice que es tanto su valor, que jamás le arredró ejército alguno ni por montes ni por valles; tú te encoges de temor antes de sentir el daño. Jamás he oído acusar a tal caballero de semejante cobardía. Tampoco vacilé yo, ni me encogí, cuando descargaste el golpe tú, ni proferí objeción alguna ante la corte del rey Arturo. Mi cabeza cayó a mis pies; sin embargo, no huí. A ti, en cambio, antes de haber recibido ningún daño, se te encoge el corazón. Soy yo, pues, quien debe ser tenido por el mejor caballero de los dos.
—Una vez me he inmutado —dijo Gawain—, pero no volverá a suceder. Aunque, si cae mi cabeza entre las piedras, no la podré recuperar.
»Prepárate, por tu vida, y cumple en esta cuestión. Descarga sobre mí el golpe fatal, y hazlo sin demora; que yo aguardaré a pie firme, sin un solo sobresalto, hasta que caiga el hacha; te doy mi palabra».
—¡Ahí va, pues! —dice el otro; levanta en alto el hacha, loco de furia; descarga un golpe poderoso, pero no alcanza a rozar al hombre. Retira rápidamente la mano antes de que llegue a herir, mientras Gawain aguarda gravemente sin mover un solo miembro, inmóvil como la piedra o el tronco agarrado con cien raíces a un suelo de roca. Y añade sonriente el hombre de verde—: Ahora que ya has recobrado el valor, es cuando puedo descargar mi golpe. ¡Mantén en alto esa dignidad que Arturo te concedió, y prepara el cuello para este momento supremo, si es que te ha de llegar!
A lo que respondió Gawain, lleno de irritación:
—¡Golpea ya, hombre feroz!; te entretienes demasiado amenazando. Creo que es tu corazón el que ahora flaquea.
—En verdad —dijo el otro caballero—, que hablas con vehemencia. No demoraré más el asunto que te ha traído aquí.
Se pone en disposición de golpear, frunciendo la boca y el ceño, y no es extraño que el que va a recibir el golpe no espere salvación.
Levanta ágil el arma y la deja caer limpiamente con el filo hacia el cuello desnudo. Pero, aunque baja con fuerza, no llega a producir sino una leve incisión, tras cortar un poco de piel: la afilada arma muerde la carne a través de la blanca grasa, de forma que salta la sangre preciosa de los hombros al suelo. Al verla brillar el caballero en la nieve, dio un brinco de más de una lanza de largo, cogió el yelmo y se lo puso en la cabeza, se descargó el noble escudo, blandió su brillante espada, y exclamó con fiereza —jamás hubo en este mundo hombre nacido de madre la mitad de exultante que él—:
—¡Basta ya de golpes, no descargues más! Ya he soportado uno sin oponer resistencia; si intentas otro, ten por seguro que te lo he de devolver aquí mismo con igual violencia. ¡Sólo un golpe debía recibir en justicia, según lo acordado en la corte de Arturo; así, pues, noble señor, teneos ya!
El hombre se apartó, descansó el hacha en el suelo, se apoyó en ella, y observó al caballero mientras avanzaba por el llano; y al ver a aquel esforzado y valeroso varón, armado y sin miedo, se sintió complacido. Entonces habló con su voz atronadora, y dijo muy alto, sonriente:
—Valeroso caballero: no te muestres tan furioso en este campo; nadie te ha tratado aquí de forma descortés, ni se te ha dado nada que no se acordase en la corte del rey. Yo te prometí un golpe, y lo has recibido; date, pues, por pagado. Te libero de todos los demás derechos que pueda reclamar. Si llego a golpear con energía, quizá te habría causado más dolor. Primero te he amenazado en broma, simulando el golpe tan sólo, y sin infligirte un solo rasguño. Lo he hecho con justicia, por el pacto que hicimos la primera noche, ya que fuiste sincero y me guardaste fidelidad, al darme como caballero leal cuanto ganaste. El otro amago de golpe ha sido por el día siguiente, en que besaste a mi bella esposa, y me devolviste a mí los besos. Por esas dos pruebas te he descargado aquí dos golpes inofensivos: al leal se le paga con lealtad; así que ningún peligro has de temer. Pero fue en el tercero donde fallaste, y por ello has sufrido ese otro golpe.
»Porque es mío el cinto que llevas ceñido: sé que fue mi propia esposa quien te lo dio. Y sé de su conducta y tus besos, y de los requerimientos de ella… porque todo fue preparado por mí. Fin yo quien la envió para probarte; y en verdad, me pareces el caballero más intachable que haya puesto el pie sobre la tierra. Del mismo modo que la perla es de muchísimo más valor que un guisante blanco, así es Gawain, en verdad, comparado con otros nobles caballeros. Pero aquí fallasteis un poco, señor, y os faltó lealtad; aunque no os hizo caer la astuta malicia ni el deseo de amor, sino el apego a vuestra vida; cosa que es más disculpable».
El orgulloso caballero se quedó largo rato perplejo, tan agobiado por la ira que temblaba en su interior. Se le agolpó en la cara toda la sangre del pecho, y se encogió de vergüenza al oír aquellos reproches. Y con las primeras palabras que le vinieron a la boca, exclamó:
—¡Malditas sean tu cobardía y codicia! En ti medra la infamia y el vicio que destruye la virtud —echó entonces mano al lazo del ceñidor, lo desató, y se lo arrojó al caballero—. ¡Ahí va la falsa prenda en hora mala, pues la ansiedad por tu golpe me ha hecho caer en cobardía, de modo que, cediendo a la codicia, renuncié a mi condición, que es la liberalidad y la lealtad, tal como cumple a los caballeros! Yo, que siempre he hecho esfuerzos por huir de la perfidia y la traición, soy ahora falso e imperfecto. ¡Malditos sean este cuidado y esta ansiedad! Aquí mismo os confieso, caballero, que toda la culpa es mía. Imponedme la pena que queráis; que en adelante me portaré con más cuidado.
Entonces el otro caballero se echó a reír, y dijo afablemente:
—Ya está sobradamente restañado el daño que he sufrido. Has confesado y reconocido con toda limpieza tus culpas, y has sufrido penitencia con el filo de mi arma, que te ha absuelto de esa falta, purgándote tan por completo como si nunca hubieses cometido transgresión alguna desde el día en que naciste. Así, pues, señor, te doy este ceñidor adornado con hilo de oro, que es verde como mi atuendo, a fin de que recuerdes este encuentro cuando andes entre príncipes, y sirva de testimonio de la aventura en la Capilla Verde, ocurrida entre esforzados caballeros. Ven otra vez, en este Año Nuevo, a mi morada, y disfrutemos plenamente de esa festividad. —Y añadió para dar mejor fuerza a su invitación—: Estoy seguro de que mi esposa, vuestra ardiente enemiga, se mostrará ahora más amistosa.
—No, excusadme —contestó el caballero, al tiempo que se quitaba el yelmo cortésmente, y daba las gracias al señor—; ya me he demorado bastante. ¡Qué la suerte os asista, y Él os colme muy pronto de todos los honores! Presentad mis respetos a vuestra bella esposa; a ella y a la otra, pues las dos son damas muy honradas por mí, pese a que con tanta habilidad han engañado a su caballero. Pero nada prodigioso hay en que un loco cometa locura, y le lleven a la desgracia las argucias de mujer; así sedujo una a Adán en el paraíso, y varias a Salomón; y lo mismo sucedió a Sansón, a quien Dalila llevó a la perdición, y a David, al que dejó ciego Betsabé, y sufrió terriblemente. Por tanto, si sufrieron por las artes de las mujeres, será gran ganancia amarlas y no creerlas. Si es posible: pues éstos fueron en otro tiempo los varones más nobles y favorecidos de la fortuna, y aventajaron a cuantos habitaron bajo el cielo; y todos fueron seducidos por las mujeres con las que tuvieron trato. A mí, sin embargo, aunque hoy he sido seducido, creo que me asiste una excusa.
»¡En cuanto a vuestro ceñidor —dijo Gawain—, que Dios os lo pague! Gustosamente me lo quedo; no por el oro que trae, ni por la seda, ni sus costosos colgantes; no por su riqueza y valor, ni por sus labores espléndidas; sino que lo miraré muchas veces como testimonio de mi culpa, cuando cabalgue glorioso, a fin de recordar con remordimiento la falta y la fragilidad de esta carne perversa, tan expuesta a las seducciones del pecado. Así, cuando el orgullo me hostigue el corazón, apremiándome a buscar proezas de armas, una mirada a esta prenda moderará mis anhelos. Pero una cosa quiero pediros, si no os causa agravio, puesto que sois señor de esta tierra, donde he permanecido, y he sido honrado por vos (que el Señor que gobierna los cielos y los altos lugares os lo pague), y es que me digáis cuál es vuestro verdadero nombre. Eso nada más».
—Te lo diré con franqueza —dijo el otro entonces—. En esta tierra soy Bertilak de Hautdesert[
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], y me tiene así encantado y cambiado de color el poder del hada Morgana[
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] que habita en mi morada, la cual, por el saber de ciertas artes bien aprendidas, ha llegado a dominar muchos de los poderes de Merlín[
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]; pues durante un tiempo compartió un profundo amor con este bondadoso sabio, conocido por todos los caballeros de vuestra corte. La diosa Morgana, se llama; y no hay nadie, por poderoso que sea, a quien ella no pueda someter.