Así el señor, entregado a su deporte, corre por los linderos del bosque, y el buen Gawain descansa en blanda cama, bajo hermoso dosel, cubierto de cortinas, mientras la luz del día alumbra los muros. Y sumido en un sueño ligero, oye un leve y furtivo rumor en su puerta, que se abre silenciosamente; saca la cabeza de entre las ropas, alza el borde de la cortina, y se asoma cautamente en esa dirección para ver quién es. Era la dama, la más bella que pudiera contemplarse, que, sigilosa, había cerrado calladamente la puerta tras ella y se dirigía a la cama. El caballero sintió que le invadía la vergüenza; se tumbó astutamente, y fingió dormir. Se acercó ella a la cama con paso quedo, retiró la cortina, se sentó en el borde, y allí se estuvo tiempo y tiempo, observando cuándo despertaba. El caballero siguió echado largo rato, acechando y preguntándose en qué podía parar esta situación, pues sin duda era asombrosa. Pero finalmente se dijo a sí mismo: «Más correcto será preguntarle qué desea». De modo que, haciendo como que se despertaba, se volvió hacia ella, alzó los párpados, y se mostró asombrado; y para sentirse más a salvo, se santiguó con la mano. Con la barbilla y mejillas sonrosadas y blancas, el gesto lleno de gracia, y una leve sonrisa en los labios, exclamó alegremente la dama:
—Buenos días, sir Gawain; sois un durmiente descuidado, ya que cualquiera puede deslizarse hasta aquí. Habéis sido cogido por sorpresa; y a menos que lleguemos a un acuerdo, os ataré a vuestra cama, tenedlo por seguro —bromeó entre risas la señora.
—Buenos días, señora —dijo lleno de contento Gawain—. Disponed de mí como os plazca; será para mí un placer, y me apresuro a someterme y suplicar clemencia; es, creo, lo mejor que puedo hacer. —Y prosiguió, bromeando entre risas—: Pero permitid, señora, que vuestro prisionero se levante; pues deseo abandonar esta cama y arreglarme, a fin de sentirme más cómodo con vos.
—Desde luego que no, señor —dijo la encantadora dama—; no os levantaréis de vuestra cama; así os tendré más a mi merced. Os envolveré por este lado, y por el otro, y después charlaré con el caballero que tengo atrapado; pues sé muy bien que sois sir Gawain, y que todo el mundo os adora dondequiera que vayáis; vuestro honor, vuestra donosura, son objeto de alabanza entre los señores y sus damas, y entre todos cuantos viven. Ahora estáis aquí, a solas conmigo. Mi señor y sus hombres se encuentran muy lejos; los que se han quedado están acostados, y mis doncellas también; la puerta está bien cerrada y segura; y puesto que tengo aquí al caballero que a todos agrada, pasaré el tiempo que pueda en dulce conversación con él. Disponed de mi cuerpo; la necesidad me inclina a ser vuestra sierva, y lo quiero ser.
—En verdad —dijo Gawain—, me considero afortunado; aunque no soy ese del que habláis; y sé muy bien que no soy digno de alcanzar el honor que decís. Por Dios que sería un honor, si mis palabras o servicios lograsen complaceros como merecéis: sería para mí una pura dicha.
—Verdaderamente, sir Gawain —dijo la dulce dama—, que sería descortesía despreciar o rebajar la gallardía y el valor que los demás aprueban; pero hay bastantes damas, noble señor, que más quisieran teneros ahora como os tengo yo aquí, y gozar de vuestra cortés conversación y solazarse y satisfacer sus cuidados, que todos los tesoros que poseen. Así que agradezco al Señor que reina en los cielos tener aquí por su gracia, en mi mano, lo que todas desean.
De este modo le acogió aquella mujer de rostro radiante. Y el caballero, con palabras puras, contestó:
—
Madame
—dijo alegremente—, que la Virgen María os recompense; pues veo, en verdad, que sois de generosa nobleza. Muchos son los que reciben honores de otros hombres por sus acciones; en cuanto a los que a mí se me tributan, no los merezco; sólo a vos encuentro digna de esas glorias.
—Por la Virgen María —dijo la noble dama—, que no lo creo así. Pues aunque valiese yo lo que todas las mujeres vivas, y todas las riquezas del mundo estuviesen en mi mano, y pudiese, a cambio de todo ello, conseguir un señor con las nobles cualidades que ahora aprecio en vos, vuestra belleza, vuestras gentiles maneras y vuestra gran cortesía, de las que antes había oído hablar y ahora tengo por probadas, a ningún hombre de la tierra escogería entonces sino a vos.
—En verdad os digo, señora —dijo el hombre—, que ya habéis elegido a otro mejor; pero me siento orgulloso de la gloria que ponéis en mí, y como fiel servidor, os tendré por mi soberana, y seré vuestro caballero; ¡qué Cristo os lo premie!
De este modo hablaron sobre muchas cosas, hasta pasada la media mañana, la dama manifestando siempre que le amaba mucho, mientras que el caballero estaba a la defensiva, sin dejar por ello de conducirse con gentileza. Aunque fuese la más espléndida de cuantas mujeres recordaba, el caballero sentía poca inclinación por el amor, a causa del destino que buscaba sin desfallecer: el golpe que debía destruirle, y que irremediablemente iba a recibir.
Así que la dama pidió permiso para retirarse, y él, al punto, se lo dio.
Le deseó ella entonces buenos días; y tras dirigirle una mirada, se echó a reír, asombrándole con la fuerza de sus palabras:
—¡El que todo lo oye os premie por el placer de vuestra conversación! Aunque no acabo de creer que seáis Gawain.
—¿Por qué? —preguntó el caballero, temiendo haber fallado en sus modales.
Pero la dama le bendijo, y dijo de esta manera:
—Quien es justamente tenido por el galante Gawain, cuya cortesía ha sido siempre tan completa, no habría podido estar tanto tiempo con una dama sin haberle solicitado un beso como cumple a un caballero cortés, con alguna discreta alusión.
Por lo que dijo Gawain:
—Muy bien, sea como deseáis; os besaré como pedís, como caballero, a fin de no causaros agravio; así que no supliquéis más.
Se acercó ella entonces, le rodeó con sus brazos, e inclinándose delicadamente, lo besó. Se encomendaron luego a Cristo cortésmente el uno al otro y, sin otra cosa, se dirigió ella a la puerta. Gawain se levantó a toda prisa, llamó a su chambelán, eligió sus ropas, y ya vestido, acudió alegre a misa. Luego se sentó a la mesa, que aguardaba bien provista, y pasó el día en alegres juegos, hasta que salió la luna. Jamás hubo caballero más galante entre tan digno par de damas, vieja la una y joven la otra, disfrutando juntos lo indecible.
Entre tanto, el señor de aquella tierra seguía gozando lejos, por bosques y brezales, en pos de las ciervas estériles. Cuando el sol comenzó a declinar había muerto ya tal número de gamas y otras clases de venado, que parecía cosa de maravilla. Entonces acudieron al fin los hombres en tropel, e hicieron un inmenso montón con todos los venados muertos. Allí llegó el señor con suficiente compañía; escogió las piezas más hermosas, y ordenó que las abriesen como la práctica requiere. Examinaron el corte de algunas de ellas y comprobaron que la que menos tenía dos dedos de grasa. A continuación abrieron la abertura, agarraron el primer estómago, lo cortaron con un cuchillo afilado, y ataron la tripa. Cercenaron las cuatro patas y rasgaron la piel. Luego abrieron el vientre, sacando hacia afuera las entrañas con cuidado de que no se soltase la ligadura del nudo. Cogieron después el cuello, separaron con destreza el esófago de la tráquea, y extrajeron los intestinos. Desprendieron las espaldillas con afilados cuchillos, y las levantaron por un pequeño agujero, a fin de tener los trozos enteros; abrieron luego el pecho partiéndolo en dos, y volvieron nuevamente a la garganta, cortando con rapidez hasta la horquilla; sacaron las asaduras, y desprendieron después con presteza las membranas pegadas a las costillas. Partieron la pieza a lo largo del espinazo, hasta la cadera, la abrieron, la levantaron entera, y le quitaron los despojos, como creo que se llaman. Por la cruz de los muslos volvieron las dos mitades hacia atrás, a fin de desgajarlas a lo largo de la espina dorsal.
Cortaron a continuación la cabeza y el cuello, separaron el lomo del costillar, y arrojaron algunos trozos a un matorral, para los cuervos. Ensartaron los costados por entre las costillas, y cada hombre cogió dos piernas que le correspondían como gratificación, colgándolas del corvejón. Sobre la piel del precioso animal alimentaron entonces a los perros, con el hígado, los pulmones y la piel de la panza, mezclando con ello pan empapado con sangre. Hicieron sonar vigorosamente los cuernos en medio de los ladridos de los perros; y cargando luego con la carne de la caza, emprendieron el regreso haciendo sonar con fuerza los cuernos de trecho en trecho. Cuando ya se apagaban las luces del día, llegaron puntualmente al magnífico castillo donde descansaba plácidamente el caballero, junto a un fuego encendido y animado. Entró el señor, salió Gawain a su encuentro, y se saludaron los dos con gran alegría.
Mandó entonces el señor que se reunieran todos los hombres en aquella sala, y que bajasen las dos damas con sus doncellas. Y cuando estuvieron todos presentes, ordenó a sus hombres que trajesen la caza. Llamó graciosamente a Gawain, le mostró, por las colas, el número de preciosos animales, y le enseñó la brillante grasa sacada de los costillares de todos ellos.
—¿Qué os parece la caza? ¿No merezco un elogio? ¿No he ganado un sincero agradecimiento por mi habilidad?
—Así es, verdaderamente —dijo el otro caballero—; hay aquí los más preciosos trofeos de caza logrados en época de invierno, que he visto en siete años.
—Todo os lo doy, Gawain —dijo entonces el señor—; pues, por el pacto que acordamos, bien lo podéis reclamar como vuestro.
—Así es —dijo el caballero—, y lo mismo he de deciros: que os haré entrega de aquello de valor que he ganado entre estos muros —y rodeando con sus brazos el cuello del noble señor, le besó con todo el cariño que fue capaz de manifestar—. Tened; esto os doy. No he conseguido otra cosa. Os aseguro que más os daría, si más hubiera alcanzado.
—Bien está —dijo el buen señor—; y mucho os lo agradezco. Y es tal, que quizá convenga que digáis en dónde habéis ganado esta riqueza por vos mismo.
—Eso no entra en nuestro acuerdo —dijo él—; no pidáis más, ya que habéis obtenido cuanto os corresponde.
Se echaron a reír, y con palabras alegres y de encomio, se fueron a cenar, cambiando nuevas y numerosas cortesías.
Más tarde, sentados junto a la chimenea de la cámara, fueron abundantemente servidos con el mejor vino; y otra vez, entre bromas, acordaron cumplir por la mañana el mismo pacto acordado anteriormente: pasara lo que pasase, intercambiarían sus trofeos, fuera lo que fuese aquello que ganaran, al volverse a reunir por la noche. Y acordaron dicho pacto en presencia de toda la corte. Trajeron entonces de beber, entre bromas, y al final se separaron con afecto, retirándose cada cual en seguida a descansar. Cuando el gallo cantó por tercera vez[
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], saltó el señor de su lecho, así como cada uno de sus servidores, de forma que despacharon la comida y la misa, y estuvieron camino del bosque, antes de que asomasen los primeros clarores del día. Cruzaron a toda prisa la llanura cazadores y cuernos, mientras los perros corrían sueltos entre los espinos.
P
oco después, ladraban en pos de una pista por un paraje pantanoso. El cazador incitó a los perros que olfatearon el rastro, jaleándolos a gritos. Los perros, al oírle, corrieron afanosos, cayendo veloces cuarenta de ellos sobre el mismo rastro. El clamor de voces y ladridos resonó entre las rocas de los alrededores. Los cazadores excitaban a los perros con gritos y toques de cuerno; luego echaron a correr todos juntos entre una charca de aquel bosque y la áspera pared de un despeñadero. Seguidos de los hombres, prosiguieron la búsqueda por entre una maraña de arbustos al pie del acantilado sembrado de rocas; fueron rodeando riscos y arbustos, hasta que descubrieron allí dentro el animal que delataba el ladrido de los sabuesos. Batieron entonces los arbustos para obligarle a salir, y surgió salvajemente, embistiendo a los hombres a su paso: era un jabalí prodigioso, una vieja bestia solitaria que había abandonado hacía tiempo la manada, un animal musculoso, el más grande y formidable cuando gruñía. Fueron muchos los que se asustaron, pues a la primera embestida hizo rodar a tres por los suelos, y salió lanzado a gran velocidad sin hacer caso de los otros. Éstos gritaron: «¡Eh!, ¡hey!»; y llevándose el cuerno a la boca, lo hicieron sonar, llamando al resto de la partida. Muchas fueron las voces excitadas de los hombres, muchos los ladridos de los perros que corrían tras él para matarlo, y muchas las veces que aguantó firme los ataques, mutilando a la jauría que le cercaba, hiriendo a los perros, que se apartaban aullando y gimiendo malheridos.
Los hombres se apresuraron entonces a arrojarle sus dardos, acertándole a menudo, aunque las puntas que le daban no llegaban a penetrar su dura piel, ni a clavarse en su frente, y la afilada flecha se partía en pedazos, y rebotaba su punta allí donde golpeaba. Sin embargo, los lances más rigurosos hicieron mella en él, y enloquecido de tanto hostigamiento se revolvió contra los hombres, y cargó contra ellos ferozmente, haciéndolos retroceder. Pero el señor, montado en ágil caballo, corrió tras él, como hombre atrevido en campo de batalla, tocó el cuerno llamando a su compañía, y lanzó su corcel por entre espesos matorrales, en pos del feroz jabalí, persiguiéndolo hasta la puesta del sol. Y pasaron el día en estas acciones, mientras descansaba Gawain en su lecho, entre colchas de ricos colores. No olvidó la dama entrar a saludarle, empezando su asedio muy temprano para hacerle ceder en su determinación.
Se acercó a las cortinas, y echó una ojeada al caballero. Al verla sir Gawain la saludó con cortesía; contestó ella de igual modo, con gran ansiedad en sus palabras, se sentó suavemente a su lado, y de repente se echó a reír. Y tras una mirada cautivadora, empezó con estas palabras:
—Señor, si sois Gawain, me parece extraño que un hombre tan dispuesto siempre al bien no sepa nada de las costumbres de la gentileza; y si alguna os llega, al punto la echáis de vuestra mente. Habéis olvidado muy pronto lo que ayer os confié con las razones más sinceras y claras que podía.
—¿De qué habláis? —dijo el caballero—. En verdad que no sé nada de eso. Pero si es cierto lo que decís, mía ha de ser toda la culpa.
—Sin embargo, esto os enseñé sobre los besos —dijo la hermosa dama—: dondequiera que encontréis el favor, cogedlo pronto, como conviene a un caballero cortés.
—Guardad, mi querida señora, esas palabras —dijo el bravo caballero—; pues no me atreveré a tal cosa por temor a ser rechazado. Y si lo fuera, la culpa sería toda mía.
—A fe —exclamó la noble dama—, que quizá no seáis rechazado; sois bastante fuerte para tomar por la fuerza lo que queréis, si alguien cometiera la villanía de negároslo.
—Por Dios —dijo Gawain— que es bueno vuestro discurso. Sin embargo, la coacción, y todo favor no ofrecido gustosa y libremente, son innobles en el país de donde vengo. Estoy a vuestra entera disposición para besarme cuanto queráis. Podéis hacerlo como os plazca, y dejarlo cuando juzguéis oportuno.
Se inclinó entonces la dama, y le besó galantemente en la cara, iniciando luego una larga conversación acerca de favores y males de amor.