Abrió los cajones de los armarios. Ropa interior térmica limpia. Camisetas. Calcetines.
Junto a la cama había una botella de agua mineral. Jane llenó la pileta, se desnudó y se lavó. Había sobrecitos con acondicionador, exfoliante y champú. Era la primera vez que se lavaba el pelo desde hacía semanas.
En el armario del lavabo había artículos de aseo y cosméticos. Al cerrar la puerta del armario se vio reflejada en el espejo. Hacía tiempo que no se veía desnuda. Estaba más delgada. Tenía las clavículas más marcadas y los pechos más pequeños y caídos.
Uno de los atractivos de la vida en el Ártico era su asexualidad. Hombres y mujeres llevaban la misma ropa acolchada de invierno. En una instalación polar no había jerarquías de belleza o glamour.
Jane jugueteó con los cosméticos. Se puso brillo de labios y consiguió que su boca pareciera una herida ensangrentada.
Ghost y Punch llegaron al hueco de la escalera. Bajaba nueve plantas.
—Cuidado con lo que pisas —dijo Ghost.
La temperatura era más baja aún. El hielo recubría las escaleras. Estaban muy por debajo de la línea de flotación.
MASKINRUMMET
La sala de máquinas.
Se encerraron en el interior y atrancaron la puerta con una llave inglesa.
Desde la pasarela miraron abajo, a una monumental maquinaria de propulsión. Turbinas de gas. Alternadores. Cuatro motores enormes montados sobre amortiguadores de goma y cuatro enormes árboles de transmisión, hechos de manganeso.
Ghost sacó la radio.
—Lo hemos conseguido. Estamos en la sala de máquinas.
Al final de la pasarela había una cabina de control acristalada.
—Activemos todos los interruptores —dijo Ghost—, a ver qué pasa.
Oyeron que algo se arrastraba lentamente bajo la pasarela.
—Creo que no estamos solos —advirtió Punch.
El tipo debía de haber sido un maquinista. Su chapa decía HILMAR LARSEN. Salió cojeando desde detrás de uno de los gigantescos motores Wärtsilä Vasa, y arrastraba la pierna como si tuviera el tobillo roto. La mano derecha estaba erizada de púas metálicas, como la de un guantelete. La tela de su mono de trabajo se había estirado e hinchado como por una extraña deformidad vertebral. Tenía la cara llena de sangre y abotargada, y ojos negros como el azabache.
—¿Cómo va todo, Hilmar? —le preguntó Punch.
El maquinista alzó la vista y dio un bufido. Fue tambaleándose lentamente por la sala de máquinas y empezó a subir las escaleras.
Punch y Ghost recularon.
—Colega, no estaría de más que te quedaras quieto donde estás.
El maquinista llegó al último peldaño y apoyándose en la barandilla siguió cojeando hacia ellos.
—Larsen. Si me escuchas y entiendes lo que digo, detente ahora mismo.
El hombre siguió avanzando.
Punch y Ghost se metieron en la cabina de control. Ghost cerró la puerta y la aguantó con el pie. Punch apoyó el hombro contra ella.
Larsen se lanzó contra la puerta. Ghost se vio reflejado en sus ojos negros azabache. El maquinista daba bufidos y escupía. La saliva resbalaba por el cristal.
—Dispárale —dijo Punch.
—Hay que ahorrar munición. Yo abriré la puerta y tú le das con el hacha.
—De acuerdo.
—¿Preparado?
Ghost abrió la puerta.
Punch se echó atrás y asió con fuerza el hacha. La blandió por encima de la cabeza, como si fuera a darle un porrazo a esas atracciones de feria en las que uno mide su fuerza.
—Última oportunidad, Hilmar —le dijo—. No voy a permitir que te acerques más.
El maquinista se preparó para atacar.
Punch lo golpeó con el hacha y le partió la cabeza en dos. El maquinista se tambaleó y fue dando trompicones hacia la pasarela, con el hacha hundida en el cráneo. Las piernas se le movían en un extraño bailoteo, las últimas señales emitidas por un cerebro hecho puré.
Punch y Ghost saltaron por encima del muerto y bajaron por las escaleras a la planta de la sala de máquinas.
—Dale a todos los interruptores que encuentres —dijo Ghost—. Pon en verde todas las luces.
Activaron todos los controles y conectaron todos los circuitos. Se oyó un tenue zumbido de corriente.
Ghost cogió la radio.
—Leva el ancla —le dijo a Jane—. Pongamos el barco en marcha.
Se oyó un breve silbido de aviso. Las turbinas zumbaron un poco y luego rugieron. Los ejes de las hélices empezaron a girar.
En la cabina del timonel, Jane vio cómo las agujas del acelerador de las turbinas pasaban de «Cero» a «A Toda Máquina».
—¿Notas eso? —le preguntó a Ivan—. Nos estamos moviendo.
—No me jodas —contestó Ivan.
Al final de la cubierta, Ivan vigilaba el hueco de la escalera. Oyó unos fuertes golpes en la puerta atrincherada. La barricada de muebles empezó a temblar y a moverse.
—Lamento decirlo, pero creo que hemos despertado a los vecinos.
Ghost cruzó la sala de máquinas. Las turbinas rugían. Comprobó un panel del motor y accionó un dial. Una gota de sangre salpicó el suelo junto sus pies. Miró hacia arriba. El maquinista muerto yacía en el puente encima de él; la sangre goteaba por la rejilla.
—Será mejor que limpiemos esto —dijo Ghost—. ¿Hay mantas ignífugas por algún lado?
Subieron por la pasarela. Ghost retiró el hacha de la cabeza del maquinista, se puso en cuclillas y examinó la herida.
—Tiene el cerebro lleno de metal. Fíjate.
—Me fío de tu palabra —respondió Punch.
—Hay una especie de alambres, como pequeños filamentos, que se extienden por todo su cuerpo. Algunos le salen por la nariz.
—¿Estás seguro de que está muerto?
—Más bien sí. Mejor si lo metemos en una bolsa.
Ghost limpió el filo del hacha en la pierna del maquinista.
Envolvieron al muerto en un par de mantas ignífugas y lo amarraron con cable eléctrico. Dejaron caer el cuerpo desde el puente. El cadáver quedó junto a una pared.
—Aquí estará bien, de momento —dijo Ghost—. Lo arrojaremos por la borda cuando podamos.
Ghost levantó el hacha.
—¿Te importa si me la llevo? —preguntó—. La escopeta hace demasiado ruido. Si disparo no tardaremos en tener encima un cargamento de esperpentos.
Punch encontró un taladro industrial. Apretó el gatillo un par de veces, para comprobar la carga.
Ghost quitó la llave inglesa de la puerta de la sala de máquinas.
—¿Preparado?
Giró la manija y descorrió la compuerta. Un pasillo desierto.
—Vámonos.
Jane trataba de descifrar las pantallas de la cabina de mando. Parecían indicadores de rendimiento del motor, de niveles de combustible y de corrección del rumbo.
Hizo girar la palanca de mando y luego empujó lentamente las manijas hacia delante. Una brújula esférica montada en un panel giraba como si un ojo desviara lentamente la mirada hacia la izquierda. Era el sistema de posición dinámica Alstrom. El barco estaba virando al este, en dirección a la plataforma. Era excitante pensar que con la punta de los dedos, Jane podía conducir un objeto del tamaño de una montaña.
Jane engulló una Dexedrina en seco. Las anfetaminas eran una herramienta esencial en el Ártico. Rye ocultaba un cargamento de estimulantes debajo de la cama, en una maleta cerrada con llave. Los guardaba como una entendida, los trataba como su bodega privada.
Ivan montaba guardia en el hueco de la escalera de detrás del puente de mando. Vigilaba la puerta del fondo de las escaleras. Una pila de sillas hacía cuña contra la compuerta metálica. Oía las incesantes embestidas al otro lado, como si hubiera gente lanzándose contra la puerta con todo el peso del cuerpo.
Fue a buscar más muebles para apuntalar la puerta. Sacó un sofá de las habitaciones de los oficiales y lo llevó rodando por el puente.
—¿Todo bien? —preguntó Jane por encima del hombro—. ¿Necesitas ayuda?
—Ya me apaño.
Empujó el sofá por encima de la barandilla y el sofá se desplomó con estruendo sobre la barricada. Las embestidas cesaron brevemente, luego se reanudaron.
Ivan bajó por las escaleras y puso la oreja contra la puerta. Sonidos de escaramuzas y gruñidos.
Trató de reforzar la barricada, de apilar más muebles contra la puerta.
—¿Puedes venir? —chilló—. Creo que van a colarse.
Las sillas temblaban y se caían. Ivan apoyó con toda su fuerza el hombro contra la puerta. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía parpadear.
Jane bajó corriendo a ayudar a Ivan y se lanzó contra la puerta.
—Esto se pone feo —dijo Jane—. ¿Tenemos cerca algún hacha de incendios? Nos serviría de cuña para cerrar la compuerta.
—No lo sé. Creo que vi una caja de herramientas en el despacho del sobrecargo.
Jane corrió escaleras arriba.
Ivan apretó la espalda contra la puerta, pero sus botas resbalaban en la cubierta de metal. Poco a poco, la barricada empezó a derrumbarse.
La compuerta se entreabrió. Ivan agarró un extintor de la pared y dirigió un chorro de espuma a la brecha. Luego usó el extintor vacío para aplastar los dedos que asomaban y trataban de arañar.
—¡Necesito ayuda! —chilló Ivan por el hueco de la escalera—. ¡Jane! ¿Jane, estás ahí? ¡Estamos de mierda hasta el cuello!
Jane bajó a saltos por la escalera con un martillo de carpintero, que descargó contra la mano que se retorcía haciendo que de la herramienta saltaran chispas. Machacaba con fuertes golpes todos los dedos.
Jane e Ivan se lanzaron contra la puerta de acero y trataron de cerrarla. Oyeron un crujido de huesos. Se lanzaron dos veces más contra la puerta. Un chorro de sangre. La mano cayó al suelo, seccionada por la muñeca.
Jane cerró la compuerta y atrancó las manijas con el mango del martillo.
—No me vais a manchar de sangre el reloj —farfulló Jane.
—¡Dios! —renegó Ivan, mirando al suelo.
La mano amputada abría y cerraba el puño como un cangrejo del revés. Intentaba arañar. El ruso se santiguó.
—¡Aún está viva!
Punch pasó junto a la entrada de una cocina. Grill del Comodoro.
—No podemos pararnos —advirtió Ghost.
—Déjame ver esto. Quiero ver qué tenemos aquí abajo.
Punch abrió un congelador. Comida estropeada. Moho verde.
Ghost bajó un tarro de un estante.
—Jalapeños —dijo—. Podemos añadirlos a los cereales o a otra cosa.
Una despensa de conservas. Bolsas de arroz y de pasta. Palés llenos de latas.
—Este lugar es un filón de la hostia —dijo Punch—. Apuesto a que hay cocinas como esta por todo el barco. Pequeños restaurantes temáticos.
—Dentro de un par de días podremos organizar una expedición y haremos un registro exhaustivo. Elegiremos lo que queramos y llenaremos carritos de comida, pero ahora hay que largarse de aquí.
Se dieron la vuelta para irse. Había una mujer en la puerta. Llevaba un vestido largo azul. Sus ojos miraban a través de una máscara de púas metálicas.
—¿Nos dejas pasar, encanto? —avisó Punch.
La mujer estiró el brazo hacia él. Punch la derribó de una patada y le puso la bota en el pecho para que no se moviera. Le puso el taladro entre los ojos y se lo hundió en el cerebro. Le atravesó el cráneo de parte a parte. La mujer arqueó la espalda y ya no se movió más.
—¡Madre de Dios bendito! —murmuró Punch, de pie junto al cadáver—. Vámonos de aquí.
Se apresuraron a salir al pasillo.
Al final del corredor una camarera reptaba por el suelo, arrastrando las piernas, inservibles y ensangrentadas. Ghost blandió el hacha, listo para descargarla. Un segundo tripulante infectado dobló la esquina: el metal le asomaba por la nariz y las orejas. Con él apareció una mujer con indumentaria deportiva y los brazos colgando fundidos a los lados. Ghost se echó atrás.
—Esto se está llenando.
Más pasajeros arrastrando los pies, cojeando, andando a tumbos.
—Plan B —dijo Ghost.
Regresaron corriendo a la sala de máquinas y se encerraron dentro. Oían el ruido sordo de los puñetazos contra la puerta. Ghost agarró la escopeta y quitó el seguro. Punch cogió la radio.
—Jane, ¿estás ahí? Tenemos un pequeño problema.
Jane llamó a la plataforma.
—Hyperion
a Rampart. ¿Me copiáis? Cambio.
—Aquí Rampart
.
Era la voz de Sian.
—Nos hemos hecho con el mando del barco, con lo esencial. Las hélices funcionan. Podemos girar a derecha y a izquierda. Vamos hacia vosotros a una velocidad de diez nudos. Lento, pero avanzamos. Intentaré que corra más. ¿Podéis encender una bengala o algo que nos sirva de guía?
—Dame dos minutos
.
Jane esperó en cubierta. La niebla se había disipado. Había encontrado los prismáticos del capitán. Ajustó el enfoque y distinguió el destello rojo de una bengala a lo lejos.
Volvió al puente. Giró la palanca de mando hacia la izquierda. Las hélices secundarias de proa rotaron ligeramente. Jane notó que la colosal embarcación cambiaba el rumbo.
Ivan buscaba algo de alcohol en las habitaciones de los oficiales. Encontró un par de botellas miniatura pero ninguna de las grandes.
Un miembro de la tripulación había dejado en su mesa un humidificador lleno de puros y un sólido encendedor dorado. Habanos. Vaqueros Colorado Maduro. Ivan se llenó los bolsillos de puros. No fumaba, pero de vuelta a la plataforma los podía cambiar por algo. A los hombres de Rampart les gustaban los puros. Codiciaban cualquier pequeño placer que les ayudara a olvidar los apuros que estaban pasando. El dinero ya no servía y cualquier cosa que colocara se había convertido en la nueva moneda.
Oyó un zumbido intermitente.
Se paró en el pasillo, junto a los camarotes de la tripulación. El zumbido persistía.
Se acercó a las puertas correderas del final del pasadizo. Algo apestaba, algo como huevos podridos o carne en mal estado. Súbitamente aterrorizado se dio cuenta de por qué habían desconectado los sistemas del barco. La tripulación del
Hyperion
quiso aislar bajo cubierta a los pasajeros infectados. Pusieron barricadas en todas las puertas y cerraron todos los huecos de escalera. Y desconectaron la corriente por si la obtusa horda de abajo descubría cómo usar los ascensores.
Oyó el sonido de un timbre metálico. Las puertas empezaron a abrirse. Ivan retrocedió. Vio a una señora mayor, pegada a una silla de ruedas eléctrica.