—Una hora. Dos, como máximo.
Punch fue a la habitación contigua y se quedó mirando al capitán. El hombre yacía de lado, con las piernas dobladas, como si siguiera sentado. Punch desplegó un mapa y le cubrió la cabeza, para no ver los ojos del muerto.
—Voy a dar una vuelta por la cubierta, a echar un vistazo —dijo.
Punch subió por la escalera exterior, a la cubierta superior.
La piscina al aire libre. Había una piscina infantil vacía, con chalecos salvavidas esparcidos en el fondo.
La parrilla de invierno. Platos rotos y una barbacoa volcada.
En lo alto, una enorme chimenea se perdía entre la niebla.
Punch encontró una claraboya. Frotó el cristal con el guante, apartó escarcha gruesa como la nieve y dirigió su linterna hacia la oscuridad.
Ghost debió de haber encontrado un interruptor general en la sala de acumuladores, pues de repente todo el barco se iluminó con una brillante luz blanca. Fuertes reflectores alumbraron las cubiertas, las terrazas, la cancha de bádminton, el minigolf. Ristras de bombillas colgadas entre las chimeneas brillaban en la niebla como una tenue luz del sol.
Punch se inclinó sobre la claraboya y vio el salón de baile. Apliques art déco brillaban en ámbar como para una velada de baile, pero la pista parecía más bien un hospital. Una hilera tras otra de camas, con cuerpos envueltos en vendas, algunos de ellos en pijama, algunos con traje de etiqueta. El cristal esmerilado no le dejaba ver con claridad, pero Punch distinguió vendas manchadas de sangre, piel renegrida y rostros medio devorados.
Al conectar el equipo de sonido, los altavoces de cubierta dejaron escapar un aullido de
feedback
. Las delicadas notas de
El Danubio azul
sonaron por todo el barco.
Como si despertaran de un largo sueño, los cuerpos de la sala de baile empezaron a moverse.
En proa. Ghost levantó una compuerta de cubierta y apuntó su linterna al interior. Unos peldaños metálicos descendían en la oscuridad. Ghost bajó.
—Todo bien —dijo.
Jane fue detrás.
Dos enormes bobinas de cadena de ancla, con eslabones del tamaño de un flotador salvavidas.
—Tiene que haber un control manual —dijo Ghost—. Seguro que en caso de fallo grave de la turbina hay alguna manera de parar el barco.
Todas las bobinas funcionaban con un motor grande como una furgoneta.
—Yo diría que esta palanca es la que desembraga el engranaje —dijo Jane.
—¿Sí?
—Está lleno de pegatinas de advertencia, por lo menos.
Ghost encontró un armario de herramientas.
—Mejor usa esto.
Jane se puso tapones de espuma en las orejas y se encajó unas orejeras de protección.
Ghost tiró de la palanca, pero esta no se movió. Levantó los pies para bajarla con todo el peso del cuerpo, pero la palanca siguió sin moverse. Agarró entonces un mazo.
—Apártate —le ordenó a Jane.
Levantó el mazo y golpeó. Al segundo golpe el engranaje desembragó. La bobina empezó a girar y la colosal cadena del ancla se hundió con un rugido atronador a través del casco del barco. El aire olía a metal caliente. Se quitaron las orejeras de protección, saltaron a la cubierta y enfocaron una linterna al costado del barco. Las anclas se habían soltado y la cadena colgaba tirante.
—Chócala —dijo Jane, tendiéndole a Ghost la mano enfundada en un guante—. Ya era hora de que algo nos fuera bien.
Regresaron a Rampart y reunieron a la tripulación.
—Se llama
Hyperion
—dijo Jane, de pie ante los demás como un profesor dando clase—. Creo que es sueco. Todos los controles del puente de mando están escritos en marciano. Hemos echado el ancla. Solo nos queda poner en marcha los motores e irnos a casa.
Un murmullo de excitación corrió por toda la cantina. Aun siendo un lugar frío, la cantina era el mejor lugar para reunirse.
—Sí —continuó diciendo Jane, empañando el aire al respirar—. Parece que finalmente la suerte nos sonríe. Pero hay una pega. La mayor parte de los pasajeros y la tripulación siguen a bordo. Están infectados, pero a buen recaudo bajo cubierta.
—Cojamos las escopetas y vayamos sala por sala —dijo Nikki—. Ya los visteis en la tele. Los infectados se mueven despacio. Será como cazar gallinas en un corral.
—Son personas. Padres y madres. Niños y niñas. No son alimañas.
—Dejémonos de mojigaterías, ¿vale? Si nos vamos a Europa en un barco infectado no habrá país que nos deje entrar en sus aguas. De hecho, lo más probable es que ordenen un ataque aéreo y fulminen el barco. Acordaos de lo que le pasó a Rawlins. Esa plaga, sea lo que sea, lo volvió majareta. Estuvo a punto de mandarnos a todos al infierno. ¿Queréis haceros a la mar en un barco lleno de perturbados, en un manicomio flotante? Además, parece que nadie se recupera de ese contagio. Nadie se cura. Yo voto por matarlos a tiros a todos y lanzar los cadáveres por la borda. Es lo mejor que podemos hacer.
—No tenemos suficientes cartuchos. En un barco como este puede haber dos o tres mil pasajeros. Y una tripulación numerosa.
—Gaseémoslos, entonces. Solo hay que encender los motores y conducir los gases a los respiraderos de ventilación.
—Yo estoy a favor —intervino Ivan—. No dormiríamos tranquilos con esos cabrones rabiosos al otro lado de la pared.
—Ahora mismo los tenemos controlados —dijo Jane—. Además, ni siquiera sabemos si bastaría con gasearlos. Sin comida, agua ni calefacción deberían estar ya muertos. Ese barco debería ser un cementerio. Pero, por alguna razón, siguen vivos.
Nikki miró a su alrededor. Rostros iluminados por lámparas de queroseno, todos pendientes de los consejos de Jane.
«No os fiéis de ella», quiso decir Nikki. «En una situación como esta, uno solo se puede fiar de sí mismo.»
Nikki tuvo un novio, Alan. Pasaron dos años juntos. Estuvieron unas vacaciones en Bombay, otras en Chile. Y ella lo había dejado morir en el hielo.
No puedes poner tu destino en manos de otro, pensó. Cuando el momento llega, dependes de ti mismo.
Algunos de la tripulación empaquetaron sus cosas. Transportaron las maletas y los petates al hangar del submarino y se sentaron alrededor del calentador de convección.
Punch y Sian, sentados en sus maletas, se calentaban las manos.
—Me siento igual que cuando el
Spirit of Endeavour
—dijo Sian—. Estaba segura de que nos íbamos a casa. Contaba los minutos que faltaban.
Señaló el montón de maletas y siguió:
—Apuesto a que no van a necesitar la mitad de todo esto.
—No. Habrá cabinas con calefacción y ropa de repuesto para cada día. Y comida de sobra. A juzgar por lo que vimos en la tele, cuando lleguemos a Inglaterra, quizá deberíamos quedarnos a bordo. Echar amarras cerca de la costa y considerar el barco como nuestra fortaleza. Haríamos expediciones a tierra cuando necesitáramos algo.
—Bonito plan.
—Quizá hayamos sido los afortunados, a salvo en la cima del mundo mientras la plaga lo devastaba todo. Queríamos un pasaje de vuelta a casa y Dios nos ha mandado una limusina.
—Aún no estamos en casa.
Nikki bajó a la sala de bombeo y examinó el bote. Había cortado y cosido juntos tres globos sonda para hacer una vela. La vela plateada colgaba floja del mástil, a la espera de un fuerte viento.
Le dio una patada al casco de aluminio, que resonó como un gong.
Unos días antes, Nail se había desnudado de cintura para arriba, se había puesto una máscara y con espray de pistola le había dado al bote una capa de pintura de barco. Con encalado para cuartos de baño había reforzado el sellado de goma alrededor de la compuerta de la barca.
Nikki consultó los planos. El barco estaba acabado y listo para almacenar suministros. Se metió en la cabina de mando y se preguntó si podría hacerlo navegar ella sola. ¿Necesitaba realmente a Nail?
Guía de navegación para torpes
. Nikki había encontrado el manual en la ya abandonada mesa de intercambios de libros en la calle Mayor. Gastadas ediciones de bolsillo. Un montón de revistas de coches. Pensó que podría recortar y anudar una vela. Podía darle puntadas a diestro y siniestro. No sabía navegar. No sabía orientarse con las estrellas. Pero si ponía rumbo al sudoeste, tarde o temprano avistaría la costa sueca, y eso la guiaría hasta el Mar del Norte y hacia casa. No necesitaba a Nail. Podía hacerlo sola.
—¿Qué te parece, entonces? —dijo Nail, que observaba desde la penumbra.
—Parece sólido.
—Creo que resistiría una tormenta o dos. ¿Cómo de estable? No sabría decirlo. El diseño es de Ghost, no mío. Podría volcar, si una ola fuerte lo pilla mal. Pero no se romperá. Lo he construido muy sólido.
—No sirve de gran cosa, ahora mismo —dijo Nikki—. Podemos irnos todos en el crucero de Jane.
—¿Jane Blanc? ¿Esa gorda jactanciosa? ¿De verdad quieres poner tu destino en sus manos? ¿Crees que será ella quien te lleve a casa?
—Si lo dices así…
—Estoy harto de promesas. Si tú y yo queremos largarnos de aquí tendremos que apañárnoslas solos, así que dejemos esta lata lista para zarpar.
—¿Qué hacemos con la trampilla para bajarlo al agua?
—Quizá deberíamos buscar baterías. Baterías potentes. Y hacer un puente con el sistema hidráulico.
—¿Crees que funcionará?
—Pocos minutos de carga. Con eso bastará.
Nikki forzó la puerta de una plataforma de carga y entró. Aparcadas al fondo había tres carretillas elevadoras. Desconectó las baterías, las cargó en una transpaleta y las transportó a la sala de bombeo.
Recortó una porción del recubrimiento aislante de la trampilla hidráulica y conectó las pinzas. Apretó el botón de encendido. Hubo una ráfaga de chispas y un breve temblor de los cilindros hidráulicos. La trampilla no se abrió.
—Mierda.
Encontró una pelota de tenis y se quedó sentada en el suelo, haciendo rebotar la pelota en el casco de la barca.
Alan, su novio, solía contar un chiste: «¿Qué cosa es marrón y sirve de palo? Un palo». Alan decía que era el chiste perfecto. Elegantemente simple. Nikki recordaba la vez que contó el chiste en una cena. El día de Navidad en casa de los padres de ella. Pero Nikki no recordaba la voz de Alan. Habían pasado dos años juntos, pero los recuerdos ya empezaban a borrarse, como una fotografía expuesta al sol.
Él se le aparecía en sueños. Entreveía a Alan entre la multitud. Él la llamaba en medio de calles llenas de gente.
¿Estaba muerto Alan cuando ella lo abandonó en el hielo? ¿Podía haberse salvado? No lo sabría nunca.
En la plancha del suelo cubierto de escarcha había pisadas. Huellas de botas grandes. Nikki hizo palanca con un destornillador y levantó la chapa. Bolsitas de polvo marrón ocultas entre las tuberías.
Calentó una pizca de polvo y succionó la pócima con una hipodérmica. Soltó una sonrisa sin ganas.
—¿Qué cosa es marrón y sirve de palo? —murmuró mientras la aguja le atravesaba la piel.
Nail estaba con Rye en el submarino.
—¿Nunca sale de aquí?
—Se está bien aquí dentro —dijo Rye, señalando la ventana de burbuja de la cabina de mando.
La tripulación seguía haciendo corro junto al fuego.
—Además —continuó Rye—, las conversaciones son cada vez más repetitivas: las mujeres que se follarán, las borracheras que pillarán. Si Jane y Ghost no vuelven con ese barco habrá un linchamiento.
Rye tapó con su abrigo la ventanilla de la cabina de mando y sacó de un bolso dos hipodérmicas. Nail abrió una tabaquera, hizo caer un poco de polvo en una cuchara y calentó la mezcla con un Zippo.
—¿No está convencida?
—Jane Blanc y sus promesas de paraíso flotante. Disculpa mi falta de entusiasmo. El día que llegó a la plataforma tuvimos que ponernos todos a buscar indumentaria de talla enorme para que ella se pudiera vestir. Había perdido la batalla con el chocolate. Los donuts la habían derrotado. Y de repente, ¿va a tomar el mando y nos va a salvar a todos? Lo dudo.
De vuelta al
Hyperion
. Jane, Ghost, Ivan y Punch.
—Bien —dijo Jane—. Tenemos un par de luces encendidas. Ahora hay que poner en marcha el barco entero. Vamos a hacer que se mueva.
Exploraron el barco de popa a proa y se reunieron en el puente de mando.
—Tenemos el paso libre al puente de mando y a las habitaciones de los oficiales —anunció Jane—. Pero desde la segunda planta hasta abajo hay barricadas en todas las puertas.
—Hay sangre por todas partes —dijo Ghost—. La tripulación tuvo una buena escaramuza. Debió de ser una batalla de mil diablos. Pero se impusieron, supongo. El barco está atrincherado hasta los topes. Estamos a salvo, pero la mayor parte del barco nos está vedado.
—¿Y dónde está la tripulación? —preguntó Punch—. ¿Dónde está la gente que construyó las barricadas?
Ghost se encogió de hombros.
—Quizá avistaron tierra. El barco iba a la deriva. Quizá descubrieron un lugar habitado, se subieron a los botes y remaron hasta la costa.
—¿Un lugar habitado, por aquí?
—El
Hyperion
lleva tiempo a la deriva. No sabemos dónde ha estado.
—Imaginaos la comida que debe de haber ahí abajo. Caviar. Huevos de verdad. Champán. Todo fuera de nuestro alcance. No pienso repanchingarme en una suite presidencial y morir poco a poco de hambre. Yo propongo que organicemos grupos de asalto. No tenemos suficientes cartuchos de escopeta para matar a todos los pasajeros, pero sí para contenerlos mientras nos apoderamos de la comida.
—Eso explicaría la bandera Juliet —dijo Ghost.
—¿La qué?
—La bandera blanca y azul cerca de proa. Es una señal marítima internacional. Mercancía peligrosa. No se acerquen.
—¿Veis esta pantalla? —preguntó Jane, sentada en la silla del capitán, frente a una consola Raytheon—. Aceleradores. Velocidad del motor. Estoy casi segura de que estos interruptores gobiernan las hélices.
Ghost se inclinó al lado de ella y empezó a pulsar botones y a girar diales.
—Sin conexión. Si queremos algo más que luz tendremos que poner en marcha las turbinas.
—Apuesto a que desconectaron la sala de máquinas —dijo Jane—. Cuando evacuaron las cubiertas inferiores debieron de apagarlo todo. Es un procedimiento habitual, el tipo de cosas que te enseñan en un simulacro de incendio. Alguien tendrá que bajar y conectarlo todo otra vez.