Read Starship: Mercenario Online

Authors: Mike Resnick

Tags: #Ciencia Ficción

Starship: Mercenario (4 page)

BOOK: Starship: Mercenario
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Ha estado aquí? — dijo Cole, sorprendido.

—Dos veces —respondió Val—. En ambas ocasiones para concertar intercambios de prisioneros con los teronis.

—¿Eso es un rumor o de verdad la viste aquí?

—Sí, la vi una vez. ¿Alguna vez te has encontrado con ella?

—Sí, nos encontramos una vez —dijo Cole con una sonrisa irónica—. No conectamos mucho.

—Fue ella quien te degradó?

—Dos veces —dijo Cole—. Por otra parte, también me impuso tres de mis Medallas al Coraje. De mala gana.

—Qué lástima que no esté aquí hoy —dijo Val—. Podrías ajustar algunas cuentas pendientes.

—No es mi enemiga —dijo Cole—. Probablemente está mejor cualificada que nadie para dirigir esta guerra. Sencillamente, no estamos de acuerdo en ciertas cosas. —Dicho esto, calló durante unos instantes—. Si alguna vez oyes que una oficial polonoi llamada Podok viene aquí, eso sí es algo que me gustaría saber.

—¿Podok? —repitió Val—. He oído a la tripulación mencionar ese nombre. ¿No era la capitana cuando te amotinaste?

—Sí.

—Todo el mundo dice que lo merecía.

—Así es —respondió Cole—. Estuvo a punto de matar a cinco millones de humanos y destruir un planeta antes de dejar que la flota teroni asaltara un depósito de combustible.

—Eso había oído —corroboró Val—. Debía ser una buena pieza.

—Lo era. Pero aún sigue sirviendo a la Armada, y yo nunca podré volver a la República.

Val sonrió.

—¿Te dijo alguien que la vida era justa?

—Últimamente no —respondió, sin sonreír.

Siguieron caminando, pasando por delante de todo tipo de bares y restaurantes.

—Algo va mal —dijo Cole, señalando una especie de corredor más estrecho que discurría a su izquierda.

—No, está bien.

—Sea lo que sea con lo que han tratado el techo está desgastándose —observó.

—Es para crear atmósfera —dijo Val—. Los dos mayores burdeles de la estación están al final del corredor.

Cole escudriñó la penumbra.

—Pues no parece que haya nada tan grande ahí.

—Confía en mí, ahí están.

—¿Eres cliente?

—De vez en cuando.

—Eres una mujer deslumbrante y tienes un aspecto exótico —dijo Cole—. Me sorprende que necesites pagar por ello.

—Oh, nunca pagaría a un hombre —dijo—. La casa de la izquierda sólo tiene androides. —Sonrió—. Me gusta su aguante.

—Si eso te hace feliz… —dijo Cole. De repente, se puso tenso—. Creo que nos están siguiendo.

—Era de esperar —dijo—. Sólo somos dos, y si estamos en esta sección, obviamente tenemos dinero para gastar.

Sin avisar, se detuvo y se dio la vuelta. Cole la siguió inmediatamente. Tres seres —un hombre y dos molluteis— se estaban acercando a ellos lentamente, todos armados con dagas.

—Mira esto —le susurró Val a Cole—. Buenas tardes, caballeros —dijo en voz alta—. Si tiráis las armas y nos entregáis vuestro dinero, nadie sufrirá daño alguno.

El hombre se echó a reír inmediatamente. A los traductores automáticos de los molluteis les llevó pocos segundos descifrar lo que había dicho, pero cuando lo hicieron, graznaron divertidos.

—Bien —dijo Val, adelantándose—, no podréis decir que no os advertí.

A Cole le costó cinco segundos decidir si avanzar con ella o desenfundar su pistola láser, y por entonces fue inútil, porque los tres perseguidores yacían gimiendo en el suelo del ancho corredor, retorciéndose de dolor.

—¿Crees que podríamos coger su dinero? —preguntó Val—. Al fin y al cabo, iban a llevarse el nuestro.

—No, no somos ladrones, al menos ya no. Vamos a limitarnos a informar a la policía para que se encargue de ellos. Rellenaré una declaración más tarde.

—Ya te lo dije: no hay policía en la Estación Singapore.

—En ese caso si pasamos por un hospital, les diremos que se acerquen y los recojan.

—¿Y si no pasamos?

Se encogió de hombros.

—Es el riego que corres cuando te conviertes en ladrón.

Ella rió escandalosamente y ambos reemprendieron la marcha sin echar la vista atrás.

—Esperemos que no nos disparen por la espalda —comentó Cole.

—Si llevaran pistolas láser o sónicas, las habrían mostrado —dijo Val con seguridad—. Es más probable que entregues tu dinero a alguien que puede matarte desde diez metros que a alguien que tiene que acercarse para apuñalarte. —Asintió para sí—. Creo que volveré por aquí para beber en serio.

Caminaron otros cincuenta metros y luego doblaron hacia un corredor lateral y llegaron a un llamativo casino llamado El Rincón del Duque. Pequeños alienígenas peludos de una especie que Cole no había visto nunca portaban bandejas con bebidas a los jugadores, tanto humanos como no humanos, que atestaban las mesas.

—Nunca aprenden —dijo Val, meneando la cabeza—. Mira la mesa.

—¿Qué juego es ése? —preguntó Cole— No lo reconozco.

—El jabob —respondió—. Creo que se originó en Lodin XI o quizás en Moritat. Grandes ganancias para la casa. Te duraría más el dinero si lo quemaras para mantenerte caliente, pero los alienígenas adoran ese juego.

—Veo que también hay un humano en la mesa.

—Está jugando para la casa.

—Vale —dijo Cole—. Supongo que no me has traído aquí para jugar.

—No —dijo, señalando uno de los pequeños camareros alienígenas—. Dile al duque que Juana de Arco está aquí.

—¿Juana de Arco? —repitió Cole mientras el alienígena se alejaba rápidamente.

—Tuve un montón de nombres antes de que me dieras éste —respondió Val.

El alienígena volvió poco después.

—Os recibirá ahora —dijo mediante su traductor automático.

—Vamos —dijo Val, mientras empezaba a cruzar el casino. Cole la siguió y pronto llegaron a una cortina centelleante que parecía sólida. Cuando estaba a un metro de distancia, se paró tan de repente que casi chocó con ella.

—¿Qué problema hay? —preguntó Cole.

Val cogió un vaso vacío de una mesa cercana y lo lanzó a través de la cortina. Se desintegró al instante.

—Sistema de seguridad —le explicó la mujer.

Esperaron alrededor de medio minuto, después una voz dijo:

—Juana de Arco, entra. El capitán Cole puede entrar también.

Val avanzó y aún no había desaparecido cuando Cole la siguió a un gran despacho decorado ostentosamente. Abigarrados pájaros alienígenas compartían una jaula dorada que parecía flotar en el aire sin soporte visible. Había un par de escenas holográficas tridimensionales de mundos distantes que permanecieron estáticas hasta que Cole se dio la vuelta para mirarlas, momento en que las escenas se emborronaron, para volver al estatismo cuando miró a otro lugar. La suntuosa alfombra se adaptaba a sus pasos y después, al avanzar, recuperaba su forma original. Las sillas de cuero que se amoldaban a sus ocupantes flotaban un poco por encima del suelo, y había un bar bien surtido junto a una de las paredes. Dos robots, aún más altos que Val, flanqueaban un escritorio de metal brillante. Pero lo más inusual en la habitación era el hombre que estaba sentado tras la mesa.

Al principio, Cole pensó que también era un robot, pero tras una observación más detenida no estuvo tan seguro. La mayor parte de él, brazos, piernas, torso, manos, pies, cráneo era de un metal pulido y brillante, probablemente platino. Pero los labios y la boca eran, definitivamente, humanos y así como el retorcido bigote que lucía por encima de su labio superior. Su ojo izquierdo brillaba con un turbio color azul, pero el derecho poseía iris y pupila. Llevaba unos pantalones cortos de color negro con línea diplomática

—No le avisaste, Juana —dijo el hombre.

—Es más divertido observarlos la primera vez que te ven —respondió la aludida—. Y esta semana mi nombre es Val.

—Cleopatra, Nefertiti, Juana de Arco… nunca te cansas de cambiar de nombre. ¿Quién era Val?

—Es un diminutivo de Valkiria —respondió.

—En ese caso, lo apruebo. —Se volvió hacia Cole—. ¿Y tú eres el hombre por el que la República ofrece diez millones de créditos?

Cole lo miró fijamente y no dijo nada.

—No te preocupes, Cole —dijo—. No tengo intención de venderte a la República. La Estación Singapore funciona porque la gente que se detiene confía en nuestra discreción. Permíteme que me presente apropiadamente: soy el Duque Platino.

—Eso veo —dijo Cole.

—Ah, pero sólo puedes ver el resultado final. Hubo un tiempo, hace muchos años, en el que fui igual que tú. De hecho, serví en la Armada. Mi capitana era Susan García, quien, con el tiempo, hizo carrera.

—¿Qué pasó? —preguntó Cole, lleno de curiosidad muy a su pesar.

—Perdí mi pierna izquierda en la batalla de Barbosa —respondió el duque—. Me hicieron una pierna prostética, creo, de una aleación de titanio. Lo interesante es que me iba mejor que la original: nunca sentía cansancio, ni dolor, podía soportar el frío y la gravedad extremos. —Hizo una pausa—. Volví al servicio activo cuatro meses después, justo a tiempo para la batalla de Tybor IV.

—He oído hablar de ella —dijo Cole—. Creo que hubo un ochenta por ciento de bajas.

—Ochenta y dos por ciento —dijo el duque—. Yo fui una de ellas. Perdí mis dos brazos y mi ojo izquierdo. Me mantuvieron con vida lo suficiente como para transportarme a un hospital de campo, donde me equiparon con brazos y ojo prostéticos; y, como antes, funcionaban mejor que los originales. Me relevaron del servicio poco después. Supongo que pensaron que era suficiente con dar tres miembros y un ojo a la República. Y vine a la Frontera Interior y finalmente a la Estación Singapore. Con el tiempo, hice fortuna, no necesitamos entrar en detalles, y decidí que el platino estaba más acorde con mi nuevo estatus que el titanio. También decidí que ya que había empezado con estas… mejoras, ya puestos, podía ir a por el equipo completo: la otra pierna, los tímpanos, la epidermis, todo excepto unas pocas cosas. Todo lo que queda de mi antiguo yo, capitán Cole, son mi boca y mis papilas gustativas; no podía vivir sin la capacidad de saborear mis comidas y bebidas favoritas. Y conservé mis labios porque soy un hombre presumido (si no lo fuera ¿por qué me habría pasado al platino?) y siempre estuve orgulloso de mi bigote. Conservo mi ojo derecho por una razón práctica: aunque a través de mi ojo izquierdo veo más lejos y con mayor claridad, y puedo ver incluso el espectro infrarrojo y ultravioleta, no se ajusta a los cambios de iluminación tan rápidamente como lo hace mi pupila real. Todo lo demás, corazón, pulmones, todo, es artificial. —De repente, sonrió—. Con una excepción. Me aseguraron que podría experimentar placer sexual con un órgano artificial, pero yo no estaba muy convencido. Quiero decir, si se equivocaban, no habría marcha atrás… así que conservé mi propio órgano. Por eso llevo estos ridículos pantaloncitos, por consideración hacia las pobres inocentes como Val.

—Eso explica lo de «platino» —dijo Cole— ¿Y lo de «duque»?

—Es sencillo. Dirijo la Estación Singapore. Es mi feudo, soy su duque.

—Es mucho para que lo dirija un solo hombre —comentó Cole.

—Es lo mismo que ser capitán de una nave —respondió el duque—. Ambos tenemos el poder de la vida y la muerte de nuestros siervos.

—Yo no tengo siervos.

—Entonces, llamémoslos, distinguidos subordinados —dijo el duque—. Voy a reunirme con uno de ellos en dos horas.

—Déjame adivinar —dijo Cole— ¿David Copperfield?

—¿Cómo lo sabías?

—Es el único miembro de mi nave, además de Val, que ha estado aquí antes —respondió Cole—. Al menos, eso supongo. Sé que los otros no han estado.

—Una criatura sorprendente ¿verdad? —dijo el duque—. ¡Y cómo aprecia esa colección suya de Dickens!

—¿Su apariencia no te molesta? —preguntó Cole—. Quiero decir, un alienígena de aspecto muy raro vestido exactamente igual que Pickwick o Sydney Carlton?

—¿Qué pensarías de mí si criticara el aspecto de alguien? —repuso el duque con una sonrisa que dejó ver sus dientes de platino—. Por cierto, ¿tienes alguna idea de por qué quiere verme?

—Para congraciarse conmigo —dijo Cole.

—¿Perdón?

—Es una larga historia —dijo Cole—. Basta decir que la
Theodore Roosevelt
aceptar servir como una nave mercenaria. He oído, y estoy seguro de que David también, que eres la mejor fuente para determinar quién podría necesitar nuestros servicios, qué están dispuestos a pagar, y si se puede contar con que nos den información precisa y hagan honor a sus compromisos financieros.

—Eso es fácil —dijo el duque—. Normalmente cargaría un diez por ciento por mis servicios, pero como estás en compañía de la extraordinaria Valkiria, y especialmente porque no le caes en gracia a Susan García, quien me puso en repetidas ocasiones en peligro, gracias a lo cual hay trozos de mí por toda la Federación Teroni, solo te cobraré el cinco por ciento. ¿Cómo lo ves?

—Me parece justo —dijo Cole—. Pero hay una cosa más.

—¿No la hay siempre? —dijo el duque—. ¿Quieres que lo adivine?

—Si te hace feliz…

—No quieres meterte en una situación en la que estés en inferioridad —sugirió el duque—. Al fin y al cabo, no has mencionado que tengas ninguna nave de apoyo.

—Cierto —admitió Cole—. Pero eso se da por hecho. Lo que tenía en mente eran algunas consideraciones éticas.

—¿Consideraciones éticas en un mercenario? —dijo el duque, riendo—. ¡Eso es un concepto novelesco!

—Me alegro de que te diviertas tan fácilmente —dijo Cole con sequedad—. No proporcionaremos apoyo militar a nadie que trafique con drogas. No proporcionaremos apoyo militar a ninguna acción que sirva a los propósitos de la Federación Teroni. Y no proporcionaremos ningún apoyo militar a ninguna acción que vaya en detrimento de la República o su Armada. Tal vez estemos huyendo de ellos, pero dedicamos nuestras vidas a servir a su causa y no lucharemos contra ellos.

—Lo verías de otro modo si tuvieras algunos miembros artificiales —dijo el duque.

—Quizás, pero no es el caso.

—Está bien —dijo el duque—. En realidad, tus consideraciones éticas probablemente sólo eliminan al tres por ciento de la gente que podría estar interesada en tus servicios.

—Bien —dijo Cole—. Preséntale los mejores encargos a David cuando aparezca y entiende que él no tiene el poder para comprometer a la
Theodore Roosevelt
en ninguna acción. Sólo yo puedo hacer eso. Él me traerá tus propuestas y yo tomaré una decisión. Antes, probablemente, volverá a preguntarte algo.

BOOK: Starship: Mercenario
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Curious Rogue by Joan Vincent
Sneaky Pie for President by Rita Mae Brown
Bushedwhacked Bride by Eugenia Riley
Miracles Retold by Holly Ambrose
Hell Hole by Chris Grabenstein
Unseen by Mari Jungstedt
Gee Whiz by Jane Smiley