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Authors: Mike Resnick

Tags: #Ciencia Ficción

Starship: Mercenario (5 page)

BOOK: Starship: Mercenario
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—Estoy de acuerdo —dijo el duque—. Cuando David aparezca esta noche, le diré que vuelva en uno o dos días. Sé quiénes son los que tienen más números para requerir tus servicios, pero posiblemente no pueda contactar con ellos antes de que David llegue.

—Está bien —dijo Cole—. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos. Val puede quedarse si quiere, pero yo llego tarde a una cita para comer.

—Vaya. ¿Dónde?

—En un sitio llamado El Ternero Cebado.

—Cuando llegues, habrá una mesa en salón privado esperándote —dijo el duque—. Ni tú ni nadie de tu grupo tendréis que pagar la cuenta.

—¿Eres el propietario? —preguntó Cole.

—No.

—¿Entonces…?

—No me faltan amigos en la Estación Singapore —dijo el duque con una sonrisa modesta—. Confío en que seas uno de ellos.

Le tendió la mano y Cole se la estrechó.

—Me parece bien. Tengo la sensación de que vamos a necesitar todos los amigos que podamos encontrar.

Capítulo 5

La nave estuvo a punto en cinco días.

Al ver a los miembros de su tripulación entrar tambaleándose, Cole tuvo la sensación de que tardarían más de cinco días en estar a punto.

Forrice no dijo una palabra. Sencillamente, regresó a la
Teddy R
. con una gran sonrisa alienígena en su rostro, fue a su cabina y durmió treinta horas. Braxite parecía igual de feliz y durmió casi lo mismo. Jacillios, el tercer molario de la nave había ido, claramente, al lugar equivocado: volvió con un humor de perros y no durmió en absoluto.

Vladimir Sokolov, Toro Salvaje, Malcolm Briggs, Luthor Chadwick, y los dos últimos miembros de la tripulación, James Nichols y Dan Moyer, entraron en todos los bares que pudieron encontrar y después repitieron la ronda.

Cole no tenía idea de qué hacía Jaxtaboxl, el único mollutei de la nave, para divertirse, y ni siquiera sabía qué pensar sobre cuál era la válvula de escape de la teniente Domak, una polonoi de la casta guerrera. Sabía que Rachel Marcos, Idena Mueller y algunas otras humanas habían ido a ver algunas obras de teatro —en la estación había incluso un teatro en el que sólo se representaban obras de Shakespeare— y que habían hecho una lista de restaurantes y discotecas seguras basadas en las recomendaciones del duque. Bujandi, el único pepon de la nave siempre estaba hablando de las sabanas y las vistas de su planeta. Volvió hosco y malhumorado, y Cole tuvo la impresión de que había ido a buscar algo de verdor en la Estación Singapore y que no le había seducido mucho el paisaje que había encontrado.

Val fue una de las últimas en volver. Tenía un ojo morado, el labio partido, los nudillos descarnados y cauterizados, resaca y una enorme sonrisa de satisfacción.

Eso dejaba solo a Christine Mboya. Le sorprendió que no estuviera entre la vanguardia de quienes volvían a la nave y empezó a preocuparse conforme más miembros de la tripulación volvían y no tenía noticia de ella. Estaba a punto de enviar a un grupo para buscarla cuando apareció, exactamente con el mismo aspecto que tenía cuando se fue: bien arreglada, con una buena manicura, y totalmente dispuesta para ponerse a trabajar. Explicó que el ordenador de su hotel se había roto y que había pasado los dos últimos días ayudando a repararlo. Cole estaba a punto de darle las condolencias cuando decidió que arreglar el ordenador era probablemente la mayor diversión que podría haber encontrado durante su estancia en la Estación.

Cole, por su parte, había comido su filete y pasado una noche romántica en una suite con Sharon pero sencillamente no estaba interesado en el juego, la bebida, los productos del mercado negro ni los burdeles, y regresó a la nave al cabo de dos días para no volver a salir. Sharon lo había esquivado durante casi medio día.

Estaba ocioso preguntándose cuánto descanso y tiempo necesitaría la tripulación para recuperarse de su permiso en la Estación Singapore cuando la imagen de David Copperfield apareció.

—Espero no entrometerme, Steerforth —dijo el alienígena—, pero he tenido dos reuniones con el Duque Platino y creo que ya es hora de que tú y yo discutamos nuestras opciones.

—¿Nuestras opciones? —dijo Cole, arqueando una ceja.

—Por supuesto, quiero decir tus opciones —respondió David Copperfield apresuradamente—. ¿Cuándo te parecería un momento apropiado?

—Tú, Christine y yo somos las únicas tres personas capaces de mantener una conversación razonable en este momento, y ella está ocupada haciendo funcionar la nave, así que éste es tan buen momento como cualquier otro.

—¿En tu despacho?

—Sí, creo que sí —dijo Cole—. Me encantaría hacerlo durante el almuerzo, pero no tiene sentido dejar que nadie pueda oír algo de refilón hasta que haya tomado una decisión.

—Estaré allí en cinco minutos —dijo Copperfield—. Sólo he de reunir mis notas.

Cortó la conexión y la imagen holográfica de Sharon surgió de inmediato en el despacho.

—¿Así que no estoy lista para mantener una conversación razonable? —dijo.

—Tu tarea es fisgar en ellas, no participar —dijo Cole—. O puedes espiar y decirme cuántos miembros de la tripulación están echando la primera papilla.

—Qué forma de expresarte más delicada tienes… —dijo Sharon.

—Uno de nosotros no estaba muy pendiente de la delicadeza de las expresiones hace un par de noches, ¿o hace falta que te lo recuerde? —dijo Cole.

—De acuerdo. Adiós para siempre.

—Entonces, no te importará que coja estas flores que te compré y se las lleve a Rachel Marcos

—Te recomiendo vehementemente que cojas esas flores con tu mano izquierda. Así, cuando te la corte, aún te quedará la mano derecha para saludar.

—Qué amable —dijo Cole—. Creo que lo que más me gusta de ti es que siempre te preocupas por mí.

—¿Cenamos a las seis? —dijo Sharon.

—Quedamos a las seis.

—Mejor será que nos despidamos. Aquí viene tu compañero de escuela.

Su imagen se desvaneció justo en el momento en que la puerta se irisó para dejar pasar a David Copperfield.

—¿Disfrutaste mucho de tu estancia en tierra, Steerforth? —preguntó Copperfield afablemente.

—¿Alguna vez vas a dirigirte a mí por mi nombre real?

—Probablemente no —respondió el alienígena—. ¿Qué importa? Ambos sabemos a quién me refiero.

—Ambos sabríamos a quien me refiero si empezara a llamarte Hamlet, o tal vez Raskolnikov.

—Pero no lo harías —dijo Copperfield—. Eres demasiado considerado con los sentimientos de los demás.

—Eso podría ser visto como un serio defecto en el capitán de una nave espacial —señaló Cole.

—La verdad es que no lo sé. El inmortal Charles Dickens nunca trató con capitanes de naves espaciales.

—Una de las tragedias de su vida —dijo Cole—. ¿Va a seguir la conversación en este plan mucho rato o podemos ir al grano?

—Al grano, sin duda —dijo Copperfield—. ¿Te importa si me siento?

—Coge una silla —dijo Cole—. Pero no creo que la encuentres muy confortable. Puedo hacer que te traigan una que te vaya mejor.

—Tonterías —dijo Copperfield, sentándose torpemente en una silla y distribuyendo, incómodo, su peso—. Éste es precisamente el tipo de silla que teníamos en la escuela.

—Así pues, ¿qué tienes para mí?

—Hasta yo rechazaría a los dos que pagan más —dijo el alienígena—. ¿Quieres que te los describa?

—No te molestes —dijo Cole—. Si tú crees que son demasiado peligrosos, es suficiente para mí. Conozco bien lo que crees que no es demasiado peligroso.

Copperfield pasó los siguientes diez minutos repasando las otras seis ofertas que el Duque Platino le había planteado. Cole rechazó dos de ellas porque había demasiadas probabilidades de que las fuerzas a las que tenían que enfrentarse pudieran conseguir apoyo adicional de sus aliados.

Una tercera los situaba demasiado cerca de la República, y aunque había cambiado la documentación de la nave y sus insignias exteriores, aún era claramente una nave de guerra de la República y la Armada sabía que sólo había una nave de guerra en la Frontera Interior. En teoría, la Armada no podía perseguirla mientras estuviera en la Frontera pero «una persecución» podía dar pie a una interpretación muy elástica y decidió no tentar a la suerte.

Eso dejaba dos propuestas. Una era recuperar una ciudad que había caído bajo el dominio de un señor de la guerra local, lo que significaba combatir en tierra, casa por casa, con una fuerza de treinta personas. Se estimaba que ese líder militar contaba con unos doscientos soldados. Cole estaba seguro de que su tripulación tendría más y mejores armas y una táctica superior, pero no podía estar seguro de que no desplegara a más hombres antes que perder la ciudad.

Así que acabaron, con bastante facilidad, en Djamara II, un planeta con oxígeno y yacimientos considerables de oro y plata. No había población nativa con conciencia. Una compañía minera había reclamado los derechos de explotación del mineral y había empezado a excavar en aquel mundo unos seis años antes. Un caudillo local se enteró de que estaban perforando la tierra y quiso sacar provecho. La compañía no era inexperta en esta clase de bandidaje. Habían contratado una pequeña milicia que había repelido por dos veces los ataques del señor de la guerra. Pero sufrieron importantes pérdidas durante el segundo ataque y la compañía había decidido que conseguiría la victoria más fácilmente si contrataban una nave especial que si seguían luchando en tierra.

—¿Y por qué el caudillo no envenena el aire y los mata a todos? —preguntó Cole—. Es bastante sencillo.

—Esto no es la guerra, Steerforth —respondió Copperfield—. Su ejército no tiene más interés en extraer oro y plata que el que tenemos nosotros. Quiere robar lo que tienen o hacer algún tipo de trato para que le paguen un tributo a cambio de dejarles en paz. No quiere poner a sus soldados a excavar.

—Vale, eso tiene sentido —dijo Cole—. Éste es un terreno que no nos resulta familiar. Pero aprenderemos, igual que aprendimos a ser piratas. —Se detuvo—. ¿Cuál es el balance en este caso?

—Pagarán cuatro millones de créditos, o dos millones de dólares Maria Theresa, o el quince por ciento de su producción anual durante dos años si nos libramos de ese caudillo y su ejército de una vez por todas.

Cole meneó la cabeza.

—Ése es tu balance, David. El mío es: ¿cuál es la oposición? ¿A quién nos enfrentamos, cuántas naves tiene, y qué tipo de potencia armamentística posee?

—Ahora dependemos de las fuentes del Duque Platino —respondió David—. Le dije que ésta sería la que te gustaría más, así que está intentando descubrir todo lo que pueda. Hasta donde me ha podido decir, la Roca de las Edades tiene seis naves…

—Espera un minuto —interrumpió Cole— ¿La Roca de las Edades?

—Eso es.

—El Duque Platino, y Cleopatra, y Juana de Arco y Tiburón Martillo… ¿Es que nadie usa su nombre real por aquí?

—Bienvenido a la Frontera Interior —dijo David Copperfield con una sonrisa—. Como no hay leyes, tenemos la libertad de ser lo que queramos ser y eso significa que somos libres de llamarnos como queramos llamarnos. La mayoría de la gente se cambia de nombre aquí con tanta frecuencia como cambia de nave o de vivienda en la República. Es curioso.

—A mí me parece ridículo —dijo Cole. Hizo una mueca—. Vale, sigue.

—La Roca tenía seis naves hace cuatro meses. Podría haber sumado una séptima desde entonces.

—Eso es un montón de naves a las que enfrentarse —dijo Cole, frunciendo el ceño.

—No tendrás que hacerlo —dijo Copperfield—. Tiene a cuatro mundos bajo su puño. No se atreve a llevarse las naves lejos de ellos o podría encontrarse alguna sorpresa desagradable a su regreso.

—Así que lo más probable es que tengamos que enfrentarnos a dos naves… —murmuró Cole.

—Tres, si es que ha añadido una.

—¿El duque puede descubrirlo antes de aceptar el trabajo?

El alienígena se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo ha estado intentando durante tres días y aún no lo ha descubierto.

—Eso significa dos naves —dijo Cole con decisión—. Si tienen una nueva y el duque, con todas sus fuentes, no puede descubrirla, eso significa que la están usando en cualquier otro lado, y no es probable que venga a Djamara II hasta que reciba una señal de socorro, y, para entonces, ya habremos puesto a una o dos de las otras naves fuera de juego.

—Así que ¿estás interesado?

—Sí, estoy interesado —respondió Cole—. Sólo será dos contra uno, y ninguna de ellas debería ser tan potente o bien armada como la
Teddy R
., sobre todo desde que le hemos añadido armamento de la vieja nave de Val, y tendremos el elemento sorpresa de nuestra parte. —Pensó un momento—. Y me gusta saber que estamos evitando que un señor de la guerra saquee un planeta.

—¿De verdad que eso te importa? —preguntó Copperfield con curiosidad.

—Me entrenaron para eso, David —respondió Cole—. Es la razón por la que muchos de nosotros nos unimos al estamento militar.

—Creía que era porque os llamaban a filas.

—Ésa es otra razón —dijo Cole con sarcasmo. Se detuvo a reflexionar y después volvió a hablar—. Una vez que hayamos destruido las dos primeras naves de ese bastardo, tal vez hagamos una visita a cada uno de los otros cuatro mundos que mantiene cautivos. Debería ser un juego de niños.

—¿Lo harías sólo porque es moralmente correcto?

—Bueno, si cada mundo que liberamos se siente lo suficientemente agradecido como para pagarnos una cantidad, no trataría de hacerles cambiar de opinión.

—Por Dios, Steerforth —dijo David Copperfield con entusiasmo—, ¡ahora sí estás pensando como un mercenario!

Capítulo 6

Habían pasado seis días desde que Cole firmara los papeles que comprometían a la
Teddy R
. a la defensa de Djamara II. La nave no estaba en órbita alrededor del planeta —Cole no vio que tuviera ningún sentido dar a conocer su presencia—, sino que estaba estacionada entre la docena de lunas de Djamara V. Christine, Briggs y Domak, los tres más diestros usando tanto los terminales como los sensores, trabajaban en los turnos rojo, blanco y azul, ocho horas cada uno, supervisando el sistema, buscando señales de las naves de la Roca de las Edades.

Cole pasó la mayoría del tiempo en su despacho y su cabina. Sencillamente no había nada que pudiera hacer hasta que las naves del enemigo aparecieran, e incluso una vez que lo hiciesen, todo lo que ocurriera en el puente le sería transmitido allá donde estuviera.

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