Starters (15 page)

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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
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—No estás sola.

—Sí. Tú, yo… —Dejé que mi voz decayera, esperando que tomara el relevo.

—… y los Coleman, los Messian, los Post —fue contándolos con los dedos—. Los otros abuelos también culpan a Plenitud. Pero ninguno de ellos está hablando de dispararle a nadie.

Esta vez fui yo quien miró a su alrededor. Vi que la camarera estaba dos mesas más allá, observándonos.

—No te preocupes, he cumplido mi promesa —afirmó Lauren—. No se lo he dicho a nadie. Aún.

—El jefe de Destinos de Plenitud… —Tenía que ser él.

—No empieces otra vez. Es imposible encontrar al Viejo.

—Es alto. Y lleva sombrero —dije, recordando cuando lo vi de espaldas aquel día, en Plenitud— Y un abrigo largo…

—Eso hemos oído. Pero nunca lo hemos visto.

Yo sí. Discutiendo con Tinnenbaum en Plenitud. Pero Lauren parecía estar segura de que él no era el objetivo de Helena. Si el jefe de Plenitud no era el hombre a quien ella planeaba asesinar, entonces ¿quién?

Lauren se acercó y me miró directamente a los ojos.

—Sólo dime, Helena, ¿quién es? ¿A quién quieres matar?

No lo sabía.

—No puedo decirlo. —Aparté la mirada. Debía de ser la única cosa cierta que dije.

—Tu blanco no será el único que muera. ¿Y esta pobre chica en cuyo interior estás, este adorable y joven cuerpo? —Lauren estiró el brazo y me revolvió el pelo—. La matarán a tiros en el acto.

El mundo quedó en silencio.

¡Ésa soy yo!, quería gritar. ¡Mi cuerpo! ¡Yo! Pero las palabras se me habían quedado atascadas en algún lugar, en lo hondo de mi garganta. El punzante aroma de la citronela y de la salsa de pescado me estaba mareando. Todo lo que pude hacer fue bajar los ojos hasta mi cuenco de
curry
amarillo, el primer alimento que no tenía ganas de comer en un año.

Qué gran supresor del apetito, descubrir que tu arrendataria es una asesina. Y que probablemente a ti también te matarán.

Conduje por la autopista tan rápido como pude sin que me pusieran una multa.

Así que Helena no quería surfear o saltar de un puente: iba a usarme para matar a alguien. Matar y morir. Por eso ser hábil con el tiro al blanco era uno de sus requisitos.

Vi que mi móvil centelleaba. Blake me había enviado un zing mientras estaba en el restaurante.

En el mensaje se leía: «¿Qué queda por decir?».

Era perturbador. Pulsé el manos libres del coche y lo telefoneé.

—Blake, encuéntrate conmigo en el parque Beverly Glen en treinta minutos. Te lo explicaré todo.

—Treinta minutos —respondió secamente.

Atravesé el parque, pasé por delante de enders que estaban relajándose en tumbonas y bancos bañados por el sol. Dos estaban sentados en los columpios, meciéndose suavemente. No había muchos niños en la calle desde la guerra.

Muchos enders que no tenían nietos no querían tener niños pequeños a su alrededor, quizá porque todos habían perdido a sus hijos adultos. Y la gente estaba paranoica con los residuos de esporas en el aire, con vacunas o sin ellas.

Un guardia privado armado, con gafas de sol, estaba de pie vigilando, con las manos apoyadas en las caderas. Me estremecí cuando me percaté de su arma, pensando en la Glock. Me fije en que había otra pareja ender, ambos con el pelo hasta los hombros, discutiendo bajo un árbol. La mujer hundía un dedo repetidamente en el pecho del hombre.

Me recordó a mis padres, un año y medio atrás. Era verano. Acabábamos de comer y Tyler y yo estábamos mirando la pantalla holográfica. La emisión se interrumpió para dar paso a las noticias sobre la guerra. El presentador, con cara circunspecta, dijo que la guerra se había recrudecido hasta el punto de que se hablaba de ataques con misiles de esporas. Se habían concentrado en el noroeste.

Corrí a la cocina para decírselo a mis padres, pero parecía que ya lo sabían. Estaba justo al otro lado de la puerta cuando los oí discutir.

Mi madre estaba de pie junto al fregadero, con un trapo en la mano.

—¿Por qué no puedes conseguirlas para nosotros? Con todos tus contactos en el gobierno…

—Sabes por qué. Los protocolos… —Mi padre se pasó la mano por la cara.

—Necesitamos esa vacuna, Ray. Ésta es tu familia. Tus hijos.

—Esos protocolos son para la protección de todo el mundo. —Se inclinó sobre la encimera.

—Los famosos las obtienen. Los políticos las obtienen.

—Eso no hace que sea correcto.

Tiró el paño sobre la encimera con un restallido que lo hizo sobresaltar.

—¿Y qué hay de correcto en abandonar a nuestros hijos y condenarlos a ser huérfanos, sin nadie que los proteja? ¿En condenarlos a morirse de hambre o a matar o a algo peor? —Le hundió el dedo en el pecho varias veces para subrayar sus preguntas. Tenía los ojos arrasados por lágrimas de rabia.

Mi padre la cogió por los hombros y la sujetó un momento para calmarla.

Después la abrazó. Se fundió con él y apoyó la cabeza en su hombro. En aquel momento me vio.

Parecía tan asustada…

Expulsé de mi cabeza la imagen de su rostro atemorizado y examiné el parque en busca de la pareja de enders. Se estaban alejando.

¿Dónde estaba Blake? Entonces lo divisé, sentado encima de una mesa de picnic de cemento. Me dirigí hacia allí y me senté a su lado.

Como el guardia, llevaba gafas de sol; una barrera entre nosotros.

—¿Qué hay? —Su tono era gélido.

—¿Viste a mi amigo? —Me sentía incómoda preguntándole por Michael, pero tenía que saberlo.

—No —dijo en tono exasperado, como si yo ya tuviera que saberlo—. Tú me dijiste que no.

Se me pusieron los pelos de punta.

—¿Lo hice?

—Sí. ¿Recuerdas? ¿Cuándo te pusiste como loca y me pediste que te devolviera el dinero?

Me lo temía. Helena.

—¿Qué más?

—No me hagas pasar por todo esto. —Negó con la cabeza—. Sabes lo que dijiste.

—La verdad es que no. Sé que suena raro… Por favor, dímelo.

—Que no te llamara, que no te enviara zings. Que no querías volver a verme. —Se metió las manos en los bolsillos.

Suspiré. Había sido Helena.

—Lo siento mucho. —Le toqué el brazo. Era cálido—. Fue un error. De verdad.

—Pensaba… pensaba que lo habíamos pasado bien. —Sus ojos no podían esconder el dolor. No respondió a mi caricia, pero tampoco se apartó.

—Fue un día maravilloso —le aseguré—. Uno de los mejores de mi vida.

Echó un vistazo a los enders que se columpiaban.

—Entonces ¿por qué…?

—No era yo misma. A veces me pongo así. —Busqué mi billetero y saqué el dinero—. ¿No has tenido nunca un mal día que te gustaría que no hubiera existido? ¿Qué pudiera rebobinarse? Por favor… —Le tendí el dinero. Vaciló.

—¿Estás segura esta vez de que quieres que le entregue esto a tu amigo?

—Sí. No podría estar más segura.

—¿De verdad que no quieres hacerlo tú misma? ¿O quizá venir conmigo cuando se lo lleve? —¿Y que el banco de cuerpos me viera volver a casa?

—Desearía poder hacerlo, pero realmente no puedo ir allí. Y lo necesita ahora. —Le acerqué el dinero hasta tocar su camisa con él—. Por favor, Blake —dije.

Cogió el dinero y lo enrolló en su puño. Finalmente, me miró a los ojos.

—Supongo que todo el mundo puede tener un mal día a veces.

Entonces recordé el dibujo. No estaba en mi bolso, a diferencia del dinero.

—¿Sabes aquel trozo de papel que te di? —pregunté.

—¿Te refieres a éste? —Lo sacó del bolsillo, aún doblado. Esperaba que ahora no lo desplegara. No quería preguntas.

—Sí. Sólo dáselo. Con el dinero.

Guardó el dinero y el papel en su billetero. Intenté no mostrar el alivio que sentía.

—Realmente tiene talento —dijo—. Tu amigo.

Así que lo había mirado. Detecté una casi imperceptible nota de celos en el modo en que dijo «amigo». Y, tuve que admitirlo, me causó cierto placer.

Capítulo 10

Emma se balanceara en el retrovisor. Mientras se movía, adelante y atrás, pensé en mis opciones. Si no hubiera necesitado tanto ese dinero, habría estado tentada de abandonar. Pero no era tan fácil. Tenía un chip en la cabeza. No podía simplemente largarme. Si volvía a Plenitud, ¿qué posibilidades tenía de que los enders me creyeran en vez de a una rica arrendataria? Podía verme a mí misma inmersa en una discusión que acababa cuando me enviaban a una institución. El año que había pasado en las calles me había enseñado cómo sobrevivir día a día.

Así era como iba a tratar este asunto.

De regreso a Bel Air, aparqué el coche y me deslicé en la casa sin que Eugenia me viera. Fui al dormitorio de Helena y cerré la puerta. Me dirigí al armario y retiré la alfombra, dejando al descubierto el compartimento oculto. Abrí la caja y miré la Glock.

¿Dónde podía tirarla? Por mucho que me gustara volver a tener una arma, no podía conservarla. Tenía que librarme de ella para que Helena no pudiera cogerla la próxima vez que se apoderara de mi cuerpo. Esconderla en algún lugar de la mansión no era una solución lo bastante buena porque Eugenia podía verme y decírselo a Helena cuando preguntara. Helena podría intentar conseguir otra arma, pero cualquier retraso podía ayudar a prevenir un asesinato. Tendría que resignarse a guardar el período de espera de una semana —una nueva ley desde la guerra— o gastar tiempo y dinero comprándola en el mercado negro. Helena no daba la impresión de ser el tipo de persona que acude al mercado negro, aunque había demostrado ser toda una caja de sorpresas.

¿Dónde tira la gente sus armas?, me pregunté. La playa aún estaba devastada por la guerra y cerrada al público. Si se la daba a alguien habría preguntas que no podría responder. Me hubiera gustado entregársela a Michael, pero no podía pedirle a Blake que hiciera eso. Y la verdad, no quería que estuviera en ningún sitio que Helena pudiera rastrear una vez que estuviera de vuelta en mi cuerpo.

Fui al baño y vertí leche limpiadora en una toalla. La usé para eliminar de la Glock y del silenciador cualquier resto de ADN, tal y como había visto en los holos.

Después, devolví la pistola a la caja y la metí en una bolsa marrón de Bloomingdale’s que encontré en el armario de Helena.

Conduje hasta un hipermercado y atravesé el enorme aparcamiento. El guardia armado del comercio patrullaba en la entrada principal. Pasé por delante de todas las plazas de aparcamiento que estaban enfrente y elegí una hacia la mitad de la hilera. Cogí la bolsa y la doblé por arriba, sellándola. «Actúa con normalidad», me dije a mí misma.

Salí del coche. Una ender que comía yogur desnatado en un banco delante de la tienda se me quedó mirando fijamente cuando pasé.

Había dos grandes contenedores de basura. Elegí el de la derecha y levanté la esquina de la tapa. Pesaba más de lo que esperaba. Tuve que usar ambas manos, y antes de que me diera cuenta, la bolsa se me escurrió y cayó al suelo.

La caja se salió parcialmente de la bolsa.

Recogí la bolsa, la abrí y tiré la caja al contenedor. Hizo un sonoro ruido metálico que reverberó al golpear en el fondo de metal. Con mi suerte habitual, el contenedor había sido vaciado hacía poco.

Me di la vuelta y me dirigí al coche. La ender me miraba fijamente, como si supiera que estaba haciendo algo malo. Siempre tenían esa actitud hacia los starters, fueran ricos o pobres. Se levantó y le hizo una señal al guardia, que estaba al otro lado del edificio.

Para cuando le hizo caso, ya estaba saliendo del aparcamiento.

Tras haberme ocupado del arma, podía centrarme en descubrir a quién estaba intentando matar Helena. Aparqué el coche delante de una tienda abierta las veinticuatro horas y me dediqué a revisar su móvil. Sus z-mails no me proporcionaron ninguna pista. No había nada que llamara la atención, ninguna referencia que me señalara el objetivo del asesinato.

Comprobé la agenda del móvil. Las entradas de todos los días hasta que se metió en el banco de cuerpos estaban llenas. La fecha del intercambio estaba marcada con «D.P.» y había varias entradas después.

Antes de que pudiera seguir, un ruido me interrumpió. Alcé los ojos y vi una pequeña banda de chicos de la calle, renegados, que corrían hacia mi coche. Al menos esta vez no era un descapotable. Pisé a fondo y me alejé toda velocidad, dejándolos plantados en medio de la calle mientras me tiraban piedras que, probablemente, abollaron un poco la parte trasera del coche.

Sonreí. La última vez que me había ocurrido esto estaba aterrada. Pero descubrir que se supone que vas a ser una asesina pone todo lo demás en perspectiva.

A unas diez manzanas de distancia, me paré en un semáforo en rojo. Eché un vistazo al calendario del móvil mientras esperaba a que se pusiera verde. El 19 de noviembre, a las 20.00 horas estaba señalado con una marca. Los días que le seguían estaban en blanco.

El día del asesinato.

Si era cierto, tenía tres días para descubrirlo todo. Menos de tres días, en realidad. Sabía el qué y el cuándo. Ahora necesitaba saber quién y dónde. Y un modo de evitarlo.

El semáforo cambió y giré en dirección a la autopista. Me incorporé y no me dio miedo acelerar. Cada vez confiaba más en mi conducción. Agarré con fuerza el volante mientras cruzaba hacia el carril rápido. Noté un hormigueo en las manos.

Sacudí los dedos para desentumecerlos, pero no sirvió de nada Entonces me sentí aturdida.

No.

Aquella sensación de abatimiento intentaba apoderarse de mí. Y lo estaba consiguiendo.

Circulaba a ciento diez kilómetros por hora e iba a perder el conocimiento.

Cuando volví en mí, me dolía la cabeza, pero no era ni mucho menos tan malo como la primera jaqueca que había padecido. Apoyé la cabeza contra un muro.

Estaba en el vestíbulo de un edificio de oficinas en funcionamiento. Paredes de mármol negro, adornos plateados. No lo reconocí.

El guardia ender que estaba en el mostrador en el otro lado del vestíbulo contemplaba detenidamente una revista de coches en su pantalla holográfica. Sólo había pasado una hora.

Mi móvil sonó. Lo saqué del bolso. En el identificador de llamadas se leía «Mensaje». Apreté el botón de memoria y escuché. Una voz mecánica, de mujer, anunció el mensaje:

—«Tienes un mensaje para ti, a las dieciséis treinta horas».

La voz que siguió no era la mía. Era una ender. Una mujer.

—«Callie, soy Helena Winterhill. Tu arrendataria.»

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