Read Starters Online

Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (10 page)

BOOK: Starters
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Silencio. Gracias a Dios. La misteriosa voz se había esfumado.

¿Qué le habían hecho a mi cabeza en Plenitud? Quizá cuando insertaron el chip le había pasado algo a mi cerebro. ¿Podía ser cosa del mismo chip? Nunca debí haberles confiado mi cuerpo.

Necesitaba calmarme. Observé los mandos del coche. El motor ronroneaba como un tigre mientras cogía el bolso, que estaba en el asiento del conductor, y sacaba el carnet de identidad. Había mi holo en él, que rotaba para mostrar mi perfil.

Reconocí las fotos: eran las que me habían hecho en el banco de cuerpos. Pero el nombre del carnet era Callie Winterhill, no Callie Woodland. La dirección coincidía con la de la holopantalla del navegador GPS.

El banco de cuerpos probablemente emitía carnets para todos los inquilinos. Mis datos estarían codificados en él —mi ADN, mis huellas dactilares—. Winterhill probablemente era el apellido de la última arrendataria. De ese modo podía fingir ser una pariente si la paraba alguna autoridad. Podía hacer ver que era su propia nieta o sobrina nieta.

Así que disponía de aquel cochazo para que me llevara a donde quisiera.

Realmente, quería ver a mi hermano. Pero recordé que Tinnenbaum dijo que podían rastrearme mediante el chip. Sabían dónde vivía Tyler; Rodney me había llevado allí. Si veían que mi chip se dirigía hacia allí, sabrían que mi arrendataria no estaba en mi interior, sino yo. Y podrían acusarme de romper el contrato.

Podía volver al banco de cuerpos; ¿no era eso lo que querían que hiciera? Pero el «No vuelvas a Plenitud» de la Voz había sonado muy siniestro. Me estremecí. ¿Qué me ocurriría si lo hacía?

Había tanto ruido en la discoteca que no había podido oír la Voz claramente.

Pero cuanto más pensaba en ello, más me parecía que la Voz era la de un ender.

¿Podía haber alguien en el banco de cuerpos que estuviera hablándome, de algún modo, a través del chip? ¿Doris, quizá? Pero ¿por qué me habría dicho que no volviera a Plenitud? ¿Quería que me quedara fuera de escena porque esto se arreglaría pronto? Quizá había alguna otra razón para no volver.

Si dejaba que el coche me llevara a casa de mi arrendataria, podría encontrar algunas respuestas. Si mi alquiler había acabado antes por alguna razón, quizá ella estaría allí. Eché un ojo a mi reloj de pulsera: bueno, el cronómetro superelegante y con diamantes incrustados de Winterhill. Era pasada la medianoche.

También vi que era 14 de noviembre. Había pasado una semana desde que empezó mi alquiler. Aún faltaban tres semanas enteras para que acabara.

¿Qué había pasado?

Justo entonces, capté un movimiento fugaz por mi retrovisor. Unas pisadas apagadas se acercaban a toda velocidad, unos zapatos deportivos que golpeaban el pavimento.

Renegados, corriendo hacia mi coche, por detrás.

Cinco, con cadenas y tuberías y mirada furiosa.

Se me heló la sangre. Examiné los botones. El botón de arranque. ¿Dónde estaba el botón de arranque?

Uno de aquellos asquerosos saltó a la parte trasera del descapotable. Su cabeza rapada estaba cubierta de tatuajes.

Encontré el contacto y arranqué el coche, acelerándolo a tope. Pisé a fondo. El renegado salió despedido hacia atrás y cayó al suelo.

La imagen del retrovisor me mostró cómo se levantaba. Sus compinches me estaban haciendo un corte de mangas. Me estremecí.

Esto era un juego totalmente nuevo. Sólo por tener un coche no podía bajar la guardia. De hecho, ahora que parecía rica, tenía que estar más alerta que nunca.

Respiré hondo y expulsé el aire.

De ahí en adelante, el navegador fue mi única compañía. Tenía acento australiano y una voz tan tranquila que me ayudó a calmarme. Seguí sus indicaciones hasta la autopista. Era mucho más fácil conducir por la carretera, y a esas horas había pocos coches en mi camino. Pasé por delante de un par de patrullas de trabajo, unos veinte starters que estaban trabajando en la construcción de la carretera. Una ola de culpa me invadió mientras los rebasaba veloz en aquel coche caro, con mi ropa de marca y mi reloj de diamantes. Quería gritarles que nada de aquello era mío.

Pero ya eran puntitos blancos en mi retrovisor.

Después de media hora en dirección oeste, el navegador me llevó hacia la zona de Bel Air. Recordé que, antes de la guerra, muchos famosos habían vivido allí.

Pasé por delante de un guardia de seguridad, que se me quedó mirando mientras conducía. Pasé por delante de mansiones de ensueño, en algunas de las cuales había guardias privados: Entonces el navegador me dijo que había llegado a casa.

No me había advertido que iba a ser una megamansión.

No había ningún guardia a la vista, pero sí unas grandes puertas de hierro.

Conduje hacia ellas y me paré, frenando tan fuerte que el coche derrapó. Me eché atrás en el asiento y busqué la llave. Había un diminuto disco negro en el portavasos. Lo pulsé y las puertas se abrieron como lo deben de hacer en el cielo.

Avancé por una calzada adoquinada y las puertas se cerraron tras de mí. A mi izquierda, la calzada trazaba un arco que llevaba a la parte delantera de la mansión.

A la derecha, conducía a un garaje anexo para cinco plazas. Las puertas del garaje se habían abierto al mismo tiempo que las de entrada, revelando tres coches aparcados: un deportivo, una limusina y un pequeño coche azul también deportivo.

Me metí en uno de los dos huecos vacíos y apagué el motor.

Me relajé. No había chocado con nada. Había traído el inestimable coche de la señora Winterhill, sano y salvo, al lugar que le correspondía. Claro que esperaba que me lo agradeciera.

¿Y ahora qué? Me di cuenta de que había varias posibilidades, todas ellas extrañas. Esperaba que la señora Winterhill estuviera en casa para que pudiera explicarme qué había sucedido. Quizá todo podría arreglarse y podríamos empezar de cero. Si tenía suerte, podría obtener una recompensa para el resto de mis días.

Una puerta en el interior del garaje servía como entrada lateral a la casa. Llamé.

Nadie contestó. Era casi la una de la madrugada. Miré la pantalla táctil que había a la altura de los ojos, pero no tenía idea de cuál era el código.

Crucé el garaje y salí por una puerta que había al fondo. Mis tacones repiquetearon en los adoquines mientras avanzaba hacia la entrada principal de la casa entre un paisaje superexuberante: prados de césped, arbustos floridos, árboles majestuosos. La factura del agua de los Winterhill tenía que ser enorme.

Subí dos escalones de pizarra hacia las imponentes puertas principales. Mi presencia hizo sonar el timbre y oí campanadas en el interior de la casa.

Al cabo de un minuto, oí pasos. La puerta se abrió.

Una delgada y soñolienta ender se abrigaba con su bata y se apartaba para dejarme entrar.

—Así que finalmente ha decidido volver a casa.

Capítulo 6

Se me secó la boca cuando entré en el impresionante vestíbulo de la mansión Winterhill. Era como una película de los viejos tiempos. Muebles antiguos, un techo que llegaba hasta las nubes y una gran escalinata que te llevaba hasta allí.

La ender cerró la puerta.

Me miró fijamente durante un momento incómodo. Si estaba esperando a que pasara delante, podía esperar sentada.

Finalmente, habló:

—Confío en que habrá disfrutado, señora Winterhill. —Alisó el cinturón de su bata, como si hubiera un nudo.

Al oír esa frase, supe que no había ninguna esperanza de encontrar a la verdadera señora Winterhill en casa. Si le contaba a esta adusta ender la verdad, o bien me echaría o me devolvería al banco de cuerpos. Quizá me metería en problemas. Quizá me despedirían y nunca conseguiría el dinero para nuestra casa.

No estaba en disposición de tomar una decisión precipitada. Necesitaba dormir.

—Sí —dije—. Fabuloso.

Examinó mi cara. O quizá sólo estaba siendo un poco paranoica.

—¿Ha vuelto a olvidar su llave?

Asentí.

—La encontrará en el coche, estoy segura. ¿Desea alguna cosa? —preguntó—. He hecho unas cuantas galletas, de sus favoritas.

Quería evitar a toda costa cualquier interacción con ella. Tenía el cerebro frito por haber tenido que mentir toda la noche.

—Debes de estar tan cansada como yo —dije—. No te preocupes por mí. Vete a la cama.

—Está bien. Buenas noches, señora Winterhill.

Dio la vuelta en dirección al corredor de la derecha. Luego se detuvo.

—Casi lo olvidaba —mencionó—. Llamó Redmond.

—Gracias. —Quienquiera que fuese.

La observé mientras proseguía por el pasillo hacia su habitación. Miré a mi alrededor, contemplando el gran vestíbulo. Mi antiguo hogar, nuestra casa familiar, había sido bastante agradable, un rancho modesto en el valle. La mansión Winterhill me tenía fascinada. Era como retroceder en el tiempo o estar en algún museo. Una antigua mesa de mármol dominaba el centro del vestíbulo y servía de base para un enorme centro de flores blancas que le hubiera encantado a mi madre.

Su fragancia se sumó a mi embriagadora sensación de intoxicación.

Alcé los ojos hacia la gran escalinata de caoba que conducía al segundo piso. Su dormitorio tenía que estar allí. Me apoyé en la suave barandilla pulida y subí por la escalera. Giré a la izquierda en el descansillo y pasé por delante de varios retratos.

Todos eran de la misma mujer —la señora Winterhill, sin duda—, en distintas etapas de su vida. Siempre se veía hermosa, con los pómulos elevados y una nariz y una mandíbula con carácter. Sus ojos me siguieron. Llegué al pasillo de la segunda planta, que estaba tenuemente iluminado con candelabros. Giré a mi derecha.

Había varias puertas a cada lado del pasillo y todas estaban cerradas. ¿Vivía alguien más aquí? Imaginé que estaba a punto de descubrirlo.

Abrí la primera puerta de la derecha. Moví la mano delante de donde supuse que estaba el sensor de la iluminación y las luces se encendieron.

La primera habitación parecía un dormitorio de invitados: no había objetos personales a la vista. Apagué la luz y pasé a la siguiente puerta, que resultó ser una sala de costura. La siguiente sala era un dormitorio decorado por una adolescente.

No estaba segura de si era la fantasía adolescente de la señora Winterhill o si allí vivía una adolescente de verdad. Me sentí aliviada al ver que estaba vacía.

Crucé el pasillo. La primera puerta que intenté abrir estaba cerrada. Seguí a la siguiente puerta, donde encontré lo que estaba buscando: el dormitorio principal de Winterhill. Una cama de ébano con dosel se alzaba en el centro de la sala. Los postes estaban retorcidos como un caramelo, y todos acababan en una garra que sostenía una bola. Por encima de la cama colgaba un dosel de color dorado con precisos pliegues agrupados en el centro. La colcha de rayas verdes y doradas tenía generosas borlas colgando en cada esquina. Una montaña de almohadas coronaba la cabecera de la cama.

Lo mejor de la cama era que no había ninguna señora Winterhill.

Por muy atractiva que me pareciera la cama, lo que me llamó la atención fue el área situada a su izquierda. Había una zona de estar separada, con un diván y un pequeño escritorio antiguo. En el escritorio había una caja plana con incrustaciones de madera.

Abrí la caja. Dentro había un ordenador.

Me apresuré a echar el cerrojo, volví corriendo al ordenador, me senté y me quité los zapatos. Me fijé en una luz amarilla que había en el panel y pasé mi mano por encima. La pantalla holográfica apareció delante de mí.

Si Beverly Hills había sufrido un apagón, quizá eso explicaría por qué había perdido la conexión con la inquilina. Busqué en las Páginas.

No salía nada. Continué leyendo, pero las noticias eran que no había nada nuevo.

Busqué a mi madre y a mi padre, esperando que aún existieran algunas fotografías de ellos en algún lugar. Encontré una de ellos en una fiesta. La contemplé detenidamente, absorbiendo cada detalle de sus rostros.

Me hundí en la silla y noté que me pesaban los párpados. Eran las dos de la mañana.

Junto al ordenador había un marco holográfico con una imagen de la señora Winterhill. Su nombre estaba grabado en el borde: Helena Winterhill. Sus rasgos eran los mismos que en los retratos de la pared, pero ésta era una imagen más reciente. Aunque parecía tener unos cien años, aún tenía una buena figura, y también desprendía fuerza y elegancia.

«Helena Winterhill, ¿dónde estás?» Se limitó a sonreírme desde el marco.

Me levanté, me quité el vestido de fiesta, lo coloqué sobre la silla y me metí en la cama en ropa interior. Me imaginé a Tyler y a Michael en sus pequeños fortines, casi completamente dormida.

Por la mañana, abrí los ojos al dosel dorado que pendía sobre mí. Debajo, sábanas suaves como la seda. Mi cabeza flotaba en la almohada más suave del mundo, mientras un delicado aroma a cedro mezclado con madreselva hacía que la habitación resultara increíblemente relajante. Estaba, definitivamente, en un lugar digno de una princesa.

Salí de la cama y cogí el teléfono móvil de mi arrendataria. No había ninguna llamada de Plenitud. ¿Estaba siendo demasiado optimista al pensar que podría, de alguna manera, solucionar todo esto?

Eran las nueve de la mañana. Más o menos a esta hora, Michael habría ido a buscar agua para que Tyler se lavara.

Me dirigí al baño de Helena. Una enorme área abierta, de mármol, definía la zona de ducha. Tan pronto como me acerqué lo suficiente una cascada empezó a fluir del techo. Había dos paneles para ajustar la temperatura. Moví mis manos delante del rojo para hacer que el agua saliera más caliente. Me quité el sujetador y las braguitas de seda y me metí bajo la cascada.

Me sentí culpable durante un segundo por gastar tanta agua. Sólo un segundo.

Era tan refrescante que cerré los ojos y dejé que el agua fluyera sobre mi cabeza. Me sentí renovada.

Me envolví en una gruesa y cálida toalla y moví los dedos de los pies sobre la mullida alfombra mientras unos chorros de aire me secaban la piel. Cuando me agaché para recoger el sujetador recordé el papel que Michael me había dado. Lo había metido dentro de mi sujetador.

Sólo que había ocurrido una semana antes. Y éste era un sujetador diferente.

Me dirigí al tocador que había en el dormitorio de Helena. Estaba a punto de registrar el cajón de la ropa interior, pero un trozo de papel que había sobre el tocador me detuvo.

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