¿Dónde estaba la salida? Quería salir. Me faltaba el aire.
La siguiente voz que oí era joven, muy masculina, y venía justo de delante, de mi derecha.
—¿Estás bien? —Era él. El chico de la camisa azul, «puro adolescente», como había apuntado Madison. Parecía preocupado.
¿Qué acababa de decir? ¿Estaba preguntándome si me encontraba bien? Luché para controlarme, para no parecer aterrorizada.
—Sí. Bien. —Tiré de mi vestido en un pobre intento de cubrirme las piernas.
Resultaba incluso más atractivo de cerca; hasta tenía hoyuelos. Pero no tenía tiempo para esta distracción. Necesitaba saber si aquella voz iba a volver de nuevo.
Se limitó a mirarme fijamente mientras yo escuchaba.
Mi cabeza estaba en silencio. ¿Podía haber sido mi imaginación? ¿Por el hecho de estar tan desorientada, devuelta de repente a mi cuerpo de esta manera? ¿O quizá ese chico había ahuyentado a la Voz?
Hoyuelos lucía una chaqueta negra que parecía cara. Pensé en el veredicto de Madison sobre él. Me levanté y recorrí mentalmente la lista.
Sin tatuajes,
piercings
, o colores de pelo extraños: comprobado. Ropa cara y joyas (¿de qué marca era el reloj que llevaba en la muñeca?): comprobado. Buenos modales, belleza perfecta: comprobado. Arrendatario.
Después volvió la cabeza hacia la luz de la barra, y estuvo lo bastante cerca para que vislumbrara una cicatriz de un centímetro de largo cerca de su barbilla.
Imposible que Doris hubiera dejado pasar esto.
—He visto que te has caído. —Me tendió una toalla de manos—. He ido a coger esto a los lavabos.
—Gracias. —Me lo puse en la frente y vi que una sonrisa se extendía por su cara—. ¿Qué es tan divertido?
—No es para tu cabeza. —Me la quitó con delicadeza y me limpió el brazo, sucio por el contacto con el suelo.
—He resbalado —dije—. Alguien ha derramado una bebida. Y con estos tacones…
—Unos taconazos. —Los miró y sonrió, lo que acentuó aún más sus hoyuelos.
Ser el foco de su atención era demasiado. Tuve que apartar la mirada. ¿Un chico como ése, rico y guapo, interesado en mí, una chica de la calle? Entonces capté mi reflejo en una columna con espejos y volví de golpe a la realidad. Había olvidado que parecía una superestrella.
Al darme la vuelta, vi que Madison aún estaba en la barra, peleándose por conseguir la atención del camarero ender, que parecía duro de oído.
Hoyuelos se volvió para mirar en la misma dirección que yo y después dejó la toalla en una mesita.
—¿Es tu amiga? —preguntó.
—Algo así.
Levantó un dedo, como si estuviera intentando recordar.
—Su nombre es Madison, ¿verdad?
Asentí.
—Hemos hablado antes —dijo—. Es bastante divertida.
—¿Cómo?
—Me ha hecho un montón de preguntas.
—¿Qué tipo de preguntas?
—Historia. ¿Te lo puedes creer? Cosas de hace veinte o treinta años. Quiero decir, ¿tú sabrías decir qué holo ganó diez Oscars hace una década?
Entorné los ojos e intenté recordar si mi padre lo había mencionado. Él debía de saberlo. Me encogí de hombros.
—¿Lo ves? Tampoco lo sabes —declaró—. Obviamente he suspendido el examen de Madison. Cuando ha visto que no sabía las respuestas, se ha limitado a dar media vuelta y se ha ido. He venido a bailar, no a un
casting
para un concurso. —Se miró a los pies, y luego a mí—. ¿Te gustaría…?
—¿Yo? —Me di cuenta de que la música había vuelto a empezar, pero más baja, más lenta—. No. No puedo.
—Seguro que sí.
Pensé en Michael, allá, ocupándose de Tyler en mi lugar. No me parecía correcto.
No se me había perdido nada bailando. Y aún no tenía ni idea de qué había pasado, o dónde estaba, o cómo había llegado allí, y realmente no era yo misma.
—Es sólo que estoy demasiado mareada.
—¿Quizá después? —preguntó, con aire esperanzado y las cejas arqueadas.
—Lo siento. Me voy a ir en seguida. —Sabía que sonaba tajante, pero no tenía ningún sentido darle falsas esperanzas.
Disimuló bien, pero sus ojos reflejaron su decepción. Parecía que estaba a punto de hacer otro movimiento, pero justo entonces Madison volvió, con una taza en una mano y un cóctel en la otra.
—Aquí, el java es para ti. Espero que te guste solo. —Me pasó la taza y entonces se dio cuenta de la presencia del chico—. Oh, Blake, ¿verdad? Hola de nuevo.
Blake saludó con la cabeza pero no apartó los ojos de mí. Compartimos una sonrisa, un momento secreto, a costa de Madison. Una de esas experiencias de «no sabe que hemos estado hablando de ella» que tanto unen. Madison no pareció darse cuenta, pues estaba demasiado atareada sacando un trozo de piña pinchado en una diminuta espada que adornaba su bebida.
—Mejor vuelvo con mis amigos —dijo.
Madison se tragó la fruta y le ofreció una sonrisa de cortesía.
—Me ha gustado haberte visto de nuevo, Blake.
—Buenas noches, Madison. —Después me sonrió—. Te veo luego, Callie. —Inclinó la cabeza y giró sobre sus talones en una especie de pirueta de baile.
No le había dicho mi nombre. De algún modo, lo había descubierto.
Miré cómo se alejaba, con las manos en los bolsillos. Me sentía un poco mejor.
Escucha… por favor…
Un escalofrío recorrió mi espalda. No. Aquella Voz de nuevo. En mi cabeza. Si estaba imaginándolo, estaba haciendo un gran trabajo, porque sonaba muy real.
Todo estaba mal. Tenía que salir de ahí.
Viniera de donde viniese la Voz —de mi mente o de algún otro—, las siguientes palabras se me clavaron como puñales.
Escucha… importante… Callie… no vuelvas a… Destinos de Plenitud.
Me quedé de pie en la discoteca, paralizada. ¿Podría ser alguna reacción a la medicación que me habían dado en Plenitud? Tal vez tenía que ver con el chip.
Me volví hacia Madison.
No le digas nada…
Me cogió del brazo.
—No. Olvides. Las. Reglas. Sobre. Los. Chicos. —Recalcaba cada palabra gesticulando con el dedo índice…
Las palabras de Madison me devolvieron al mundo real. Tenía el aspecto de una estrella del pop pero se comportaba como una abuelita.
—Presta atención —dijo, con el flequillo asimétrico cayéndole sobre un ojo—. Es importante.
—¿De qué regla estamos hablando? —pregunté con un tono neutro.
—Ya sabes. —Bajó la voz—. Nada de s-e-x-o. —Arqueó las cejas—. Especialmente con adolescentes de verdad.
—¿Qué quieres decir con «especialmente»? Si es una regla, entonces no hay una cláusula «especial».
—Ya sabes lo que quiero decir. —Puso los ojos en blanco—. Simplemente, olvídate de ese chico.
Puesto que oía voces en mi cabeza, tenía preocupaciones mucho mayores en las que pensar.
—¿Qué chico? —pregunté.
Aquello la hizo reír.
Blake estaba charlando con sus amigos en el otro extremo de la discoteca.
—¿Así que no sabe que somos arrendatarias? —pregunté.
—¿No leíste tu contrato, señorita? ¡Por supuesto que no lo sabe! Se supone que no se lo decimos a los extraños.
—¿Y quién lee aún los contratos? —Me encogí de hombros. Blake volvió a mirarme desde el otro lado de la sala, atrayéndome con su mirada.
Madison se cruzó de brazos, relucientes de purpurina.
—Será mejor que te acabes ese café.
Apuré la taza e hice una mueca a causa de su sabor amargo. Quizá me despejaría la cabeza. Quizá haría que la Voz desapareciera por completo.
—¿Cuál es el problema? ¿No lo tomas solo? —preguntó.
—No. Nunca. —El único que había bebido era con leche y un montón de azúcar y nata montada, antes de la guerra.
—Considéralo una medicina necesaria. —Madison miró su reloj de pulsera—. Cielos, es tarde. Debo irme. —Abrió su diminuto bolso y sacó algo—. Aquí tienes, Callie, querida. Mi tarjeta.
Me la tendió. Antes de que pudiera leerla, me preguntó:
—¿Dónde está la tuya?
Abrí mi bolso y no vi ninguna. Había un ticket del aparcamiento, un carnet de identidad universal, un teléfono y un fajo de billetes. Intenté reprimir un grito ahogado al ver todo aquel dinero.
—Se me deben de haber acabado —dije.
—Está bien, envíame un zing. Bueno, me voy. Mañana será un gran día. ¿Me acompañas fuera? —Enlazó su brazo con el mío.
Al pasar por delante de Blake, sentí sus ojos clavados en mí. No miré atrás.
Mantuve la atención centrada en Madison, fijándome en cómo andaba con pasos largos y seguros, cómo dejaba que las miradas de sus admiradores rebotaran sobre ella como si estuviera rodeada por un campo de fuerza.
Dos porteros enders nos abrieron las altas puertas metálicas. Salimos al aire fresco de la noche, donde un grupo de adolescentes esperaba a que les trajeran sus coches. Madison entregó su ticket al aparcacoches y después se volvió hacia mí.
—Escucha la voz de la experiencia. —Se abrazó a sí misma y se balanceó sobre sus tacones—. Tómatelo con calma en tu primera salida. Nada demasiado salvaje.
No dejes que le ocurra nada a tu cuerpo, porque las multas son sencillamente atroces.
No hacía falta que me aconsejara proteger este cuerpo. Guardé silencio, consciente de que pronto nos diríamos adiós y no volvería a verla nunca.
Ladeó la cabeza. Sus zarcillos tintinearon.
—Recuerdo mi primer alquiler. Fue hace nueve meses.
—¿Cuántos has hecho?
—Cielo, ¿y quién los cuenta? —sonrió—. Tantos cuerpos distintos que probar…
Ahora paso más tiempo siendo joven que vieja.
El aparcacoches ender, al volante de un descapotable de un llamativo color rojo, todo curvas y sinuosidades, se detuvo. Miró a Madison y la saludó.
—¿Es tuyo?
—Sólo es mi coche «de adolescente». —Me guiñó un ojo.
La acompañé a su coche y admiré la reluciente pintura dimensional. La ilusión era tan real que tenías la sensación de estar mirando a un abismo.
—Hasta el borde. —Hice un ademán en dirección al coche.
Madison frunció el ceño.
—Callie, ¿estás segura de que es tu primera vez?
Me puse tensa.
—¿Por qué?
—Porque suenas muy real. Yo todavía tengo que pensar lo que digo cuando estoy intentando hacerme pasar por otra persona.
Intentando hacerme pasar por otra persona: eso era exactamente lo que estaba intentando hacer, sólo que en el otro sentido. Quería dejarla convencida de que era una arrendataria, como ella. ¿Qué podía hacer? Por supuesto, irme hacia el otro extremo.
Inclinándome, le toqué el brazo del modo en que ella había tocado el mío antes.
Puse un tono de voz ligeramente más grave y le hablé lenta, deliberadamente:
—He hecho el mayor de los esfuerzos para estudiar distintas voces antes de empezar mi alquiler. Además, soy muy joven: ¡sólo tengo noventa y cinco! —Le guiñé un ojo.
—Te odio. —Le dio una propina al aparcacoches—. Sólo estoy bromeando.
Tendrás que enseñarme tus trucos un día de éstos. —Otro coche se detuvo detrás del suyo—. Tengo que irme. Un placer haberte conocido, Callie. ¡Mañana voy a hacer paravelismo! —Alzó los brazos al aire—. Diviértete con tu nuevo cuerpo. —Madison se subió a su coche, aceleró y se fue haciendo rugir el motor. Ni asomo de vejez en su conducción.
—Señorita —el aparcacoches extendió su mano—, ¿su ticket?
Lo saqué del bolso. Había esperado a que Madison se fuera por si acaso tenía problemas al conducir. ¿Cómo iba a hacerlo? Sentí las manos pegajosas. La última vez que había conducido había sido dos años atrás, cuando papá me había llevado a practicar al aparcamiento de una escuela. ¿Qué era lo que había dicho? «Coge el volante a las diez y a las dos en punto. Reduce la velocidad antes de frenar. Nunca envíes zings mientras conduces.» Algunos chicos salieron de la discoteca y me desnudaron con los ojos. Puros adolescentes, por el aspecto de sus granos. Les di la espalda. No quería que descubrieran quién era realmente. Sólo quería salir de allí.
Reparé en que la Voz no había vuelto. Nadie me hablaba y la Voz no había regresado. Eso era bueno.
Necesitaba recordar todo lo que sabía sobre la conducción, pero cuanto más intentaba recordar, más rápido latía mi corazón. «Por favor, que el coche sea fácil de conducir», pensé.
Entonces el aparcacoches llegó conduciendo un megadeportivo amarillo que parecía una nave espacial. No. Ése no.
Efectivamente, el aparcacoches se paró delante de mí. El coche era el doble de grande que el de Madison. Aquello iba de mal en peor. Incluso allí, con todos aquellos adolescentes ricos y consentidos, los murmullos recorrieron la multitud que estaba esperando.
Mientras me dirigía al asiento del conductor, tuve la sensación de que todos los ojos estaban puestos en mí. Le di una propina al aparcacoches, como había hecho Madison, me deslicé en el lujoso asiento de cuero, y me enfrenté a más indicadores y botones que un piloto de avión.
El aparcacoches me cerró la puerta y lo cogí de la mano para que no pudiera irse.
—Espera —le susurré—. ¿Dónde estamos?
—¿Dónde? —Me miró desconcertado.
—¿En qué ciudad? —Seguí hablándole en voz baja.
—En el centro. Estás en el centro de L.A. —Señaló algo en el salpicadero antes de salir corriendo hacia el siguiente coche.
Me fijé en que había señalado el sistema de navegación. Pulsé el botón para activarlo. La pantalla holográfica se encendió en el espacio que había entre mi cara y el parabrisas. Vi la palabra «casa» allí flotando, y la toqué.
Casa. Eso era lo que quería. El coche sabía dónde vivía, aunque yo no.
Arranqué el coche y solté el freno. A diferencia de Madison, mi gran salida fue al estilo tortuga total. Mientras me alejaba, oí a un tipo diciendo adiós.
Miré por el retrovisor y vi a Blake, de pie, con una mano en el bolsillo y saludándome con la otra.
Una vez estuve fuera de la vista, a unas pocas manzanas de la discoteca, me paré en el bordillo, al lado de un edificio de oficinas. Tenía el corazón desbocado, me temblaban las piernas. Pero al menos no me había estampado con el coche… aún.
Esa noche no me había emborrachado, sólo había estado desorientada, porque mi cabeza se me estaba aclarando minuto a minuto. Tenía que descubrir qué estaba pasando. ¿Cómo podía oír voces dentro de mi cabeza?
A esas horas, las calles estaban vacías y silenciosas. Si la Voz iba a volver, éste tenía que ser el momento. Escuché, conteniendo el aliento, temerosa de lo que podía llegar a oír.