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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (4 page)

BOOK: Starters
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Oímos a los policías perseguirnos, pero ya habíamos salido del callejón antes de que llegaran a la entrada, así que no vieron en qué dirección habíamos girado.

Tenían armas y cien años más de experiencia, pero nuestras piernas eran jóvenes.

Nos escondimos en una larga hilera de arbustos en el patio que quedaba entre los edificios. Estaban mustios y resecos, pero aún lo suficientemente frondosos para escondernos aprovechando la oscuridad de la hora. Menos mal que nos habíamos fijado en los posibles escondites cuando nos mudamos allí. Aparté las ramas mientras Michael dejaba a Tyler en el suelo, y nos acurrucamos juntos.

Los policías salieron del callejón. Los observé a través de un hueco del arbusto, vigilando sus movimientos. Uno se dirigió hacia la izquierda. El otro vino directo hacia nosotros.

Tyler emitió un sonido, aquel resuello que iba siempre seguido de una tos. Sentí cómo se me erizaba el vello de los brazos. Michael deslizó su mano sobre la boca de Tyler.

El policía se estaba acercando. ¿Nos había visto? Se agachó y se aproximó lentamente, con el arma desenfundada. El latido de mi corazón me resonaba en los oídos. Agarré la camisa de Michael y apoyé mi mejilla en su hombro.

La mano del policía buscó a tientas entre las hojas, delante de mi cara. Estaba tan cerca que podía percibir el aroma aceitoso de sus guantes. Contuve la respiración.

—¡Está aquí! —gritó la voz del otro policía.

Después, el sonido que hacía cosquillear nuestras espinas dorsales, aquel crujido eléctrico, de descarga, hendió la fría noche.

Zip taser.

Unos gritos desesperados siguieron al crujido. Nos desgarraron, haciendo que nos dolieran los dientes y nuestras almas se encogieran. Las hojas de los arbustos se agitaron cuando nuestro policía se fue corriendo.

Pegué mi cara al hueco que había en los arbustos para intentar ver algo. Un chico yacía en el suelo, boca abajo. Sus gritos se habían convertido en gemidos.

Uno de los policías le puso las esposas automáticas y le dio la vuelta. Lo reconocí como uno de los chicos más nuevos de nuestro edificio. En un lado del cuello tenía una quemadura negra causada por el zip taser. Eso ocurría si lo acercaban demasiado o si el arma estaba ajustada a una potencia demasiado alta. Lo hacían a propósito, para marcarnos.

Empezó a chillar mientras le pasaban una correa alrededor de las esposas y cruzándole el pecho, rogándoles que lo dejaran marcharse. Ignoraron sus súplicas, hicieron que se doblara y le pasaron otra correa por los hombros para llevárselo a rastras. Los talones del chico raspaban el suelo, y cada sacudida quedaba puntuada por un grito.

Era como si hubieran atrapado a un animal.

Eran unos cobardes al realizar estas incursiones en la oscuridad de la noche, fuera de la vista de cualquier ender bondadoso que pudiera intervenir.

En la seguridad de nuestro frondoso refugio, nos acurrucamos, abrazándonos.

Eso mantuvo a Tyler caliente, evitó que tosiera e impidió que alguno de nosotros emitiera el más leve sonido. Cada grito nos hacía estremecer. Si hubiéramos sido tan sólo unos pocos más, podríamos haber saltado sobre las espaldas de los policías, mordiéndolos, golpeándolos, arañándolos hasta que el chico hubiera podido huir.

Los gritos se fueron apagando a medida que se adentraban en el callejón. Luego oímos arrancar su coche. Se iban, satisfechos con una captura. Habían cazado a su presa y cubierto su cuota diaria. Pero volverían al día siguiente.

Finalmente, Tyler rompió a toser, lo que llevó a más resuellos y más tos. Salimos gateando de los arbustos para sacarlo de aquel suelo húmedo. Michael se quitó la sudadera y se la puso a Tyler por encima para protegerlo del frío. Se acurrucaron en una jardinera baja mientras yo empezaba a andar arriba y abajo.

—¿Y ahora que hacemos? —preguntó Michael—. Hemos perdido nuestros sacos de dormir.

—Y mi zip taser. —Tragué saliva al recordar el arma del policía—. Y nuestras cantimploras —dije—. Y todo lo demás que habíamos guardado, recogido o construido. —Mis palabras flotaron en el frío aire de la noche. Lo irremediable de todo aquello era más que insoportable. Entonces Tyler hizo su aportación.

—Mi perro robótico —dijo. Su labio inferior sobresalía, pero tembló al tratar de recogerlo. No era sólo un juguete, o su último juguete: era el último juguete que le había dado nuestra madre. Si hubiera sido mejor persona, habría confesado que lo entendía, que estaba devastada por la pérdida de las fotografías de nuestros padres.

Eran resortes que disparaban nuestros recuerdos, que habíamos perdido para siempre. Nuestras antiguas vidas, las que habíamos tenido justo hacía un año, ahora eran historia: historia sin documentos. Se había cortado el último lazo.

Pero me lo guardé. Derrumbarse no era una opción.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tyler—. ¿Adónde iremos? —Le entró un ataque de tos seca.

—No podemos quedarnos por aquí —dije en voz baja—. Volverán mañana con más hombres, ahora que se han marcado un tanto.

—Conozco otro edificio —afirmó Michael—. No muy lejos, a veinte minutos.

Otro edificio. Otro suelo frío, duro. Otro sitio provisional que ocupar ilegalmente.

Algo se rompió en mi interior.

—Dibújame un mapa. —Rebusqué en el bolsillo de mi sudadera y saqué el contrato. Rasgué una cuarta parte.

—¿Por qué? —preguntó Michael.

—Me reuniré con vosotros más tarde. —Le pasé el papel a Michael y empezó a dibujar.

—¿Adónde vas a ir? —preguntó Tyler con voz ronca.

—Voy a estar fuera un día o dos. —Miré a Michael—. Sé dónde puedo conseguir algo de dinero.

Michael alzó los ojos del mapa para clavarlos en los míos.

—Cal, ¿estás segura?

Miré el rostro cansado de Tyler, sus mejillas hundidas, las bolsas debajo de sus ojos. El humo había empeorado su estado. Si seguía empeorando y no lo conseguía, nunca me lo perdonaría.

—No. Pero voy a ir de todos modos.

Cuando me adentré en Beverly Hills eran las 8.45 de la mañana. Las tiendas aún estaban cerradas. Pasé por delante de un puñado de enders que lucían joyas ostentosas y demasiado maquillaje. La medicina moderna podía prolongar fácilmente la vida de los enders hasta los doscientos años, pero no podía enseñarles a evitar ser unos negados para la moda. Los rollizos enders abrieron la puerta de un restaurante, y el aroma de beicon y huevos impregnó mi nariz. Mi estómago gruñó.

Aquellos enders ricos actuaban como si se hubieran olvidado de que hubo una guerra. Quería zarandearlos y preguntarles: «¿No recordáis que nadie ganó en las batallas navales del Pacífico y que nos lanzaron sus misiles de esporas? ¿Y que usamos nuestras armas EMP, que acabaron con sus ordenadores, sus aviones, sus mercados bursátiles? Fue una guerra, señores». Nadie ganó. Nosotros no, los países del Pacífico tampoco. En menos de un año, el rostro de América cambió y se transformó en un puñado de starters como yo en medio de un mar de enders de pelo plateado, acomodados, bien alimentados e insensibles.

No todos eran ricos, pero ninguno era tan pobre como nosotros, porque no se nos permitía trabajar o votar. Aquella política nefasta había entrado en vigor antes de la guerra, cuando la población estaba envejeciendo, pero se había convertido en algo más que una cuestión propia de la posguerra. Negué con la cabeza. Odiaba pensar en la guerra.

Pasé por delante de una pizzería. Cerrada. El holograma de la ventana parecía muy real, con el queso burbujeante. Los vahos de falsos aromas se burlaban de mí.

Recordaba el sabor de la mozzarella caliente, pegajosa, de la salsa de tomate picante. Vivir el último año en las calles significaba que siempre tenía hambre. Pero añoraba especialmente la comida caliente.

Cuando llegué a Destinos de Plenitud, vacilé. El edificio tenía cinco pisos de altura, estaba aislado, cubierto de paneles de espejo reflectantes. Miré mi reflejo en ellos. La ropa hecha jirones, la cara tiznada. La larga cabellera colgando como una maraña. ¿Aún estaba allí, en algún lugar, debajo de todo eso?

Mi reflejo se desvaneció cuando el guardia abrió la puerta.

—Bienvenida de nuevo. —Lucía una sonrisa de suficiencia.

Mientras esperaba a Tinnenbaum en el mostrador de entrada, me fijé en que había dos hombres discutiendo en una sala de reuniones junto al vestíbulo. Uno de ellos, de cara a la puerta abierta, era Tinnebaum. Al otro hombre sólo lo podía ver de espaldas. Era más alto y llevaba un elegante abrigo negro de lana. Sólo unos pocos centímetros de su pelo sobresalían de su sombrero de ala corta. Se dio varias palmadas en la mano con los guantes y luego golpeó la mesa con ellos, lo que hizo que Tinnenbaum se estremeciera.

Tinnenbaum se desplazó hacia la izquierda, fuera de mi vista. El hombre alto contempló un recipiente de cristal que contenía equipamiento electrónico. No logré ver su cara en el reflejo, pero tuve la sensación de que me estaba mirando fijamente, como si tuviera una visión más nítida que la mía. Se me erizó el pelo de la nuca con un hormigueo. Parecía estar evaluándome.

¿Por qué?

En aquel punto, Tinnenbaum salió solo de la habitación, cerrando la puerta tras él. Se acercó a saludarme con su extraña sonrisa marca de la casa.

—Callie, esperaba volver a verte. —Me estrechó la mano—. Mis disculpas por hacerte esperar, pero era mi jefe. —Hizo un gesto señalando la sala de conferencias en la que estaba su superior.

—Está bien. Debe de ser una persona importante.

—Podría decirse que es el señor Destinos de Plenitud en persona. —Extendió un brazo—. Todo esto es suyo, pequeña.

Lo seguí a su despacho y me senté en el otro lado del escritorio mientras él tecleaba en la pantalla holográfica. A mi izquierda había un espejo enmarcado. Una ventana de observación, imaginé.

—Así ¿quién dices que te remitió? —preguntó.

—Dennis Lynch.

—¿Y de dónde lo conoces?

—Era un compañero de clase. Antes de la guerra. —Tinnenbaum continuó mirándome fijamente, como si fuera a decir algo más—. Cuando acabó la guerra me topé con él en la calle. Él me habló de este lugar.

No quería admitir que había encontrado a Dennis ocupando edificios ilegalmente. Tinnenbaum sabía que yo era una okupa, pero no iba a dejar que quedara constancia.

Pareció satisfecho.

—¿Y en qué deportes eres buena?

—Tiro con arco, esgrima, natación, tiro al blanco.

Arqueó una ceja.

—¿Tiro al blanco?

—Mi padre sabía de armas. Estaba en el Cuerpo Científico. Él me adiestró.

—Entiendo que está muerto.

—Sí. Y también mi madre.

Echó una ojeada a mis ropas.

—¿Debo entender que no tienes parientes vivos?

«Por supuesto, idiota. ¿Estaría viviendo en la calle si tuviera abuelos?»

—Exacto.

Asintió y dio un golpe en la mesa.

—Bueno, vamos a ver lo buena que eres.

No me moví.

—A menos que… ¿Tienes alguna pregunta? —quiso saber.

Tuve que responder.

—¿Cómo se que no me detendrán… por trabajar?

Sonrió.

—Verás: no te estamos contratando. Estás donando tus servicios, no trabajando.

No podrías trabajar mientras estás dormida —rió—. Así que el generoso pago que damos es una gratificación, no un salario. —Echó atrás su silla y se levantó—. No te preocupes. Aquí lo que hay es una situación que nos beneficia mutuamente. Te necesitamos tanto como tú nos necesitas a nosotros. Ahora, veamos qué puedes hacer.

El señor Tinnenbaum me presentó a una ender llamada Doris, que me había sido asignada como mentora personal. Tenía el pelo plateado propio de un ender pero el cuerpo de una bailarina. Iba vestida con el típico estilo ender: ropas retro con toques modernos. Su traje era clásico, de los años cuarenta, pero un cinturón de energía ceñía su diminuta cintura. Extracción de costillas, sin duda. Me llevaron al gimnasio y me hicieron pruebas de esgrima y tiro con arco, así como de fuerza, resistencia y ejercicios gimnásticos. No iban a confiar sólo en mi palabra, por si algún ender tenía en mente ganar una competición de esgrima.

Nos quedaba sólo el tiro al blanco. Era la única cosa para la que no estaban preparados, así que tuvimos que ir a una galería de tiro. Tinnenbaum y yo nos metimos en la parte trasera de una limusina y recorrimos las calles durante veinte minutos. Confinados en aquel pequeño espacio, tosió y arrugó la nariz, y luego se la cubrió con el pañuelo. Estoy segura de que fue por mi «aroma» de vida callejera.

Estábamos empatados, porque yo no podía soportar el falso perfume de su colonia.

Ni siquiera me miró. En cambio, no dejó de leer su minipantalla holográfica durante todo el camino.

Pero capté la atención de Tinnenbaum una vez que estuvimos en la galería de tiro y el director del centro me puso un rifle entre las manos. El gesto me retrotrajo al pasado, tres años atrás, cuando tenía trece años y mi padre había hecho lo mismo.

Había protestado porque el rifle era demasiado grande y pesado para mí. No quería admitir que estaba asustada y que prefería pasar mi tiempo con él pescando o yendo de excursión.

—Cal, hija, escucha atentamente —había dicho mi padre.

Siempre que me llamaba así, en serio, tenía mi atención.

—Estamos en medio de una guerra —continuó—. Tienes que aprender a defenderte. Y a Tyler.

—Pero aquí no hay guerra, papá —recuerdo que respondí.

En aquel entonces, la guerra se estaba desarrollando, en su mayor parte, en el océano Pacífico. Pero la respuesta de mi padre me dejó claro que sabía lo que iba a venir.

—Aún no, Cal, hija —dijo—. Pero la habrá.

Dos años más tarde, las guerras de las Esporas nos cambiarían a todos.

Mientras Tinnebaum observaba con mirada escéptica, me enderecé y puse el rifle en posición. Cerré un ojo y usé el otro para alinear la mira digital con el blanco: la figura de un hombre. Después cerré ambos ojos y rápidamente los abrí.

La visión todavía era exacta. Solté el aire y apreté el gatillo.

La bala perforó el círculo rojo en el centro de la frente. El director no dijo nada.

Me hizo un gesto para que volviera a disparar. Mi siguiente bala pasó limpiamente a través del primer agujero. Tinnenbaum estaba completamente inmóvil. Mirando fijamente al blanco como si tuviera que haber alguna trampa. Otros tiradores, todos enders, interrumpieron su práctica para ver cómo daba en el mismo sitio todas las veces.

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