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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (2 page)

BOOK: Starters
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—Nunca ha pasado nada parecido. Nuestros arrendatarios firman un contrato que los compromete en términos financieros. Créeme, todo el mundo quiere que le devuelvan el depósito.

Me hacía sentir como un coche de alquiler. Un escalofrío me recorrió como si alguien me hubiera deslizado un cubito de hielo por la espina dorsal. Aquello me hizo recordar a Tyler, lo único que me mantenía en aquella silla.

—¿Qué hay del chip? —pregunté.

—Se retira después de tu tercer alquiler. —Me entregó una hoja de papel—. Aquí. Esto debería tranquilizarte.

Reglas para los clientes de Destinos de Plenitud

1. No puede alterar de ninguna manera la apariencia de su cuerpo alquilado, lo que incluye pero no se limita a piercings, tatuajes, cortes de pelo o tinte, lentes de contacto cosméticas y cualquier cirugía, incluidos los aumentos.

2. No se permiten cambios en los dientes, incluyendo empastes, extracciones e incrustaciones de joyas.

3. Debe permanecer dentro de un perímetro de cien kilómetros alrededor de Destinos de Plenitud. Hay mapas a su disposición.

4. Cualquier intento de manipular el chip tendrá como resultado inmediato la cancelación sin reembolso y se impondrán las multas correspondientes.

5. Si tiene problemas con su cuerpo de alquiler, devuélvalo a Destinos de Plenitud tan pronto como sea posible. Por favor, trate a su propiedad alquilada con cuidado, recordando en todo momento que es un joven real.

Se advierte que todos los neurochips bloquean la implicación de los arrendatarios en actividades ilegales.

Las reglas no me hicieron sentir mejor. Hicieron aflorar problemas que ni siquiera había considerado.

—¿Qué pasa con… otras cosas? —pregunté.

—¿Cómo qué?

—No sé… —Deseé que no me lo hiciera decir. Pero lo hizo—. ¿Sexo?

—¿Qué pasa con él?

—No dice nada en las reglas —respondí.

Estaba segura de que no quería que mi primera vez sucediera estando allí.

Negó con la cabeza.

—Eso se deja muy claro a los arrendatarios: Está prohibido.

Sí, genial. Al menos el embarazo sería imposible. Todo el mundo sabía que las vacunas tenían un efecto secundario, esperábamos que temporal.

Se me hizo un nudo en el estómago. Me retiré el pelo de los ojos y me puse de pie.

—Gracias por su tiempo, señor Tinnenbaum. Y por la demostración.

Su labio se contrajo. Intentó disimularlo con una media sonrisa.

—Si firmas hoy hay un bono. —Sacó un impreso de su cajón y garabateó algo en él, luego lo deslizó sobre el escritorio—. Esto es por tres alquileres. —Puso el capuchón a su bolígrafo.

Cogí el contrato. Aquel dinero podía comprarnos una casa y comida por un año.

Volví a sentarme y respiré hondo. Me alargó el bolígrafo. Lo tomé.

—¿Tres alquileres? —pregunté.

—Sí. Y se te pagará al acabar.

El papel ondeaba. Me di cuenta de que mi mano estaba temblando.

—Es una oferta muy generosa —explicó—. Incluye el bono, si firmas hoy.

Necesitaba aquel dinero. Tyler lo necesitaba.

Mientras agarraba el bolígrafo, el borboteo de la fuente sonaba cada vez más alto en mi cabeza. Estaba contemplando el papel pero veía destellos del pintalabios rojo mate, de los ojos del portero, de los dientes irreales del señor Tinnenbaum. Apreté el bolígrafo contra el papel, pero antes de firmar, alcé la mirada hacia él. Quizá quería una última confirmación. Hizo un gesto y sonrió. Su traje era impecable, excepto por un trozo de pelusa blanca en su solapa. Tenía la forma de un interrogante.

Estaba tan ansioso… Inconscientemente, dejé el bolígrafo.

Entornó los ojos.

—¿Algo va mal?

—Es sólo algo que mi madre siempre decía.

—¿Qué era?

—Decía que siempre hay que dormir antes de tomar una decisión importante.

Tengo que pensarlo.

Sus ojos se volvieron gélidos.

—No puedo prometer que pueda hacerte esta oferta más tarde.

—Voy a tener que correr el riesgo. —Guardé el contrato doblado en el bolsillo y me levanté de la silla. Forcé una débil sonrisa.

—¿Te puedes permitir hacer eso? —Se plantó delante de mí.

—Probablemente no. Pero tengo que pensarlo. —Lo sorteé y me dirigí a la puerta.

—Llama si tienes alguna pregunta —dijo un poco demasiado alto.

Me apresuré al pasar por delante de la recepcionista, que parecía molesta al verme marchar tan pronto. Me siguió con los ojos mientras pulsaba lo que imaginé que era un botón del pánico. Seguí adelante. El portero me miró a través de la puerta de cristal antes de abrirla.

—¿Ya te vas? —Su expresión vacía era macabra.

Pasé corriendo por delante de él.

Una vez estuve en el exterior, el fresco aire del otoño golpeó mi cara. Respiré mientras serpenteaba entre la multitud de enders que se apiñaba en la acera. Debía de ser la única que había rechazado a Tinnenbaum, que no había caído en sus redes.

Pero había aprendido a no confiar en los enders.

Caminé por Beverly Hills, sacudiendo la cabeza ante las bolsas de riqueza que quedaban, más de un año después de que la guerra hubiera acabado. Aquí, tan sólo uno de cada tres escaparates estaba vacío. Ropa de marca, electrónica visual y tiendas de robots, todo para satisfacer los impulsos consumistas de los adinerados enders. Estaba bien rapiñar por aquí. Si algo se rompía, tenían que tirarlo, porque nadie podía repararlo y no había modo de obtener las piezas.

Mantuve la cabeza gacha. Aunque en ese momento no estaba haciendo nada ilegal, si un policía me detenía, no podría presentar los documentos que, según ellos, los menores debían llevar.

Mientras esperaba en un semáforo, se paró un camión con un grupo de abatidos starters, sucios y maltrechos, sentados con las piernas cruzadas en la parte de atrás; había picos y palas apilados en el centro. Una chica con un vendaje en la cabeza me miró con ojos sin vida.

Vi un destello de celos en ellos, como si lo mío fuera mejor. Cuando el camión arrancó, la chica se rodeó con los brazos, como abrazándose. Por mala que fuera mi vida, la suya era peor. Tenía que haber un modo de salir de esta locura. Un modo que no tuviera que ver con un inquietante banco de cuerpos o con la esclavitud legalizada.

Me metí por las calles laterales, evitando el Wilshire Boulevard, que era un imán para la policía. Dos enders, hombres de negocios con gabardinas negras, caminaban hacia mí. Mantuve la cabeza gacha y metí las manos en los bolsillos. En el izquierdo estaba el contrato. En el derecho, los bombones envueltos con papel.

Amargo y dulce.

Los barrios resultaban cada vez más peligrosos conforme me iba alejando de Beverly Hills. Esquivé unos montones de basura que esperaban a unos camiones de recogida que deberían haber pasado hacía mucho tiempo. Alcé la mirada y me di cuenta de que estaba pasando por delante de un edificio cubierto por una lona roja.

Contaminado. Los últimos misiles de esporas se habían lanzado hacía más de un año, pero los equipos de descontaminación no habían tenido tiempo de depurar la casa. O no habían querido hacerlo. Me cubrí la nariz y la boca con la manga, como mi padre me había enseñado, y pasé rápidamente.

La luz del día estaba decayendo, y me moví con mayor libertad. Saqué mi linterna y la sujeté al dorso de la mano izquierda, pero no la encendí. Habíamos roto las farolas. Necesitábamos la protección de las sombras para que las autoridades no pudieran capturarnos con una de sus pobres excusas. Serían tan felices si pudieran encerrarnos en una institución… Nunca había visto ninguna por dentro, pero había oído hablar de ellas. Una de las peores, la Institución 37, estaba justo a unos pocos kilómetros de distancia. Había oído a otros starters hablar de ella entre murmullos.

Cuando estaba a un par de manzanas de nuestra casa, la oscuridad era total.

Sacudí la linterna de mano para encenderla. Un minuto después, vislumbré el destello de otras dos linternas moviéndose rápidamente desde el otro lado de la calle hacia un rincón. Como, fueran quienes fuesen, tenían sus linternas encendidas, pensé que eran amigos. Pero entonces, en el mismo instante, ambas luces se apagaron.

Renegados.

Se me hizo un nudo en el estómago y el corazón me subió a la garganta. Corrí.

No tenía tiempo de pensar. El instinto me llevó hacia mi edificio. Uno de ellos, una chica alta de largas piernas, me alcanzó. Estaba justo detrás, estirando el brazo para agarrarme por la sudadera.

Corrí con todas mis fuerzas. La puerta lateral de mi edificio estaba justo a mitad de la manzana, esperándome. Lo volvió a intentar y esta vez me cogió de la capucha.

Sentí cómo tiraba de mí y caí estrepitosamente en la acera. Me dolía la espalda y sentía una punzada en la cabeza. Se sentó a horcajadas encima de mí y quiso hurgar en mis bolsillos. Su amigo, un chico más pequeño, volvió a encender su linterna de mano y la dirigió hacia mis ojos.

—No tengo dinero. —Me retorcí y traté de pegarle en las manos para que me soltara.

Me golpeó en los dos lados de la cara con las palmas abiertas, dándome un fuerte manotazo en los oídos. Un sucio truco de la calle que hace que tu cabeza resuene dolorosamente.

—¿No hay dinero para mí? —dijo. Sus palabras atenuadas reverberaron en mi cabeza—. En ese caso, estás en apuros.

Una descarga de adrenalina dio fuerza a mi brazo y le di un puñetazo en la mandíbula. Empezó a desplomarse pero recuperó el equilibrio antes de que pudiera escabullirme.

—Estás muerta, niña.

Me revolví y me retorcí, pero me aprisionó con sus caderas de acero. Echó el puño hacia atrás, concentrando todo el peso de su cuerpo en él. Giré la cabeza a un lado en el último segundo y su puño se estampó contra el pavimento. Gritó.

Su alarido me impulsó a salir gateando de debajo de ella mientras se sujetaba la mano dolorida. El corazón me palpitaba como si quisiera salirse del pecho. El otro chico se abalanzó con una piedra. Me puse de pie respirando entrecortadamente.

Algo cayó de mi bolsillo. Todos nos lo quedamos mirando.

Una de las preciosas Supertrufas.

—¡Comida! —gritó su amigo, y dirigió la luz hacia ella.

La chica se arrastró, protegiendo su mano aplastada contra el pecho. Su amigo se lanzó al suelo y la cogió con avidez. Ella le agarró la mano, partió un trozo de la trufa y lo engulló. Él devoró el resto. Corrí hacia la entrada lateral de mi edificio.

Abrí la puerta, mi puerta, y me metí en el interior.

Recé para que no me siguieran hasta allí. Dependía de que estuvieran demasiado asustados de mis amigos y de cualquier trampa que hubiera podido preparar.

Enfoqué con mi linterna hacia la escalera, para comprobar que no hubiera nadie.

Despejado. Subí al tercer piso y eché un vistazo a través de una ventana sucia.

Abajo, los renegados ladrones se habían escabullido como alimañas. Hice un rápido balance. La parte posterior de la cabeza me dolía por haberme golpeado contra el pavimento, pero no estaba malherida ni tenía huesos rotos. Me llevé la mano al pecho y traté de calmar mi respiración.

Fijé la atención en el interior del edificio y lo inspeccioné como de costumbre.

Me afané en escuchar, pero mis oídos todavía zumbaban a causa de la pelea. Sacudí la cabeza intentando disipar aquel zumbido.

Ningún sonido nuevo. Ningún ocupante nuevo. Ningún peligro. La oficina que estaba en el extremo me atrajo como un faro, con la promesa del sueño. Nuestro campamento de escritorios formaba una barricada en la esquina, cerrando una sección de la sala cavernosa y desnuda y proporcionándonos la ilusión de confort.

Probablemente, Tyler ya estaba dormido. Palpé las Supertrufas que quedaban en mis bolsillos. Quizá podría darle una sorpresa por la mañana.

Pero no podía esperar.

—Hey, despierta. Tengo algo para ti. —Cuando llegué al otro lado de los escritorios, no había nada. Ni sábanas, ni hermano. Nada. Nuestras pocas pertenencias habían desaparecido.

—¿Tyler? —lo llamé. Mi garganta se tensó al contener el aliento. Me precipité hacia la puerta, pero justo cuando la alcancé, un rostro apareció en el umbral.

—¡Michael!

Michael sacudió su cabello rubio y desgreñado.

—Callie. —Colocó su linterna debajo de la barbilla y remedó una cara terrorífica.

No pudo contenerse y se echó a reír.

Si estaba riendo, Tyler tenía que estar bien. Le di un pequeño empujón.

—¿Dónde está Tyler? —pregunté.

—Tuve que instalaros en mi habitación. El tejado empezó a gotear… —Dirigió la linterna a una mancha que había en el techo—. Espero que te parezca bien…

—No sé. Depende de tu talento para la decoración.

Lo seguí hacia la habitación cruzando el vestíbulo. Dentro, en dos esquinas diferentes, los escritorios formaban unos rincones acogedores y protectores. Al acercarme, vi que había recreado la disposición exacta de nuestras pertenencias.

Entré en el rincón más alejado y vi a Tyler sentado, apoyado contra la pared, con la manta sobre las piernas. Parecía demasiado pequeño para sus siete años. Quizá por el pensamiento momentáneo de perderlo o por el hecho de haber estado fuera todo el día, fue como si lo estuviera viendo por primera vez. Había perdido peso mientras habíamos estado en la calle. Necesitaba un corte de pelo. Unas sombras oscurecían la piel bajo sus ojos.

—¿Dónde has estado, Cara de Mono? —La voz de Tyler era ronca.

Hice un esfuerzo para hacer desaparecer mi aspecto de preocupación.

—Fuera.

—Has tardado mucho.

—Pero Michael estaba aquí. —Me arrodillé junto a él—. Y tardé un buen rato encontrar un regalo especial para ti.

En sus labios se esbozó una ligera sonrisa.

—¿Qué me has traído?

Saqué una de las papelinas y desenvolví el bombón repleto de vitaminas. Era del tamaño de una galleta. Puso unos ojos como platos.

—¿Una Supertrufa? —miró a Michael, que estaba de pie, cerca de mí—. ¡Vaya!

—Tengo dos. —Le mostré la otra—. Las dos son para ti.

Negó con la cabeza.

—Quédate una.

—Necesitas las vitaminas —repliqué.

—¿Has comido hoy? —preguntó.

Lo miré fijamente. ¿Colaría una mentira? No, me conocía demasiado bien.

—Compartámoslas —dijo Tyler.

Michael se encogió de hombros y su pelo cayó sobre un ojo, de aquel modo hermoso y natural que lo definía.

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