Continuamos la prueba con varias armas, así que también los impresioné con la cantidad de armas de fuego que podía manejar. Gracias, papá.
En el camino de vuelta, Tinnenbaum ya no tenía la nariz tan arrugada. Inclinó su mesita, de modo que pude leer la pantalla holográfica. Mostraba mi contrato.
Salté a las partes importantes: tres alquileres y el pago. El dinero bastaría para pagar un apartamento durante un par de años. Y para sobornar a un adulto para que firmara el arrendamiento por nosotros.
—Esa cantidad es la misma que antes de la prueba.
—Así es.
—Mis habilidades… ¿no deberían haber incrementado mi gratificación? —«¿Por qué no ir a por ello?», pensé.
Su sonrisa se esfumó.
—Eres dura de roer, para ser una menor. —Suspiró y tecleó unas nuevas cifras—. ¿Qué tal así?
Recordé algo que mi padre me había enseñado a preguntar.
—¿Cuáles son los riesgos? —dije— ¿Qué puede ir mal?
—No hay intervención sin riesgo. En cualquier caso, siempre tomamos todas las precauciones posibles para proteger a nuestros valiosos recursos.
—Se refiere a mí —afirmé, no pregunté.
Asintió.
—Te puedo asegurar que en los doce meses que llevamos operando no hemos tenido un solo problema.
No era mucho tiempo. Pero necesitaba el dinero más de lo que necesitaba una respuesta tranquilizadora. ¿Qué habría dicho mi padre acerca de esto? Saqué ese pensamiento de mi mente.
—Lo difícil ya ha pasado —afirmó Tinnenbaum—. El resto es tan fácil como echarse a dormir.
Mi hermano no pasaría frío por las noches. Un hogar de verdad. Y lo tendríamos después de tan sólo tres alquileres. Toqué la pantalla holográfica y mi huella dactilar apareció en el contrato, sellando el trato. Tinnenbaum miraba por la ventana de la limusina, tratando de parecer despreocupado. Pero me di cuenta de que su pierna tenía un incontrolable tic nervioso.
Cuando regresamos al banco de cuerpos me pregunté si el señor Tinnenbaum me presentaría al hombre alto de antes. Pero no lo vimos. En su lugar, Tinnenbaum dejó que Doris se ocupara de mí.
—Espera a ver lo que Doris te tiene preparado. —Sonrió y desapareció por el vestíbulo.
—Es hora de que empecemos tu transformación. —Doris agitó la muñeca como si fuera mi hada madrina.
—¿Transformación?
Doris me examinó de los pies a la cabeza. Instintivamente, mi mano tocó las puntas de mi pelo grasiento, como si quisiera evitar que me lo cortaran.
—No pensarás que te vamos a presentar así, ¿verdad?
Estiré la manga hasta cubrirme la mano y me limpié la cara. Me cogió del brazo.
—Eres una chica afortunada. Vamos a proporcionarte una transformación gratis, de la cabeza a los pies.
Examinó mis manos. Sus uñas brillaban con un deslumbrante esmalte iridiscente que me hacía pensar en la concha de una caracola. Las mías, parecía que había estado escarbando brea en la playa.
—Tenemos mucho trabajo por hacer. —Doris me puso la mano en la espalda, guiándome hacia unas puertas dobles—. No te vas a reconocer cuando hayamos acabado contigo.
—Eso me temo.
La primera parada fue un tren de lavado para humanos. Me quedé de pie, desnuda, en una plataforma elevada y giratoria, sujeta a una barra que colgaba sobre mi cabeza. Unas pequeñas gafas me protegían los ojos mientras rociaban todo mi cuerpo con productos químicos de olor acre. Aquellas lentes de ojo de pez hacían que todo pareciera más surrealista de lo que ya era, incluyendo a Doris mirándome a través de una ventana. Grandes nubes de espuma más altas que yo salían propulsadas de unos paneles curvos que se iban acercando más y más hasta el punto que pensé que me iba a asfixiar. Pero aguanté la respiración mientras aquella materia esponjosa se adhería a mi cuerpo y lo frotaba de los pies a la cabeza.
Finalmente, paró y pasó a la última fase, un chorro de agua propulsado a alta potencia, pulverizado desde todos los ángulos y que dolía como una lluvia de alfileres.
Pasé por una pequeña estancia, alumbrada sólo con luces azules y después por una luz seca, caliente. En la última sala, que parecía una consulta médica, dos enders con trajes protectores me examinaron en busca de bacterias. Estimaron que estaba limpia como una patena y rápidamente me sometieron a una serie de operaciones estéticas. En primer lugar, tratamientos con láser. Este equipo de enders dijo que eran sólo para eliminar mis pecas y limpiar mi piel de adolescente, pero tardaron mucho rato. No iban a dejarme ver los resultados, pero me aseguraron que estaría encantada. Pude ver que habían curado por completo los cortes que me había hecho en las manos durante la pelea.
Lo siguiente, manicura, pedicura y, como si no aún no estuviera suficientemente limpia, una exfoliación de cuerpo entero. En una escala de uno a diez, dolía un once, como si quisieran que no quedara ninguna célula de piel original. Después Doris me condujo a una pequeña sala para reunirnos con la estilista de la casa. Fue la primera ender que vi que no tenía el pelo blanco o plateado. El suyo tenía mechas púrpura y estaba peinado formando pinchos.
Intenté evitar el corte de pelo.
—No seas tonta. —Doris se apoyó en un mostrador, tamborileando cada vez más de prisa con sus uñas.
—No te lo va a cortar al rape. Conservarás tu adorable melena. Sólo que tendrá una forma mejor. Te lo escalará.
Dejé que la ender de pelo pincho me pusiera una capa, pero el hecho de que se negara a dejarme ver en un espejo no inspiraba mucha confianza.
Cuando acabó, había suficiente pelo en el suelo como para hacer un gato. Me moría por ver los resultados, pero a nadie parecía importarle. La última torturadora fue una maquilladora llamada Clara, que se pasó dos horas pasando la brocha y dando color a cada centímetro de mi cara. Pasó el láser por mis cejas y me puso pestañas nuevas. Doris eligió algunas piezas de ropa y me cambié en una pequeña habitación sin espejo. Antes de que pudiera siquiera mirarme, me llevaron precipitadamente a otra sala, donde tuve que permanecer de pie contra una pared y posar para la cámara.
Intenté sonreír como la chica pelirroja del holograma que Tinnebaum me había enseñado. No creo que lo consiguiera.
Cuando salimos de la sala de los holos, estaba hecha polvo. No me sentía transformada, me sentía machacada.
—¿Hemos acabado? —le pregunté a Doris.
—Por ahora.
—¿Qué hora es?
—Tarde. —Parecía tan cansada como yo—. Te enseñaré tu habitación —dijo.
—¿Aquí?
—No puedes volver a casa pasadas las once de la noche con ese aspecto. —Se apoyó contra la pared y tamborileó con las uñas.
Me llevé la mano a la cara. ¿Tan diferente estaba?
—¿No has oído las historias de hombres ricos que raptan a chicas bonitas? —dijo.
—Sí. ¿Son ciertas?
—Oh, puedes estar segura de que son verdad. Aquí estarás segura. Y descansada para mañana.
Se dio la vuelta. Seguí sus tintineantes tacones por el pasillo.
—Ni siquiera sé qué aspecto tengo —dije entre dientes.
Poco después estaba acostada en una cama de verdad. Con sábanas. Y un edredón blando como una nube. Había olvidado el lujo que era una cama limpia, la sensación de las sábanas deslizándose sobre la piel. Era como estar flotando en el cielo.
No podía apartar las manos de la cara. Mi nueva piel era tan suave que me recordaba a cuando Tyler era un bebé y le acariciaba sus grandes mofletes rosados.
Mi madre dijo que yo también los había tenido.
Tyler.
Me pregunté qué estaría haciendo. ¿Sería seguro el nuevo lugar que había encontrado Michael? ¿Tendrían mantas con las que abrigarse?
Me sentía culpable, yaciendo en aquella lujosa cama, con un trillón de almohadas. Aunque la habitación era sólo una parte más de aquella enorme instalación, la habían arreglado para que pareciera una habitación de invitados, con un gran jarro de agua junto a la cama, al lado de un florero con margaritas. Me recordaba a nuestra antigua habitación de invitados, que mi madre había decorado con tanto amor.
Miré la comida que habían dejado a la izquierda de mi cama: sopa de patata, queso y varios tipos de galletas saladas envasadas. Estaba casi demasiado cansada para comérmela. Me comí la sopa y el queso pero guardé todas las galletas saladas para llevárselas a Michael y a Tyler más tarde, cuando por fin me soltaran.
No me di cuenta hasta que me desperté, por la mañana, de que la única cosa que faltaba en aquella habitación era una ventana. Cuando aparté la doble cortina de algodón que colgaba por encima de mi cama, lo único que vi fue pared.
Me dirigí a la puerta y pegué mi oreja a ella. Sólo podía oír el rumor de un edificio de oficinas. Intenté abrir para espiar el exterior, pero habían cerrado con llave. Mi corazón se aceleró al pensar que me tenían prisionera. Tuve que respirar hondo un par de veces e intentar convencerme a mí misma de que la puerta estaba cerrada para protegerme.
Llevaba el pijama blanco que había encontrado en la cama la noche anterior.
Abrí el armario buscando otra ropa, pero en cambio lo que vi fue mi reflejo en un espejo de cuerpo entero que estaba en la parte interior de la puerta. Me quedé boquiabierta.
Estaba preciosa.
Todavía era mi cara, con los ojos de mi madre y la línea de la mandíbula de mi padre, pero era mucho mejor. Mi piel lucía con un resplandor impecable. Mis pómulos parecían más pronunciados. Esto era lo que podía hacer el dinero. Éste era el aspecto que todas las chicas querrían tener si dispusieran de recursos ilimitados. Me acerqué al espejo y miré mis ojos, aún emborronados por el maquillaje del día anterior.
No me había maquillado en un año. ¿Qué diría Michael cuando me viera?
Centré mi atención en el armario. Una sola prenda colgaba en su interior. Un camisón de hospital.
Doris abrió la puerta con llave y entró, luciendo un traje pantalón ceñido y una sonrisa demasiado luminosa.
—Buenos días, Callie. —Examinó mi rostro—. ¿Has dormido bien?
—Genial.
—Han hecho un trabajo magnífico contigo… —Examinó mi piel y después se apoyó contra la pared y volvió a tamborilear con las uñas, algo que me estaba empezando a volver loca.
»No te preocupes por el maquillaje. Lo reharemos más tarde. Sígueme.
Mi estómago gruñó. Caí en la cuenta de que la bandeja con la cena de la noche anterior había desaparecido. ¿Cuándo había pasado eso?
—¿Doris?
Se detuvo.
—¿Sí, querida?
—¿Vamos a desayunar? —pregunté.
—Oh, cariño, podrás darte un banquete más tarde. Con todos tus platos favoritos.
—Me acarició el pelo.
Nadie lo había hecho desde que murió mi madre. Pulsó un resorte en mi interior, y noté que se me humedecían los ojos. Descubrí que tenía un nudo en la garganta.
Doris se acercó y sonrió.
—Es sólo que no puedes comer nada antes de tu operación.
Miré fijamente al techo mientras empujaban mi camilla por un pasillo sin fin.
Había conseguido apartar la operación de mi cabeza, pero aquí estaba. Odiaba las agujas, odiaba los cuchillos, odiaba que me anestesiaran y no tener control. Quizá lo sabían, porque ya habían empezado a suministrarme algún tranquilizante. El dibujo del techo empezó a desdibujarse hasta que se volvió borroso.
Tinnenbaum había quitado importancia a la cirugía, pero había oído de refilón a los cirujanos mientras estaba en el preoperatorio. Iba a ser complicado. Estaba demasiado atontada para recordar los detalles.
El enfermero ender, esbelto y apuesto, me sonrió mientras empujaba mi camilla.
¿Llevaba perfilador de ojos?
Era una locura. Era una miedica a quien le sudaban las manos sólo con pensar en que tenían que ponerle una vacuna. Y allí estaba, prestándome voluntaria para que me operaran.
El cerebro, nada menos.
Probablemente mi parte favorita del cuerpo. Nadie se quejaba de tener un cerebro gordo. Nadie acusaba nunca al cerebro de ser demasiado bajo o demasiado alto, demasiado ancho o demasiado estrecho. O feo. Funcionaba o no, y el mío funcionaba la mar de bien.
Recé para que siguiera haciéndolo después de la operación.
Nos paramos. Estaba en el quirófano, cociéndome bajo aquellas brillantes luces.
El enfermero —en la placa con su nombre se leía «Terry»— me dio una palmadita en el brazo.
—No te preocupes, gatita. Piensa que es como el pequeño microchip que les ponemos a nuestras mascotas. Pim, pam y ahí lo tienes, antes de que te des cuenta.
¿Gatita? ¿Quién era este ender? Ya sabía que esto iba más allá de ponerme un microchip. Oía el rumor de los brazos moviéndose encima de mí. Alguien me colocó una mascarilla encima de la boca y me dijo que contara hacia atrás empezando por el diez.
—Diez. Nueve. Ocho…
Eso fue todo.
Me desperté en una cama al cabo de lo que parecieron unos pocos segundos.
Terry, el enfermero, me estaba mirando.
—¿Cómo estás, gatita?
Notaba la cabeza como si fuera de algodón de azúcar, todo borroso y sin límites.
—¿Ya está? —pregunté.
—Sí. El cirujano dijo que había ido muy bien.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —Me sentía moviéndome lentamente mientras buscaba un reloj. Todo lo que vi fue una neblina blanca.
—No mucho. —Me tomó las constantes vitales—. ¿Te duele algo?
—No siento nada.
—Se te pasará. Déjame que te incorpore.
Elevó la mitad superior de la cama y empecé a sentirme un poco más despejada.
Mis ojos se aclararon. No había visto esta habitación antes.
—¿Dónde estoy?
—En tu intercambiador. Acostúmbrate. Es donde harás tus entradas y salidas.
Era una habitación pequeña con una ventana que daba a un corredor. A mi izquierda, un panel que con seguridad era un espejo polarizado. Varias cámaras plateadas, una en el techo, dos en las paredes. A mi derecha, un ender alto, con gafas de montura negra y larga cabellera blanca estaba sentado frente a un ordenador.
—Éste es Trax —dijo Terry—. Ahora estamos en sus dominios, así que es el rey.
Trax levantó una mano. Un gran esfuerzo. Puede que fuera un ender, pero había sido un empollón, siempre un empollón.
—Hey, Callie —me saludó.
También levanté la mano. Me di cuenta de que llevaba un brazalete médico de plástico en la muñeca.