—No le voy a poner pegas a eso.
Tyler sonrió y me cogió la mano.
—Gracias, Callie.
Comimos las Supertrufas sentados alrededor de un escritorio situado en medio de la sala. Nos servía como mesa de comedor, con la linterna de Michael en el centro, colocada a modo de vela. Partimos los bombones en pedacitos y bromeamos, haciendo ver que el primer trozo era el aperitivo, el segundo el plato principal y el tercero el postre. Eran una delicia, aquellos bombones dulces y densos, una mezcla de
brownie
y sirope de chocolate, que resultaban ricos y untuosos en nuestro paladar.
Se acabaron demasiado pronto.
Tyler se espabiló después de comer. Canturreó una canción para sus adentros mientras Michael posaba la barbilla en una mano y me miraba desde el otro lado del escritorio. Sabía que se moría de ganas de preguntarme sobre el banco de cuerpos. Y quizá más. Vi sus ojos examinando mis nuevos rasguños y cortes.
—Las trufas me han dado sed —dijo.
—A mí también —lo secundó Tyler.
Michael se levantó.
—Supongo que será mejor que vaya a buscar agua. —Cogió nuestras cantimploras, que colgaban de sus correas en la puerta junto con la cubeta que usábamos para lavarnos. Luego se fue.
Tyler apoyó la cabeza sobre el escritorio. La excitación provocada por los bombones le había pasado factura. Acaricié su pelo suave como el de un bebé, su cuello. La capucha se le había resbalado dejando al descubierto un hombro, exponiendo la cicatriz de la vacunación. La recorrí con el dedo, dando gracias por la pequeña marca. De no ser por ella, todos habríamos muerto, como nuestros padres.
Como todo el mundo entre los veinte y los sesenta años. Nosotros, como los enders más ancianos, éramos los más vulnerables, así que fuimos los primeros en ser vacunados para protegernos de las esporas genocidas. Y ahora éramos todo lo que quedaba. ¿No era irónico?
Al cabo de unos pocos minutos, Michael volvió con las cantimploras llenas. Fui al baño, donde había dejado la cubeta. La primera semana que habíamos estado viviendo allí todavía teníamos agua corriente en el edificio. Suspiré y recordé aquel lujo, mucho más fácil que robar el agua de las cañerías que estaban en el exterior cuando nadie miraba.
El agua fría me refrescó, aunque era noviembre y no había calefacción en el edificio. Me limpié los cortes de los brazos y la cara.
Cuando volví a la habitación, Tyler se había vuelto a instalar en nuestra esquina.
Michael estaba acostado en su fortaleza gemela, que se encontraba en la esquina opuesta. Me sentía más segura al estar todos en la misma estancia. Si alguien irrumpía, uno de nosotros podría asaltar al intruso por la espalda. Michael tenía una cañería de metal. Yo conservaba un minizip taser que había pertenecido a mi padre. No era tan potente como el de un policía, pero confiaba en él. Era triste que se hubiera convertido en algo que hacía que me sintiera cómoda.
Me senté en mi saco de dormir y me descalcé. Me despojé de la sudadera y me deslicé dentro del saco, como si fuera a dormir. Añadí un pijama a mi lista personal de cosas que echaba de menos. De franela, caliente después de salir de la secadora.
Estaba cansada de estar siempre vestida, preparada para huir o luchar. Suspiraba por un pijama esponjoso y un sueño profundo, que me permitiera olvidarme del mundo.
—Michael ha traído nuestras cosas. —Tyler iluminó con su linterna nuestros libros y tesoros, que estaban en los escritorios que nos rodeaban.
—Lo sé. Ha sido muy amable por su parte.
Dirigió su linterna a un perro de juguete.
—Igual que antes.
Al principio pensé que se refería a nuestro hogar, pero entonces me di cuenta de que se refería a como lo teníamos el día anterior. Michael se había esforzado en disponer nuestras posesiones exactamente igual que las teníamos: sabía lo preciosas que eran para nosotros.
Tyler bajó uno de nuestros marcos holográficos. Lo hacía algunas noches, cuando se sentía particularmente triste. Lo sostuvo en la palma de la mano e hizo pasar los hologramas: nuestra familia en la playa, nosotros jugando en la arena, nuestro padre en prácticas de tiro, nuestros padres el día de su boda. Mi hermano se paró en el mismo lugar de siempre: una imagen de nuestros padres en un crucero, tomada hacía tres años, justo antes de que empezaran los combates en el océano Pacífico. Oír el sonido de sus voces siempre se me hacía duro: «Te echamos de menos, Tyler. Te queremos, Callie. Cuida bien de tu hermano». El primer mes lloraba cada vez que oía sus voces. Luego dejé de hacerlo. Ahora sonaban vacías, como de actores sin nombre.
Tyler nunca lloraba. Seguía escuchando sus palabras una y otra vez. Ahora, eso era para él papá y mamá.
—Vale, ya es suficiente. Es hora de dormir. —Estiré el brazo para coger el marco.
—No. Quiero recordar. —Sus ojos me miraban suplicantes.
—¿Tienes miedo a olvidar?
—Quizá.
Di un golpecito a la linterna que llevaba en la muñeca.
—¿Recuerdas quién inventó esto?
Tyler asintió solemnemente, con el labio inferior hacia afuera.
—Papá.
—Así es. Junto con otros científicos. Así que siempre que veas su luz, piensa que papá está velando por ti.
—¿Eso haces tú?
—Todos los días. —Le acaricié la cabeza—. No te preocupes. Nunca, jamás, los olvidaremos. Te lo prometo.
Cambié el marco por su juguete favorito, ahora su único juguete, un pequeño perro robótico. Lo metió bajo el brazo y se puso en modo de reposo, yaciendo igual que un perro de verdad. Excepto por los brillantes ojos verdes.
Devolví el marco a la estantería que teníamos encima. Tyler tosió. Estiré su saco de dormir, arropándole el cuello. Cada vez que tosía, luchaba por no oír las palabras del doctor de la clínica resonando en mi mente: «Una extraña enfermedad pulmonar… Puede curarse o no». Miré el pecho de Tyler subiendo y bajando y vi cómo se imponía la trabajosa respiración propia del sueño. Salí gateando de mi saco de dormir y eché un vistazo a los escritorios de mi alrededor.
La linterna de Michael brillaba recortándose contra el muro. Me eché la sudadera por encima de los hombros y caminé a hurtadillas.
—¿Michael? —susurré.
—Entra —respondió en voz baja.
Entré en su pequeño fortín. Me gustaba estar allí, rodeada por sus dibujos a lápiz y carboncillo y sus materiales de bellas artes llenando todos los recovecos. Dibujaba escenas urbanas, interpretando nuestro paisaje de edificios vacíos, amigos y renegados, que llevaban linternas de mano y ropas superpuestas y raídas y cantimploras cruzadas sobre los torsos consumidos.
Dejó a un lado su cuaderno y se sentó con la espalda apoyada en la pared, haciéndome una señal para que me sentara junto a él, sobre su manta del ejército.
—¿Qué te ha pasado en la cara?
Me toqué la mejilla. Estaba ardiendo.
—¿Tiene mal aspecto?
—Tyler no se dio cuenta.
—Sólo porque aquí está muy oscuro. —Me senté, con las piernas cruzadas, frente a él.
—¿Renegados?
—Sí. Pero estoy bien —asentí.
—¿Cómo era ese sitio?
—Raro.
Calló. Tenía la cabeza gacha.
—¿Qué? —pregunté.
Levantó la cabeza.
—Me preocupaba que no volvieras.
—Lo prometí, ¿no?
—Sí —asintió—. Pero estaba pensando… ¿y si no hubieras vuelto?
No tenía respuesta para eso. Permanecimos sentados un momento hasta que finalmente rompió el silencio.
—Entonces, ¿qué te ha parecido?
—¿Sabías que te insertan un microchip aquí? —Señalé la parte posterior de mi cabeza.
—¿Dónde? Déjame ver. —Me tocó el pelo.
—Te lo dije, sólo fui a echar un vistazo.
Vi la preocupación reflejada en su rostro, su mirada dulce y llena de amabilidad.
Era curioso, la verdad es que nunca me había fijado mucho en él cuando vivía en la misma calle que nosotros. Era extraño que hubieran hecho falta las guerras de las Esporas para unirnos.
Me metí las manos en los bolsillos y palpé algo. Un papel. Lo saqué.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—El hombre del banco de cuerpos me lo dio. Es un contrato.
Michael se acercó.
—¿Eso es lo que te iban a pagar? —Me arrebató el impreso de entre los dedos.
—Devuélvemelo.
Leyó el contrato.
—… por tres conexiones.
—No voy a hacerlo.
—Bien. —Hizo una pausa—. Pero ¿por qué? Te conozco. No estás asustada.
—Nunca pagarán tanto dinero. Es irreal. Eso es lo que me puso sobre aviso.
—¿Cómo consiguen sortear la ley, de todos modos, alquilando starters?
Me encogí de hombros.
—Deben de haber encontrado algún agujero legal.
—Pasa bastante desapercibido. Nunca se ven anuncios.
Tenía razón.
—La única manera de enterarme de su existencia fue por ese chaval que solía vivir en el primer piso.
—Probablemente le dan algo de dinero por cada starter que les trae.
—No obtendrá nada por mí. —Me recosté, apoyando la cabeza en la mano—. Ese lugar no me inspira confianza.
—Debes de estar cansada —dijo—. Ha sido una caminata larga.
—Estoy más que cansada.
—Mañana podemos ir al muelle de carga y ver si podemos hacernos con algo de fruta. —Sus palabras iban apagándose y me pesaban los ojos. Lo siguiente fue que abrí los ojos y él estaba sonriéndome.
»Cal —dijo suavemente—. Vete a la cama.
Asentí. Volví a embutir el contrato en mi bolsillo y regresé con Tyler. Mi cuerpo se fundió con el saco de dormir.
Puse mi linterna en modo de suspensión. Brillaba tenuemente.
El invierno en el sur de California no era brutal, pero iba a hacer demasiado frío para Tyler. Necesitaba conseguirle algún lugar cálido, una casa de verdad. Pero ¿cómo? Éste era mi ritual de preocupación de cada noche. Esperaba que el banco de cuerpos fuera la respuesta, pero no lo era. Mientras me dejaba llevar por el sueño, mi linterna se desactivó.
Mi sueño quedó hecho añicos por el pitido de los detectores de humo. Un hedor amargo me llenaba las fosas nasales. Noté a Tyler cerca de mí, sentado y tosiendo.
—¡Michael! —grité.
—¡Fuego! —respondió desde el otro lado de la habitación.
Mi reloj marcaba las 5.00 horas. Tanteé mi cantimplora y la abrí. Alargué el brazo hacia el cajón que estaba encima de mí y estiré una camiseta. La rocié con agua.
—Ponte esto en la nariz —le dije a Tyler.
La luz de la linterna de Michael hendió el humo.
—¡Vamos! —gritó.
Mi hermano pequeño y yo nos agarramos por los brazos. Nuestras linternas penetraron, en parte, en la humareda mientras todos nos agachábamos y nos abríamos camino hacia la puerta.
Michael puso la mano en mi espalda, guiándome hacia la escalera. El humo estaba por todas partes. Pareció durar una eternidad, pero conseguimos bajar. Mis piernas parecían de goma cuando logramos salir al exterior.
Nos alejamos del edificio, preocupados por las llamas y por los escombros que caían. En la oscuridad de la madrugada vimos a otros chicos abandonando el lugar: a dos de ellos los conocíamos, los otros tres debían de haber estado ocupando los pisos bajos.
Miraban fijamente el edificio, conmocionados. Me di la vuelta.
—¿Dónde están las llamas? —pregunté.
—¿Dónde está el fuego? —dijo Michael.
—¿Ha salido todo el mundo? —vociferó un hombre.
—Sí. —Vi a un ender, de quizá cien años de edad, aproximándose. Lucía un traje bien planchado.
—¿Estáis seguros? —El ender miró a los otros chicos, quienes asintieron—. Bien.
—El hombre levantó la mano y tres enders más, que llevaban ropa de albañil, se adelantaron.
Uno de los albañiles rompió la cinta que cubría la cerradura de la puerta lateral.
Otro usó una herramienta para clavar un cartel. El del traje nos dio una copia del cartel.
Michael lo leyó.
—«No pasar. Instalaciones bajo nueva propiedad.»
—Nos han ahumado —dijo uno de los chicos.
—Debéis abandonar la zona, ahora —dijo el del traje tranquilamente, pero con voz autoritaria.
Al ver que nadie se movía, añadió:
—Tenéis un minuto.
—Pero nuestras cosas… —Me moví en dirección al edificio.
—No puedo dejar que volváis a entrar ahí. Seguro de responsabilidad —replicó el del traje.
—No podéis quedaros con nuestras pertenencias —protestó Michael.
—Si entráis estaréis ocupando el lugar ilegalmente —dijo el ender—. Os lo advierto por vuestro propio bien.
Se me cayó el alma a los pies.
—Todo lo que queda de nuestras cosas está ahí. Si no podemos ir, por favor, al menos que alguien nos lo traiga.
Negó con la cabeza.
—No hay tiempo. Tenéis que iros. Los policías están en camino.
Eso hizo que los otros chicos huyeran. Pasé mi brazo alrededor de Tyler y me volví para marcharme, pero algo hizo que me detuviera. El hombre del traje ya nos había dado la espalda, pero uno de los albañiles nos vio y le hizo una señal. Se dio la vuelta.
—Por favor. Nuestros padres están muertos. —Mis ojos ardían llenos de lágrimas—. Las últimas fotografías que conservamos de ellos están dentro de ese edificio. En el tercer piso, al final del vestíbulo. ¿Podría alguien darnos sólo el marco? ¿Aunque tengan que tirarlo por la ventana?
Se paró un momento, como si estuviera considerándolo. Luego murmuró un seco «lo siento» sin molestarse siquiera en mirarme a los ojos antes de volverme la espalda. Nunca había sentido tanto vacío en mi interior. Era inútil discutir con él.
Más de cien años nos separaban, nunca podría entender por lo que habíamos pasado.
—Callie, déjalo. —Tyler me tiró de la mano—. Podemos recordarlos sin las fotos.
No los olvidaremos.
Se oyó el sonido atronador de las sirenas.
—Es la policía —dijo Michael—. ¡Corred!
No teníamos elección. Nos dimos la vuelta y corrimos hacia la oscuridad de la madrugada, dejando atrás los últimos lazos físicos con nuestra familia. Con la vida que habíamos vivido juntos tan sólo hacía un año.
Corrimos calle arriba, alejándonos de las sirenas de los policías. Eché una mirada atrás justo para ver el pelo plateado y los uniformes de color gris acero saliendo precipitadamente de sus vehículos. Michael cogió en brazos a Tyler y corrimos tan rápido como pudimos. Nos escabullimos por un estrecho callejón entre nuestro edificio y otro edificio de oficinas abandonado.