—Sé bueno —dije.
—Ten cuidado —respondió.
De regreso, Rodney me dejó a solas con mis pensamientos. El coche me acunaba como a un bebé mientras la ciudad, de noche, pasaba volando tras la ventanilla.
Entre los edificios clausurados, la vida seguía, lo que hacía que el paisaje se asemejara al de un país del Tercer Mundo, con puestos de comida casera y columnas de humo que brotaban de los barriles que servían de fogones. Pensé en lo difícil que había sido el último par de años para Tyler y para mí.
Una luz de la calle me dio en los ojos por un momento, justo como las luces de los policías cuando vinieron a capturarnos.
—Corre a buscar tu mochila —le había susurrado a Tyler.
A oscuras corrimos a la cocina mientras los policías aporreaban la puerta delantera.
Tyler cogió su mochila y su cantimplora y yo la mía. En mi mochila estaba la pistola.
Corrimos a la noche antes de que los policías llegaran al patio trasero.
Ayudé a Tyler a pasar a rastras por debajo de unas vallas y atravesamos los patios vacíos. Daba las gracias de que nuestro padre hubiera trazado un plan de escape para nosotros antes de que se lo llevaran al centro de cuarentena. Tyler y yo permanecimos en nuestra casa todo lo que pudimos, como los otros niños que estaban sin padres. Nos iba bien, pero sabíamos que tarde o temprano el gobierno vendría y precintaría nuestra casa, como habían hecho con el resto de la manzana.
Había sido un agradable barrio de clase media, pero se estaba convirtiendo en una ciudad fantasma. Todos los adultos sanos que quedaron ejercieron de mentores hasta que la enfermedad también se los llevó.
Justo la semana anterior los policías se habían llevado —entre gritos— a los niños del otro lado de la calle. Nosotros fuimos más afortunados. Supimos cuándo fue el momento de marchar porque mi padre nos envió un zing. Supe que significaba lo peor.
Antes de irse al centro de cuarentena, papá me hizo prometer que si aquel día llegaba, no iba a ponerme a pensar en él, no iba a llorar. Que sería fuerte y protegería a mi hermano, porque yo sería todo lo que le quedaría.
Fue lo más duro que nunca he tenido que hacer.
Papá. Muerto. Las imágenes pasaron vertiginosamente ante mis ojos. Manos tendidas, guía, apoyo. Abrazos.
Me mordí la lengua para no llorar. No pienses en él. Cuida de Tyler. Sé fuerte.
Llegamos al edificio de la antigua biblioteca, al lado del parque. Estaba oscuro como la boca de un lobo, pero nuestras linternas de mano iluminaron nuestros pasos. Nos metimos dentro a través de una ventana trasera del sótano que estaba rota. El olor a libros mohosos llenó mis fosas nasales. Y también el hedor de algunos cuerpos sucios. Había un grupo de niños acurrucados en la oscuridad, detrás de las pilas, dormidos. Uno de ellos me reconoció.
—Puede quedarse —dijo a los demás.
Encontré un hueco para nosotros junto a la pared, y puse las mochilas a nuestro lado.
—¿Ya estamos a salvo? —preguntó Tyler entre fatigosos jadeos.
—Shhh. Todo irá bien —murmuré.
Por la mañana, algún idiota había encendido un fuego para cocinar y el humo atrajo a los policías. Cogimos nuestras bolsas y huimos. No fue hasta que llegamos a la siguiente parada que papá había señalado en el mapa cuando metí la mano en la mochila y me di cuenta de que me habían robado la pistola. No faltaba nada más.
Todo aquel entrenamiento y no tenía arma. Sentí un vacío en mi interior.
Sin pistola. Mi padre se habría enfadado mucho. Pero no podía saberlo. Estaba muerto.
Ahora, mientras Rodney recorría las silenciosas calles, apoyé mi cabeza contra la ventanilla y pensé en todos los lugares de los que habíamos huido durante el último año. Dejé que mis ojos revolotearan distraídamente entre las luces de la ciudad hasta que se convirtieron en pompones borrosos de color.
El banco de cuerpos sería el fin de aquellas huidas.
De vuelta a Destinos de Plenitud, se había montado un gran revuelo. Resultaba que mi arrendataria quería partir aquella misma noche. Me quedé plantada en el despacho de Doris mientras se pasaba los dedos por el pelo.
—Todo está en orden —dijo—. Yo siempre me preocupo de tener tiempo de sobras. Pero ahora realmente nos están apretando. Ve a ponerte esto. —Señaló un conjunto de ropa de color negro que había en una percha, detrás de mí—. Puedes usar mi baño.
Hice lo que me ordenó y salí con un jersey negro de cuello alto y unos pantalones.
—Excelente. Vamos a enviarte.
—¿No puedo comer algo? —pregunté—. Estoy muerta de hambre.
—Esta arrendataria te prefiere así. —Doris se encogió de hombros y me puso una mano en la espalda—. Quizá tiene una reserva en un restaurante de cinco tenedores.
Nos dirigimos apresuradamente a la sala de intercambio, la misma que en los dos viajes anteriores. Trax y Terry estaban esperándome.
—Te queda bien el negro. —Terry me dio unas palmaditas en el hombro mientras me sentaba en la silla—. Casi tanto como a mí.
Después de algunas comprobaciones con el ordenador, Trax me miró.
—Bueno, pues todo está igual que antes. Tú sólo relájate —dijo—. Te veo dentro un mes, Callie, de vuelta justo aquí.
La mascarilla se aproximaba a mi cara. Dije adiós con la mano a mi pequeño equipo.
Esta vez mis sueños fueron muy extraños. Tyler tenía la cabeza de un pollito. No pensaba nada al respecto; sólo era lo que era. Estaba buscando alpiste —iba a dar de comer a Tyler—, pero no podía encontrar nada. Llamé a Michael, pero no estaba por allí. Estábamos viviendo en alguna granja abandonada. Corrí al establo a buscarlo, subí por la escalera al pajar. Cuando llegué arriba, encontré a Michael con una chica. Era Florina. Ambos estaban tendidos en el heno, rodeados de cientos de naranjas.
Boom, boom, booom. La percusión recorría mi cuerpo y mi cabeza palpitaba al unísono. Un aroma dulzón asaltó mi nariz.
¿Dónde estaba?
Abrí los ojos. El mundo se combaba en un ángulo en un lugar apenas iluminado.
Estaba tumbada de lado, en el suelo. Apoyé la palma de la mano para incorporarme y sentí una viscosidad repugnante. Me olí la mano: piña.
Destellos de lásers hendían la oscuridad de aquel espacio. En los momentos de luz, vi atisbos de personas intentando escapar, agitando sus manos en el aire. Pero seguían en su sitio. Entonces me di cuenta de que sólo estaban bailando al ritmo de la música.
Un par de brillantes zapatos de tacón de charol se me acercaron. Mi oído captó a través del suelo la vibración de cada paso.
La propietaria de los tacones se arrodilló a mi lado.
—¡¿Estás bien?! —gritó.
—No lo sé. —No había tenido tiempo de hacer balance de daños más allá de mi dolorida cabeza.
—¿Qué?
—¡No estoy segura! —vociferé como respuesta. Chillar hizo que me doliera la cabeza.
—Aúpa. —Me ayudó a levantarme tirándome del brazo.
Tenía mi edad y llevaba una media melena cuadrada que le cubría un ojo. Su vestido brillante era tan corto que podía haber sido una blusa. Quizá lo era. Me condujo a un rincón de la sala, a un sitio donde la música no estaba tan alta.
—¿Dónde estoy? —le pregunté, tocándome la sien. Estaba muy confusa.
—En el Club Runa. —Me miró desconcertada—. ¿No te acuerdas?
Negué con la cabeza.
—¿Cómo he llegado aquí?
Rió tontamente.
—Oh, estás borracha. Será mejor que te traiga un poco de cafeína.
—No, no te vayas. —¿Estaba borracha o había algo más? El pánico ascendió por mi garganta y la agarré del brazo como si fuera un salvavidas—. Por favor, yo…
—Vamos a buscarte una silla.
Me sostuvo mientras me movía renqueante por la sala, subida a mis tacones.
Bajé los ojos y vi que también llevaba un vestido, una corta túnica metálica.
Resultaba fresca al contacto con mi piel. Un bolso de noche colgaba de mi hombro.
Y mis zapatos, también de tacón, eran algo que sólo había visto llevar a las estrellas, en las Páginas.
Se paró delante de un sofá de terciopelo que estaba junto a la pared y me ayudó a sentarme. Era blando. Hacía tanto tiempo que no me sentaba en algo tan cómodo que había olvidado qué se sentía.
La música se detuvo. Había visto discotecas en los holos, tiempo atrás, cuando mis padres estaban vivos, pero nunca había estado en una. Ni siquiera sabía que aún existieran, en especial las que eran para adolescentes. ¿Era esto lo que los starters privilegiados hacían?
—Ya tienes mejor aspecto —sonrió.
La luz de neón azul del bar se derramaba sobre el sofá. Incluso bajo la poco favorecedora luz era impresionante.
—Eres nueva en esto, ¿verdad? —preguntó.
—¿Qué?
—Perdona, no me he presentado. Soy Madison.
—Callie.
—Qué nombre más cuco. ¿Te gusta?
—Supongo. —Me encogí de hombros.
—A mí también me gusta el mío. Encantada de conocerte, Callie. —Me tendió la mano. Fue raro, pero se la estreché—. Bueno, pues como iba diciendo, ésta es tu primera vez, ¿no?
—Mi primera vez aquí —asentí.
Lo último que recordaba era que me estaban anestesiando en el banco de cuerpos. Debería haber despertado allí. ¿Qué podía haber pasado? Estaba al borde del pánico, pero tuve bastante sentido común para recordar que se suponía que no debía hablar del banco de cuerpos. Tenía que actuar como si aquél fuera mi sitio.
—Un vestido muy mono —dijo Madison, palpando el tejido de mi traje—. Es tan divertido poder llevar estas cositas de nuevo… ¿no te parece? Y venir a sitios como éste. Desde luego es mejor que estar sentada en una mecedora, tejiendo mientras miras reposiciones el sábado por la noche. —Me guiñó un ojo y me cogió del codo—. A lo mejor en tu caso es el mahjong… ¿o el bridge?
—Sí. —Forcé una sonrisa mientras miraba a mi alrededor. No tenía ni idea de qué estaba hablando.
—Callie, querida, no tienes que fingir conmigo.
Pestañeé.
—Hace falta ser uno para conocer a otro, señorita. Tú has pasado todas las pruebas. —Madison usó sus dedos para contar—. Sin tatuajes, sin
piercings
, sin colores chillones en el pelo… —Entonces me señaló para ilustrar el resto de sus argumentos—. Ropa cara, bonitas joyas, buenos modales e impecablemente bella.
¿De mí? ¿Estaba hablando de mí?
—Y, por supuesto, sabemos tanto —me dio una palmadita en el brazo— porque lo hemos vivido.
Mi cerebro estaba confuso, pero estaba empezando a captarlo.
—Vamos, Callie, tú eres una cliente de DP. Eres una arrendataria. Como yo. —Se acercó y percibí un aroma a gardenia.
—¿Tú…?
—¿No encajo en la lista a la perfección? —Hizo un gesto con la mano señalando su propio cuerpo—. Es impecablemente hermoso, este pequeño cuerpo, ¿no crees?
No sabía qué decir. Era una arrendataria. Podía informar de mi caso si sabía que era una donante que, de algún modo, había funcionado mal. Podrían despedirme y no conseguir nunca el dinero para ayudar a Tyler.
—Es genial.
—Vale, lo confieso, esto es el Club Runa, al fin y al cabo. —Abarcó con un gesto el lugar—. Muchos de nosotros venimos aquí, así que eras fácil de detectar.
—¿Hay más como nosotras… aquí? ¿Dónde?
Madison echó una ojeada a la sala.
—Allí. ¿Ves aquel tipo de ahí, el que parece una estrella? Arrendatario. Y allá, ¿esa pelirroja?
—¿Arrendataria?
—Mírala —exageró su acento—. ¿Puede ser más perfecta?
—Pero ¿los otros son adolescentes de verdad?
—Claro que sí.
—¿Y ése? —Señalé a un chico que estaba al otro lado de la sala y que me había llamado la atención. Sujetaba un refresco de soda y estaba hablando con otros dos chicos. Definitivamente, había algo especial en él—. El de la camisa azul y la chaqueta negra. Tiene que ser un arrendatario.
—¿Él? —Madison se cruzó de brazos—. Oh, es mono, desde luego. Pero he hablado antes con él. Puro adolescente, por dentro y por fuera.
No era buena haciendo suposiciones. En mi opinión, era exactamente igual de guapo que los arrendatarios que me había señalado. Quizá más. Volvió la cabeza y miró directamente hacia nosotras. Aparté la mirada.
—Aquí está lleno de adolescentes normales asquerosamente ricos —siguió Madison—. Son fáciles de detectar porque sus provincianos abuelos no dejan que se hagan ninguna operación.
—¿Operación?
—Cirugía. Así que no son tan hermosos como nosotros. Y siempre puedes hacerles la prueba preguntándoles sobre la vida antes de la guerra. Apenas saben nada —rió—. Imagino que no les enseñan historia en sus escuelas privadas Zype.
Sentí que mi corazón se aceleraba. Estaba todo del revés. Tuve que recordarme a mí misma que la impresionante Madison era en realidad una mujer de ciento y pico años.
Y el hecho de que pensara lo mismo respecto a mí era un tremendo error.
—Si te sientes mejor, Callie, necesito urgentemente tomar una copa. Algo con un nombre largo, travieso.
—¿Te la servirán?
—Cariño, este club es totalmente privado. Todo secretísimo, justo igual que el banco de cuerpos. —Me dio una palmadita en el brazo—. No te preocupes, corazón, estaré aquí mismo.
Se levantó grácilmente del sofá. Apoyé los codos en las rodillas y me sostuve la frente entre las manos. Quería que el mundo dejara de dar vueltas. Pero cuanto más intentaba entender todo aquello, peor iba. Me dolía la cabeza. ¿Por qué había despertado en una discoteca en vez de en el banco de cuerpos? ¿Qué había pasado?
Las otras veces, todo había ido muy bien. Me iban a pagar, iba a conseguirle a Tyler un lugar cálido donde dormir, un hogar de verdad. Y ahora esto.
Entonces oí una voz.
¿Hola?
Alcé la cabeza. No era Madison. Estaba en el otro lado de la sala, de pie en la barra. Miré detrás de mí. No había nadie cerca.
¿Lo había imaginado?
¿Puedes… oírme?
No, era real, la voz estaba…
Dentro. De. Mi. Cabeza.
¿Estaba alucinando? Mi corazón se desbocó. Quizá Madison tenía razón y estaba borracha, o quizá me había dado un golpe en la cabeza al caer. Algo estaba muy mal.
Empecé a hiperventilar.
La voz parecía femenina. Contuve el aliento para intentar calmarme y también para oír mejor. El ruido que había en el club ensordecía mi percepción. Me puse los dedos en los oídos e intenté escuchar, pero todo lo que capté fue el latido de mi propio corazón. No podía deshacerme del impacto de haber oído una voz de esta manera.