Taiko (66 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—De modo que sois vos. Espero que disculpéis la rudeza de mis subordinados. Lo que he oído hace poco me ha sorprendido tanto que me he apresurado a venir a vuestro encuentro.

—No he dicho mi nombre ni mi provincia natal... ¿Cómo habéis sabido, pues, quién soy?

—Habéis hablado de cierta dama, creo que vuestra sobrina, que lleva cierto tiempo en el servicio doméstico de Su Señoría. Cuando me informaron de este detalle, supuse que erais vos. Creo qué vuestra sobrina es la señora Hagiji, la cual sirve a la esposa del señor Nobunaga desde que la acompañó desde Mino a Owari.

—¡En efecto! Me impresiona vuestro conocimiento de tales detalles.

—Es cosa de mi trabajo. Por sistema comprobamos los datos como la provincia natal, el linaje y los familiares de todo el mundo, desde las camareras veteranas hasta las sirvientas.

—Eso es muy juicioso.

—También hemos examinado los datos familiares de la señora Hagiji. Cuando murió el señor Dosan, uno de sus tíos huyó de Mino y desapareció. Siempre habla entristecida con Su Señoría de cierto Mitsuhide del castillo de Akechi. Esa información ha llegado a mis oídos, y por ello cuando mis subordinados me hablaron de vuestro aspecto y edad y me dijeron que habíais deambulado media jornada por la ciudad, até cabos y supuse que erais vos.

—Debo felicitaros por vuestra facultad de deducción —dijo Mitsuhide con una sonrisa distendida.

Yoshinari irradiaba satisfacción. En un tono más formal, preguntó a su interlocutor:

—Pero decidme, señor Mitsuhide, ¿qué asunto os trae a un lugar tan alejado de Echizen?

Mitsuhide adoptó una expresión grave y se apresuró a bajar la voz.

—¿Hay alguien más aquí? —inquirió mirando hacia la puerta corredera.

—No debéis preocuparos, pues he despedido a la servidumbre. El hombre que está al otro lado de la puerta es mi servidor de máxima confianza, y aparte de un hombre que monta guardia en la entrada del corredor, no hay nadie más.

—La cuestión es que me han confiado dos cartas para el señor Nobunaga, una del shogun Yoshiaki y la otra del señor Hosokawa Fujitaka.

—¡Del shogun!

—Es preciso mantenerlo en secreto a toda costa, de modo que no llegue a conocimiento del clan Asakura. Así pues, podéis imaginaros lo difícil que ha sido llegar hasta aquí.

El año anterior, el shogun Yoshiteru había sido asesinado por su subgobernador general, Miyoshi Nagayoshi, y el servidor de Miyoshi, Matsunaga Hisahide, que había usurpado la autoridad del shogun. Yoshiteru tenía dos hermanos más jóvenes. El mayor, abad de un templo budista, fue asesinado por los rebeldes. El hermano menor, Yoshiaki, que entonces era monje en Nara, se dio cuenta del peligro que corría y escapó con la ayuda de Hosokawa Fujitaka. Permaneció algún tiempo escondido en Omi, renunció al sacerdocio y recibió el título de decimocuarto shogun a los veintiséis años de edad.

Entonces el «shogun errante» abordó a los Wada, los Sasaki y varios otros clanes en busca de ayuda. Desde el mismo principio, su plan no consistía en vivir de la caridad ajena, sino que se proponía derrotar a los asesinos de su hermano y restaurar el cargo y la autoridad de su familia. Para ello apeló al auxilio de clanes distantes.

Sin embargo, éste era un asunto de gran importancia que implicaba a la nación entera, porque Miyoshi y Matsunaga se habían apoderado del gobierno central. Aunque Yoshiaki era el shogun nominal, en realidad no era más que un exiliado indigente. No tenía dinero y mucho menos un ejército propio. Tampoco era especialmente popular entre la población.

Mitsuhide habló de los acontecimientos desde la llegada de Yoshiaki al castillo de Asakura Yoshikage en Echizen. En aquella época había un hombre desafortunado al servicio de los Asakura, el cual no había sido admitido con todos los atributos de servidor del clan. Se trataba de él, Akechi Mitsuhide. Allí fue donde Mitsuhide vio por primera vez a Hosokawa Fujitaka.

—La historia es un poco larga —siguió diciendo Mitsuhide—, pero si me hacéis el favor de escucharme, os pediré que se la contéis con detalle al señor Nobunaga. Naturalmente, debo entregarle en persona la carta del shogun.

Entonces, a fin de aclarar su propia situación, habló de los acontecimientos ocurridos desde la época en que abandonó el castillo de Akechi y huyó desde Mino a Echizen. Durante más de diez años, Mitsuhide saboreó las penalidades del mundo. De naturaleza intelectual, le atraían fácilmente los libros y la erudición. Daba gracias por los reveses que había sufrido. El tiempo de su errabundeo, el período de su aflicción, había sido ciertamente largo. El castillo de Akechi fue destruido durante la guerra civil en Mino, y sólo él y su primo, Mitsuharu, huyeron a Echizen. En los años transcurridos desde que Mitsuhide se perdió de vista, había vivido como un ronin, ganándose a duras penas la vida con sus clases de lectura y escritura a los niños campesinos.

Su único deseo era encontrar un señor al que pudiera servir sin reservas y una buena oportunidad. Mientras buscaba la manera de salir de nuevo al mundo, Mitsuhide estudió el espíritu marcial, la economía y los castillos de diversas provincias con la minuciosidad de un estratega militar, preparándose para el futuro.

Viajó extensamente y visitó todas las provincias del Japón occidental. Tenía una buena razón para ello. El oeste siempre había sido la primera región en recibir las innovaciones extranjeras, y lo más probable era que fuese allí donde conseguiría nuevos conocimientos sobre el tema en que se había especializado, las armas de fuego. Su conocimiento de la artillería ocasionó diversos episodios en las provincias occidentales. Un servidor del clan Mori, llamado Katsura, detuvo a Mitsuhide en la ciudad de Yamaguchi, por sospechoso de espionaje. En esa ocasión habló abiertamente de sus orígenes, su situación y sus esperanzas, e incluso reveló sus evaluaciones de las provincias vecinas.

Mientras interrogaba a Mitsuhide, Katsura se quedó tan impresionado por la profundidad de su conocimiento que más tarde recomendó al viajero a su señor, Mori Motonari: «Creo que su talento es claramente insólito. Si le empleásemos aquí, estoy seguro de que más adelante lograría algo».

La búsqueda de hombres con talento era la misma por doquier. Ciertamente, los hombres que abandonaban sus hogares y servían a otras provincias acabarían algún día como los enemigos de sus antiguos señores. En cuanto Motonari oyó hablar de Mitsuhide, quiso verle y un día Mitsuhide fue convocado al castillo de Motonari. Al día siguiente Katsura se entrevistó a solas con Motonari y le preguntó qué opinión se había formado sobre su invitado.

—Como has dicho, hay muy pocos hombres de talento. Deberíamos darle algún dinero, unas ropas y despedirle cortésmente.

—Sí, pero ¿no os ha impresionado en algún aspecto?

—En efecto. Hay dos clases de grandes hombres: los que son realmente grandes y los malvados. Ahora bien, si un malvado es también un hombre culto, lo más probable es que cause su propia ruina y perjudique a su señor. Hay algo sospechoso en el aspecto de ese hombre. Cuando habla con tanta compostura y claridad en los ojos tiene un encanto muy persuasivo. Sí, es francamente cautivador, pero prefiero la flema de nuestros guerreros de las provincias occidentales. Si colocara a ese hombre en medio de mis guerreros, destacaría como una grulla en un corral de pollos. Sólo por esa razón le pondría reparos.

Así pues, Mitsuhide no fue aceptado por el clan Mori. Entonces viajó por Hizen y Higo y visitó los dominios del clan Otomo. Cruzó el mar Interior hasta la isla de Shikoku, donde estudió las artes marciales del clan Chosokabe.

Cuando Mitsuhide regresó a su hogar en Echizen, se encontró con que su esposa había enfermado y muerto, su primo, Mitsuharu, había entrado al servicio de otro clan y, al cabo de seis años, su situación no había mejorado. Aún no podía ver un rayo de luz en el camino que tenía por delante.

En esas circunstancias difíciles, Mitsuhide visitó a Ena, el abad del templo Shonen de Echizen. Alquiló una casa delante del templo y empezó a enseñar a los niños del vecindario. Desde el principio, Mitsuhide no consideró la enseñanza como la principal actividad de su vida. Al cabo de un par de años se había familiarizado con la administración y los problemas de la provincia.

Durante este periodo la región sufría a menudo disturbios a causa de las sublevaciones de los monjes guerreros pertenecientes a la secta Ikko. Cierta vez, cuando las tropas de Asakura invernaban en el campo durante una campaña contra los monjes guerreros, Mitsuhide le hizo a Ena el siguiente planteamiento:

—Es sólo mi humilde idea, pero me gustaría presentar una estrategia al clan Asakura. ¿Quién crees que es la persona más adecuada a quien dirigirme?

Ena comprendió de inmediato lo que pensaba Mitsuhide.

—El hombre que probablemente te prestará más atención es Asakura Kageyuki.

Mitsuhide confió la escuela del templo a Ena y se dirigió al campamento de Asakura Kageyuki. Como carecía de intermediario, entró en el campamento sin ningún valedor, con su plan escrito en una hoja de papel. Le detuvieron, no supo si el plan había sido entregado a Kageyuki y no tuvo ninguna noticia durante dos meses. Aunque estaba preso, Mitsuhide dedujo por los movimientos en el campamento y la moral de las tropas que Kageyuki estaba llevando a cabo su plan.

Al principio, Kageyuki había sospechado de Mitsuhide, por cuyo motivo ordenó su detención, pero como no había manera de salir del punto muerto en que se encontraba la lucha, decidió poner a prueba el plan de Mitsuhide. Cuando por fin los dos hombres se reunieron, Kageyuki alabó a Mitsuhide como a un guerrero con un amplio conocimiento de los clásicos y de las artes marciales. Le dio libertad de movimientos y de vez en cuando le convocaba. Parecía, sin embargo, que no iba a conceder tan fácilmente a Mitsuhide la categoría de servidor, y por ello un día Mitsuhide habló enérgicamente, aunque no era nada inclinado a la jactancia:

—Si me prestáis un arma de fuego, derribaré al general del enemigo en medio de su campamento.

—Puedes coger una —le dijo Kageyuki, pero seguía abrigando algunas dudas y encargó secretamente a un hombre que vigilara a Mitsuhide.

Era aquélla una época en la que, incluso para el rico clan Asakura, una sola arma de fuego era en extremo preciosa. Agradeciéndole el favor, Mitsuhide cogió el arma, se mezcló con las tropas y se dirigió al frente. Cuando comenzó la lucha, desapareció detrás de las líneas enemigas.

Más tarde, al enterarse de su desaparición, Kageyuki quiso saber por qué el hombre encargado de vigilar a Mitsuhide no le había disparado por la espalda.

—Tal vez, después de todo, era un espía enemigo y quería sondear nuestras condiciones internas.

Pero pocos días después llegó la noticia de que el general enemigo había sido abatido con arma de fuego por un atacante desconocido cuando inspeccionaba el frente de batalla. Se decía que la repentina confusión había hecho mella en la moral del enemigo.

Mitsuhide no tardó en regresar al campamento. Cuando se presentó ante Kageyuki, se apresuró a preguntarle:

—¿Por qué no habéis convocado a todo el ejército para derrotar al enemigo? ¿Os consideráis un general cuando dejáis pasar una oportunidad como ésta con los brazos cruzados?

Mitsuhide había hecho lo prometido: había ido al territorio enemigo, disparado contra el general y regresado.

Cuando Asakura Kageyuki volvió al castillo de Ichijogadani, le contó el incidente a Asakura Yoshikage. Éste quiso ver a Mitsuhide y le pidió que le sirviera. Más tarde ordenó que colocaran una diana en los terrenos del castillo y pidió una demostración. Aunque Mitsuhide no era un tirador sobresaliente, demostró su habilidad alcanzando el blanco con sesenta y ocho del centenar de proyectiles disparados.

Entonces destinaron a Mitsuhide una residencia en la ciudad fortificada y un estipendio de mil kan. Instruía a un centenar de hijos de servidores y, además, volvió a organizar un regimiento de mosqueteros. Mitsuhide estaba tan agradecido a Yoshikage por haberle rescatado de la adversidad que durante varios años trabajó incansablemente con la única intención de resarcirle por los beneficios de que gozaba y su buena suerte.

Sin embargo, tal entrega acabó por provocar la oposición de sus iguales, los cuales le acusaron de engreimiento y de darse aires intelectuales. Fuera cual fuese el tema de conversación o la actividad, su refinamiento e inteligencia se ponían ostentosamente de manifiesto.

Esta actitud no sentaba bien a los servidores del clan provincial, quienes empezaron a quejarse de él.

—Es un presuntuoso redomado.

—No es más que un fachenda.

Naturalmente, estas quejas llegaron a oídos de Yoshikage. El trabajo de Mitsuhide también empezó a resentirse. Frío por naturaleza, ahora era blanco de unas miradas igualmente frías. Podría haber sido diferente si Yoshikage le hubiera protegido, pero se lo impedían sus propios servidores. La disputa se planteó en todo el castillo, incluso entre las numerosas concubinas de Yoshikage. Mitsuhide carecía de buenas relaciones y sólo había encontrado un refugio temporal. Estaba en desgracia, pero no podía hacer nada.

Pensó que había cometido un error. Había conseguido que le alimentaran y vistieran, pero ahora lamentaba amargamente su decisión. Tras su apresuramiento por huir de la adversidad, se había equivocado al desembarcar en aquella orilla. Tales eran sus tristes pensamientos después de tan desdichada experiencia. ¡Había desperdiciado su vida entera! Esta depresión pareció afectar a su salud y le salió en la piel una erupción costrosa, enfermedad que, con el tiempo, se agravó. Mitsuhide pidió a Yoshikage que le permitiera ausentarse para ir al pueblo balneario de Yamashiro a fin de curarse.

Mientras estaba allí, unos viajeros le informaron de que los rebeldes habían atacado el palacio de Nijo y asesinado al shogun Yoshiteru. Incluso allí, en las montañas, la gente estaba conmocionada e inquieta.

—Si el shogun ha sido asesinado, el país caerá de nuevo en el caos.

Mitsuhide se preparó para regresar de inmediato a Ichijogadani. La confusión en Kyoto significaba que todo el país se hallaba en el mismo estado, y nada más natural que este acontecimiento tuviera efectos secundarios en las provincias. No había duda de que en aquel mismo momento se estaban llevando a cabo apresurados preparativos.

Mitsuhide se dijo que podía estar mohíno y deprimirse por bagatelas, pero eso sería vergonzoso para un hombre en la flor de la vida. Su enfermedad cutánea había remitido en el balneario, y corrió a presentarse ante su señor. Yoshikage apenas le hizo caso y Mitsuhide se retiró ante la indiferencia de su señor, el cual no volvió a convocarle. En su ausencia le habían despojado del mando del regimiento de mosqueteros y por doquier la atmósfera parecía serle hostil. Ahora que había cesado por completo la confianza que antes depositara en él Yoshikage, Mitsuhide volvía a ser presa de la angustia.

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