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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (10 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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—Exacto. Ése soy.

—Pues no te ha servido de mucho, hoy, con el extraño. —dijo—. Es más, diría que te has acojonado.

Su mirada era desafiante. Yo no le gustaba en absoluto. No confiaba en mí, eso era evidente.

—Tu madre es esa famosa bailarina, ¿no? —añadió mientras la sonrisa volvía a aparecer en su rostro.

Supe que me había investigado y que aquella pregunta tan sólo era para que supiese que tenía poder. Su carácter y su chulería me hacían más fácil conseguir lo que había ido a buscar, aunque no lo convertía en más ético.

—Sí, ésa era mi madre —respondí—. Murió ayer.

Él tragó saliva; su investigación sobre mí no estaba al día. Creo que dijo «lo siento», aunque si lo pronunció fue casi imperceptiblemente. No creo que nunca hubiese pronunciado esas dos palabras en voz alta.

Mi madre siempre me enseñó que no se puede confiar en los que no dicen «lo siento» o «perdón». Creía que estas expresiones debían utilizarse en numerosas ocasiones en la vida y decirlas sin ningún tipo de miedo ni rubor.

Sonó el teléfono del jefe de seguridad. Miró la procedencia de la llamada.

—Estos putos periodistas van a joderlo todo —dijo.

—¿Joder qué…? —pregunté.

Me miró enfurecido.

—No te fíes porque ese extraño sea un adolescente y parezca amigable —dijo—. Yo lo he interrogado y, aunque no tengo ningún don, te digo que ese tipo no es quien dice ser.

—¿Y cómo lo sabes? —indagué.

—Por el dolor. Nadie es capaz de aguantar tanto dolor.

Sacó otro cigarrillo y lo encendió con el anterior, que casi ya no existía. De repente, recordé haber visto marcas de cigarrillos en las fotos giradas de los interrogatorios del extraño. Supe que todas aquellas vejaciones que había observado eran obra del hombre que tenía delante, de su arte para obtener información.

Aún no había puesto el don en marcha, pero lo que veía me asqueaba.

—Y qué importa si proviene de otro planeta —dije, enfurecido y harto—. ¿No tiene derecho a no explicar su procedencia?

Me miró extrañado. Creo que no le gustaron mis palabras. Vi que desearía interrogarme, ansiaba conocer qué sabía yo realmente y de qué había hablado con el extraño cuando las cámaras y los micrófonos se habían apagado. Pero tan sólo pegó un par de caladas a su cigarrillo y me dijo:

—No, no puede.

Jamás pensé que la vida real pudiese parecerse tanto a una película. Llega un extraño y tan sólo deseamos que confiese que lo es y cuáles son sus intenciones.

Aunque no era tan extraño; si tratamos con crueldad a un ilegal que ha entrado en nuestro país, qué no haremos con un ilegal de otro planeta.

—¿Querías algo? —preguntó con ganas de finalizar la conversación.

—No. Buscaba al jefe, pero veo que no está aquí —mentí.

—No, no lo está. Vaya mierda de don que tienes.

Antes de marcharme activé el don. Le miré por primera vez a los ojos y noté cómo me transfería involuntariamente todos sus sentimientos vitales.

Lo malo era horrible. Su vida estaba llena de maldad. Su recuerdo más terrible era el asesinato a sangre fría de un preso en una celda que estaba situada en un sótano húmedo. Pero no se distinguía ni el rostro de la víctima ni supe cuándo ni dónde se había producido. Había degradación, mucho dolor y gritos. Pero no estaba seguro de que aquello fuera un delito que el jefe pudiera utilizar contra él. A lo mejor hasta era legal.

En el otro extremo, noté que su gran pasión era el tiro. Pero era diferente de la felicidad que desprendía mi jefe con su arco. Al tipo de seguridad le encantaba disparar a los animales, sobre todo cuando estaban de espaldas. Le producía una gran felicidad. Curioso concepto de ser feliz.

En la escala positiva vi dos relaciones con dos mujeres que hace muchos años le hicieron vibrar. Las amó con locura hasta que ambas lo abandonaron en dos momentos diferentes de su vida.

De repente, en quinto lugar, hallé el recuerdo que necesitaba el jefe. Algo que no le gustaría que la gente conociera de él. Y ese recuerdo, como siempre, no estaba ni en lo peor ni en lo mejor. Los extremos no sirven, lo fundamental es siempre algo del montón, situado en quinto o sexto lugar.

Me fui. Para él, tan sólo habían pasado unos segundos antes de girarme y dejarle con sus cigarrillos. Aunque en realidad, en aquellos segundos toda su vida había pasado delante de mí.

Entré en el ascensor. Bajé al garaje y miré la hora. Era muy tarde para que un taxi viniese a buscarme, así que le pedí a mi amigo peruano que me llevase al Teatro Español. Aceptó de buen grado.

Los Cranberries sonaron en cuanto subí al coche. Sus dientes brillaron y yo notaba que habían pasado muchas cosas en ese edificio y que la persona que volvía era distinta de la que había llegado.

Es increíble cómo la vida da tantos vuelcos cuando ni tan siquiera lo esperas. Mi madre decía que con tan sólo ver un espectáculo, la vida de uno cambiaba de manera radical.

—¿Es un extraterrestre? —preguntó el peruano en cuanto abandonamos el complejo.

—Sí —contesté.

Era la primera vez que admitía ese hecho, y la verdad era que estaba convencido. Además, me di cuenta de que en aquellos momentos, por primera vez, estaba siguiendo el consejo de alguien de otro planeta. No sabía si tendría razón con la chica, pero sabía que debía comprobarlo.

Mi madre me decía siempre que en el amor y en el sexo cualquier consejo puede ser válido, aunque ella lo decía con otras palabras.

—El amor y el sexo son tan extraños que, seguramente, los extraños tienen la clave de lo que se debe hacer.

Durante el regreso a Santa Ana estaba más inquieto que a la ida. No paraba de mirar el reloj; sabía que no podía llegar tarde.

Expliqué por encima al peruano qué debía hacer en Santa Ana, a qué hora debía llegar y lo animé a pisar el acelerador. Pero él no quiso; argumentó que respetar los límites de velocidad son básicos para evitar accidentes graves. Siempre había ido con él únicamente por dentro del complejo y a treinta por hora.

Me sorprendió su civismo, pero lo respeté.

Le pedí que pusiera la radio; quería saber cómo había evolucionado la noticia.

Bajé la ventanilla. Era una noche muy calurosa y recordé aquel peliculón de
Fuego en el cuerpo
de Lawrence Kasdan. Transcurre durante un verano tan asfixiante que hasta hay un policía que dice: «Hacía tanto calor que la gente pensaba que las leyes no existían, que estaban derretidas y se podían incumplir».

Quitó los Cranberries y las noticias lo inundaron todo. Enseguida vi que el panorama había cambiado radicalmente. Desmentidos oficiales, exageración, falsedades. Todo se estaba desinflando. La cara del peruano era un poema. Ellos estaban haciendo bien su trabajo.

La noticia estaba muriéndose, se estaba quedando sin oxígeno. Mi madre vivió en su vida muchos bulos sobre amantes, sobre su carácter profesional tiránico (aunque eso no fuera falso) y sobre su muerte.

Creo que la mataron cuatro veces en su vida. Ella siempre me decía que aquello la rejuvenecía, que le servía para hacer balance de su vida.

Solía comentar que era como una autopsia en vida. Ella creía mucho en este tipo de autopsia.

Con dieciséis años me habló de las autopsias sexuales.

Me contó que estaría bien que cada cinco años nos practicaran una de estas autopsias.

Que nos quedáramos muy quietos y alguien nos dijera qué parte de nuestro cuerpo no había sido acariciada; cuántos besos habíamos recibido; si había sido más querido una mejilla o una ceja o una oreja o los labios.

Una autopsia en toda regla de nuestro sexo, pero con nosotros vivos, aunque inmóviles.

Ella se lo imaginaba y le gustaba pensar que alguien, tan sólo mirando nuestros dedos, supiese si habían tocado con pasión o simplemente por rutina. Si nuestros ojos habían sido mirados con deseo o nuestra lengua había conocido muchos congéneres.

Además, podríamos saber cuáles fueron nuestros mejores actos sexuales, al igual que en un tronco cortado vemos cuándo soportó grandes lluvias o sequías. Quizá a los diecisiete, a los treinta o a los cuarenta y siete. Quizá siempre en primavera o casi siempre cerca del mar.

¿Cuántos mordiscos, cuántos susurros, cuántos chupetones hemos sentido? Un cómputo de números sobre nuestro sexo, nuestra lujuria, nuestro placer solitario.

Y según ella, lo mejor era que cuando acabase esa autopsia sabríamos que estábamos vivos, que podíamos mejorar y lograr que nos acariciasen, que deseáramos, que amáramos y nos amasen.

Nunca me he hecho una autopsia de este tipo. Me ha dado miedo el resultado.

Hay que tener mucha valentía para escuchar eso de los labios de otra persona, aunque no sé si ni siquiera existe alguien con estas capacidades.

Pero así era mi madre. Volví a pensar en el cuadro sobre el sexo; aún se lo debía, a ella y a mi trilogía incompleta.

Cuando pintaba asiduamente siempre iba a una tiendecita en Valverde con Gran Vía. La regentaba un viejo canadiense que rondaba los noventa años y que me hacía precios especiales.

Hacía ya dos años que no pintaba. Pensé en pasarme. Iba justo de tiempo, pero quizá luego no podría. Si mi jefe y Dani lograban sacar al extraño todo se complicaría.

—¿Puedes pasarte antes por Valverde con Gran Vía? —pregunté al peruano—. Será un instante.

El peruano aceptó de buen grado; casi ni noté el cambio de destino en su conducción.

Pensé en la chica del Español, qué le diría, cómo enfocar ese extraño encuentro sin que ella pensara que estaba loco o que deseaba sexo.

El teléfono me devolvió a la realidad. Era el jefe.

—¿Qué tienes sobre él? —preguntó sin tapujos.

Esperaba que no hiciese falta; no me gustaba ni pronunciarlo. Pedí al conductor que subiese la ventanilla opaca separatoria aunque sabía que él podía escuchar igualmente lo que decía.

—¿Necesitas realmente saberlo? —pregunté ya en la intimidad.

—Ha fallado el plan original y van a trasladarlo a otro complejo. Necesito algo para que nos ayude el vigilante de seguridad principal. ¿Tienes algo?

Lo tenía, pero no me gustaba; tardé varios segundos en responder.

—Marcos, vamos a perderlo —insistió el jefe—. Si no me dices lo que tienes se lo cargarán. La prensa no parará hasta encontrarlo, así que lo destruirán antes de que eso pase.

No quería hacerlo pero no había otra solución.

—Tiene fotos de niñas pequeñas desnudas, de entre dos y cinco años —dije—. Las mira bastante a menudo y las esconde en una carpeta que llama «anexos2», que está dentro de otra carpeta que tiene en el escritorio que se llama «anexos».

No me sentía nada bien. El jefe tampoco dijo nada, tan sólo lo absorbió en silencio.

Colgó justo cuando el coche se detuvo en Valverde con Gran Vía.

Descendí y vi que el cartel de la tienda tal como la recordaba ya no existía. En lugar de la entrañable tiendecita de marcos había ahora una de sueños. Había oído decir que era un negocio en alza.

La gente que había dejado de dormir los echaba de menos. Un amigo de la plaza con el que jugaba cada jueves a póquer me contó que los había probado varias veces. Decía que podías pedir la temática que desearas; entonces, te contaban un sueño mediante una técnica hipnótica, con lo que obtenías algo parecido a soñar.

Qué curioso que la gente acabase añorando soñar. Siempre acabamos apreciando lo que perdemos.

Entré, quizá porque deseaba ver cómo habían transformado aquel local por dentro.

Sólo cruzar la puerta oí el leve sonido de una campanilla. Era la misma que antes; me alegré de que eso se mantuviese. Un sonido conocido me daba la bienvenida.

A los pocos segundos apareció el viejo canadiense. Me sorprendió que me reconociera.

—Vaya, cuánto tiempo —dijo—. ¿Perdiste la inspiración o te perdimos a ti?

Seguidamente me dio un abrazo. Me encantó que no me diese la mano y se saltara el código con un desconocido, aunque en otro tiempo llegó a ser muy cercano.

—Ya no vendemos lienzos —dijo tras el abrazo—. Ahora…

—Sueños sin lienzos —repliqué.

Él rió estruendosamente; su risa continuaba intacta. Hay cosas que el paso de los años no nos arrebata.

—¿Quieres volver a pintar? —preguntó.

—Sí —reconocí sorprendiéndome de mi respuesta—. Me ha venido una vieja idea a la mente y necesita material.

—Es importante tener los elementos cuando llegan las ideas. ¿Duermes?

Sonreí. Le mostré las inyecciones. Tardé en encontrarlas.

—Estoy a punto de dejarlo —puntualicé.

Me ofreció asiento.

No miré la hora, ya que sabía que no tenía tiempo, pero jamás hubiera podido rechazar su amabilidad. Me sirvió un poco de vino en un vaso que había sobre la mesa, como si me esperara. Noté que la silla era reclinatoria y me imaginé que allí se sentaban los clientes para un breve descanso.

Recuerdo que mucha gente pensó que todos los que dejasen de dormir venderían su cama. No pasó; la cama aún tenía muchas funciones en la vida de esa gente: amar, tener sexo, descansar con los ojos abiertos, tumbarse, vivir… Se vendieron más camas que nunca.

—No lo dejes —dijo—. He visto el mal que puede hacer en la gente. Añoran tanto soñar… Añoran tanto que algo rompa su día… No sabes lo frustrante que es después de un día horrible, lleno de lo peor que puedas imaginar, saber que ese día jamás acabará, ni el siguiente, ni el otro. No hay diferencia entre noche y día. El carácter se agria, acabas siendo otro y necesitando desconectar, aunque sólo sea por unas horas. Los que vienen aquí no buscan sueños, buscan tan sólo desaparecer unos instantes de esos días y meses eternos. No lo hagas…

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