Read Todos juntos y muertos Online
Authors: Charlaine Harris
Empecé a correr, recurriendo a mis antiguos días de softball, en los que esprintaba hasta la última base, viéndome obligada a llegar resbalando sobre el terreno. Apunté hacia el parque que había al otro lado de la calle, donde el tráfico se había detenido gracias a los vehículos de emergencia: coches patrulla, ambulancias, bomberos. Había una policía justo frente a mí mirando en otra dirección, indicándole algo a otro compañero.
—¡Al suelo! —grité—. ¡Una bomba! —Y se giró para mirarme al tiempo que la placaba, llevándomela al suelo. Algo me golpeó en el centro de la espalda, y sentí que todo el aire se me escapaba de los pulmones. Nos quedamos allí tendidas durante un largo instante, hasta que me quité de encima y me incorporé con torpeza. Era todo un alivio volver a inhalar, a pesar de que el aire estaba acre por las llamas y el polvo. Puede que la mujer me dijera algo, pero no pude oír nada.
Me volví para mirar el Pyramid of Gizeh.
Partes de la estructura se estaban derrumbando, doblándose sobre sí mismas, proyectando cristales, cemento, acero y madera por todas partes, mientras los muros que habían creado los espacios (las habitaciones, los cuartos de baño y los pasillos) se colapsaban. El derrumbe atrapó a muchos de los cuerpos que ocupaban esos espacios en aquel momento. Ahora todos eran una misma cosa: la estructura, sus partes y sus habitantes.
Aquí y allí aún había partes que se habían mantenido en pie. El piso de los humanos, el entresuelo y el vestíbulo estaban parcialmente intactos, si bien la zona que rodeaba el mostrador de recepción había sido destruida.
Vi una forma que reconocí, un ataúd. La tapa había saltado limpiamente con el impacto de la caída. En cuanto el sol bañó a la criatura que había en su interior, emitió un alarido que se extendió por doquier. Había una placa de yeso cerca, y la empujé sobre el ataúd. Se hizo el silencio en cuanto el sol dejó de quemar a la criatura.
—¡Socorro! —aullé—. ¡Socorro!
Unos cuantos policías se acercaron a mí.
—Aún quedan personas y vampiros vivos —alerté—. Hay que tapar a los vampiros.
—Las personas primero —dijo un fornido veterano.
—Claro —comulgué automáticamente, a pesar de que, mientras lo hacía, no dejaba de pensar que no habían sido los vampiros quienes pusieron las bombas—. Pero si se tapa a los vampiros, podrán aguantar hasta que las ambulancias puedan llevarlos a otra parte.
Aún quedaba una porción de hotel en pie, parte del ala sur. Mirando hacia arriba, vi al señor Cataliades de pie frente a una ventana sin marco ni cristal. De alguna manera, se las había arreglado para llegar a la planta de humanos. Llevaba a cuestas un fardo envuelto en una colcha que se aferraba a su pecho.
—¡Mirad! —grité, para llamar la atención de los bomberos—. ¡Mirad!
Se pusieron inmediatamente en acción al ver a alguien que necesitaba que lo rescatasen. Parecían mucho más animados que ante la idea de rescatar vampiros que probablemente se estuvieran quemando hasta morir bajo el sol, y que fácilmente habrían podido salvarse con tan sólo cubrirlos. Traté de culparles, pero no pude.
Por primera vez, me di cuenta de que varios civiles habían detenido sus coches y se habían apeado para ayudar… o para curiosear. También había gente que gritaba: «¡Dejad que ardan!».
Vi cómo los bomberos subían en una plataforma para rescatar al demonio y su fardo. Entonces me volví para abrirme paso entre los escombros.
Al cabo de un momento, empecé a flaquear. Los gritos de los supervivientes humanos, el humo, el sol enmudecido por una enorme nube de polvo, el ruido de la quejumbrosa estructura, el frenético vocerío de los profesionales del rescate y la maquinaria que empezaba a llegar y funcionar… Me sentía abrumada.
Para entonces, como había robado una de las chaquetas amarillas y uno de los cascos que llevaban todos los del servicio de rescate, pude acercarme lo suficiente para encontrar a dos vampiros entre las ruinas de la zona de recepción, a uno de los cuales conocía. Estaban enterrados entre los desechos de los pisos superiores. Un trozo de madera había sobrevivido para identificar el mostrador. Uno de los vampiros había sufrido graves quemaduras, y no estaba segura de si sobreviviría. El otro vampiro se había ocultado bajo el trozo de madera más grande, y sólo sus pies y manos habían sufrido los efectos del sol. En cuanto grité pidiendo ayuda, ambos fueron cubiertos con mantas.
—Hemos acondicionado un edificio a dos manzanas de aquí; lo estamos usando como depósito para los vampiros —dijo la conductora de ambulancia de piel negra, llevándose al más grave, y deduje que era la misma mujer que se había llevado a Eric y a Pam.
Además de los vampiros, di con Todd Donati aún vivo. Permanecí un rato con él, hasta que llegó un camillero. Cerca de él, encontré a una limpiadora muerta. Había quedado aplastada.
Sentí cómo me inundaba la nariz un olor que no pude desterrar. Era repugnante. Estaba impregnándome los pulmones, y pensé que me pasaría el resto de la vida notándolo. El olor se componía de los materiales del edificio chamuscados, cuerpos abrasados y vampiros en desintegración. Era el olor del odio.
Vi algunas cosas tan horribles que no pude ahondar en ellas en ese momento.
De repente, sentí que no podía seguir buscando a nadie. Necesitaba sentarme. Me dejé caer sobre un montón de tuberías y placas de yeso. Me derrumbé y empecé a llorar. Entonces, todo el montón cayó de lado y aterricé en el suelo, aún llorando.
Miré en el hueco dejado por los escombros caídos.
Bill estaba acurrucado allí, con la mitad del rostro quemado. Aún llevaba la misma ropa que le había visto la noche anterior. Me puse sobre él para taparle del sol, y, con unos labios agrietados y sangrientos, dijo:
—Gracias.
No dejó de sonreír en su estado comatoso.
—¡Dios mío! —chillé—. ¡Ayuda! —grité, y vi que se acercaban dos hombres con una manta.
—Sabía que me encontrarías —dijo Bill, o acaso lo imaginé.
Permanecí arqueada en una extraña posición. No había nada en las cercanías que pudiera cobijarlo como mi cuerpo. El olor me daba ganas de vomitar, pero aguanté. Había aguantado hasta entonces porque había quedado cubierto por accidente.
A pesar de que uno de los bomberos vomitó, lograron cubrirlo y se lo llevaron.
Entonces vi otra figura con chaqueta amarilla recorriendo los escombros que se dirigía a las ambulancias tan deprisa como podía moverse alguien sin romperse una pierna. Sentí un cerebro vivo, y enseguida supe de quién se trataba. Me tambaleé a lo largo de montones de escombros siguiendo la marca mental del hombre al que más deseaba encontrar. Quinn y Frannie yacían medio enterrados bajo un montón de escombros sueltos. Frannie estaba inconsciente y había sangrado por la cabeza, pero ya no lo hacía más. Quinn estaba aturdido, pero recuperaba la consciencia a buen ritmo. Vi que el agua había abierto un camino en la superficie polvorienta de su cara, y supe que el hombre al que había visto corriendo le había dado agua para beber y que volvería con camillas para los dos.
Trató de sonreírme. Caí de rodillas a su lado.
—Puede que tengamos que cambiar nuestros planes, nena —explicó—. Quizá tenga que cuidar de Frannie durante un par de semanas. Nuestra madre no es precisamente Florence Nightingale
[3]
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Intenté no llorar, pero, una vez activados, no era capaz de cerrar mis conductos lacrimales. Ya no sollozaba, pero el torrente era imparable. Qué estupidez.
—Haz lo que tengas que hacer —le dije—. Llámame cuando puedas, ¿vale? —Odio a la gente que dice «¿Vale?» todo el rato, como si necesitasen que les diesen permiso, pero tampoco podía evitar eso—. Estás vivo, es todo lo que importa.
—Gracias a ti —contestó—. Si no hubieras llamado, estaríamos muertos. Puede que ni la alarma de incendios nos hubiese permitido salir de la habitación a tiempo.
Oí un quejido a unos metros, un suspiro en el aire. Quinn lo oyó también. Me arrastré hasta la zona, apartando unos restos de váter y lavabo. Bajo el polvo y los desechos, cubiertos por varias placas de yeso, encontré a Andre, completamente fuera de sí. Una rápida ojeada me reveló que había sufrido varias heridas graves. Pero ninguna de ellas sangraba. Saldría de ésa. Maldita sea.
—Es Andre —le informé a Quinn—. Está herido, pero vivo. —Mi voz sonó torva, y es que así me sentía. Había una buena astilla de madera junto a su pierna, y sentí oscuras tentaciones. Andre suponía una amenaza para mi libre albedrío, para todo aquello que me gustaba de la vida. Pero ese día ya había presenciado demasiada muerte.
Me acuclillé junto a él, odiándolo, pero después de todo… Lo conocía. Eso debería haberme facilitado las cosas, pero no fue así.
Salí trastabillando del pequeño refugio donde se encontraba y corrí como pude de vuelta con Quinn.
—Esos hombres volverán a por nosotros —me dijo, en un tono de voz más fuerte por momentos—. Puedes marcharte.
—¿Quieres que me vaya?
Sus ojos me estaban diciendo algo, pero no era capaz de discernirlo.
—Vale —obedecí, vacilante—. Me iré.
—La ayuda viene de camino —señaló dulcemente—. Puede que otros te necesiten.
—Está bien —dije, insegura de cómo tomarme aquello, y me obligué a incorporarme. Había avanzado un par de metros cuando oí que empezaba a moverse. Pero, tras un instante de quietud, seguí adelante.
Me dirigí hacia una gran furgoneta que habían llevado y aparcado junto al centro de rescate. La chaqueta amarilla había sido como un salvoconducto, pero su efecto podría agotarse en cualquier momento. Alguien se daría cuenta de que llevaba unas chanclas y que se estaban rompiendo. No estaban hechas para recorrer escombros. Una mujer me dio una botella de agua de la furgoneta y la abrí con manos temblorosas. Bebí sin parar, y lo que no me bebí me lo eché en la cara y las manos. A pesar del aire frío, la sensación fue maravillosa.
Para entonces, dos (o cuatro, o seis) horas debían de haber transcurrido desde la explosión. Habían llegado nuevos equipos de rescate con equipo, material y mantas. Buscaba en derredor a alguien con aspecto de autoridad con la intención de averiguar adonde habían llevado a los humanos supervivientes, cuando una voz me habló en la cabeza.
«¿Sookie?»
«¡Barry!»
«¿Cómo te encuentras?»
«Magullada, pero nada grave. ¿Y tú?»
«Igual. Cecile ha muerto.»
«Lo siento mucho.» No se me ocurría qué más decir.
«He pensado que sí hay algo que podemos hacer.»
«¿Qué?» Probablemente no sonaba muy interesada.
«Podemos encontrar personas vivas. Lo haremos mejor juntos.»
«Eso he estado haciendo», le expliqué. «Pero tienes razón. Juntos seremos más eficaces.» Al mismo tiempo, estaba tan cansada que algo en mi interior crujió ante la idea de hacer más esfuerzos. «Claro que sí», dije.
Si aquel montón de escombros hubiera sido tan espantosamente grande como el de las Torres Gemelas, no habríamos sido capaces de hacer nada. Pero el escenario era más pequeño y estaba más contenido. Si nos las arreglásemos para que alguien nos creyese, tendríamos alguna oportunidad.
Encontré a Barry cerca del centro de rescate y lo cogí de la mugrienta mano. Era más joven que yo, pero en ese momento no lo parecía, y pensé que no volvería a parecerlo. Cuando recorrí con la mirada la fila de cuerpos dispuesta sobre el césped del parque, vi a Cecile, y a la que podía ser la limpiadora a la que había abordado en el pasillo. Había unos cuantos bultos descascarillados, con aspecto vagamente humano que probablemente fuesen vampiros en descomposición. Era posible que conociese a alguno de ellos, pero resultaba imposible de decir.
Toda humillación era un peaje nimio, si con ella podíamos salvar alguna vida. Así que Barry y yo nos dispusimos a ser humillados y escarnecidos.
Al principio nos costó que alguien nos escuchara. Los profesionales no dejaban de remitirnos al centro de víctimas o a alguna ambulancia que había estacionada en las cercanías para llevar a los supervivientes a los hospitales de Rhodes.
Finalmente, me encontré frente a un hombre delgado, de pelo canoso, que me escuchó sin esbozar expresión alguna.
—Yo tampoco pensé que jamás rescataría vampiros —dijo, como si aquello explicase su decisión, y puede que así fuera—. Llevaos a estos dos hombres y mostradles de lo que sois capaces. Tenéis quince minutos de su valioso tiempo. Si lo malgastáis, es posible que alguien muera.
Barry era quien había tenido la idea, pero ahora parecía querer que yo hablase por los dos. Su rostro estaba ennegrecido por manchas de hollín. Tuvimos una conversación secreta sobre la mejor forma de proceder, al final de la cual me volví hacia los bomberos y les informé:
—Tenemos que subir a una de esas plataformas.
Asombrosamente, nos hicieron caso sin rechistar. Nos elevaron sobre los escombros. Sí, sabíamos que era peligroso. Y sí, estábamos listos para asumir las consecuencias. Aún agarrados de la mano, Barry y yo cerramos los ojos y «buscamos» proyectando nuestras mentes al mundo exterior.
—Movednos hacia la izquierda —pedí, y el bombero que nos acompañaba en la plataforma hizo un gesto al compañero que estaba en la cabina—. Sígueme —dije, y él me miró—. Para —ordené, y la plataforma se detuvo. Volvimos a escrutar—. Justo debajo —indiqué—. Justo aquí debajo. Es una mujer que se llama no sé qué Santiago.
Al cabo de unos minutos, un rugido se hizo sentir. La habían encontrado con vida.
Nos volvimos muy populares después de aquello, y nadie nos preguntó cómo éramos capaces de hacer eso, siempre que siguiésemos con el buen trabajo. La gente dedicada al rescate se centra en eso, rescatar. Estaban trayendo perros e introduciendo micrófonos, pero Barry y yo éramos más rápidos y ágiles que los perros, y más precisos que los micrófonos. Encontramos a otras cuatro personas, vivas, y a un hombre que murió antes de que pudieran llegar a él, un camarero llamado Art que amaba a su mujer y sufrió terriblemente hasta el final. El caso de Art fue especialmente desolador, ya que intentaron sacarlo por todos los medios, y tuve que decirles que ya de nada serviría. Por supuesto, no me hicieron caso; siguieron excavando, pero estaba muerto. Para entonces, los equipos de rescate estaban particularmente emocionados con nuestras habilidades, y quisieron que trabajásemos toda la noche, pero Barry estaba que se caía y yo no me sentía mucho mejor. Y lo peor era que ya estaba anocheciendo.