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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (35 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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«Sí, y no lo consiguió.»

¿Qué podía haber sido tan importante como para sacar a Jake de sus horas de sueño? Me incorporé, pensando a toda prisa. Jamás había oído hablar de un vampiro que no supiera instintivamente que el amanecer estaba cerca. Pensé en la conversación que tuve con Jake y en los dos hombres que vi que abandonaban su habitación.

—Cabrón —dije, apretando los dientes, y propinándole una patada con todas mis fuerzas.

—¡Por Dios, Sookie! —Barry me cogió del brazo, horrorizado. Pero en ese momento percibió las imágenes de mi mente.

—Tenemos que encontrar al señor Cataliades y a Diantha —aseguré—. Pueden despertarse, no son vampiros.

—Iré a por Cecile. Es mi compañera de habitación y es humana —añadió él, y los dos partimos en direcciones opuestas, dejando a Jake como estaba. Era todo lo que podíamos hacer.

Volvimos a reunimos a los cinco minutos. Fue sorprendentemente fácil despertar al señor Cataliades, y Diantha compartía la habitación con él. Cecile demostró ser una joven de gran compostura, y cuando Barry me la presentó, no me extrañó que fuese la nueva asistente ejecutiva del rey.

Fui una necia al descartar, aunque sólo fuese por un minuto, las advertencias de Clovache. Estaba tan enfada conmigo misma que me costaba un mundo estar en mi propia piel. Pero eso tenía que esperar. Era momento de actuar.

—Escuchad lo que pienso —dije. Había estado atando cabos mentalmente—. Algunos de los camareros nos han estado evitando a Barry y a mí en los dos últimos días, tan pronto como descubrieron quiénes éramos.

Barry asintió. Él también se había dado cuenta. Parecía extrañamente culpable, pero eso tendría que esperar.

—Saben lo que somos. Creo que no quieren que sepamos lo que están a punto de hacer. También creo que debe de ser algo muy gordo. Y Jake Purifoy estaba envuelto.

El señor Cataliades había parecido levemente aburrido, pero en ese momento una seria sensación de alarma afloró en su expresión. Los grandes ojos de Diantha se pasearon por las caras de todos.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Cecile, que ya contaba con muchos puntos en mi lista.

—Son los ataúdes de sobra —expliqué—. Y la maleta azul en la suite de la reina. Barry, a ti también te pidieron que subieras una maleta, ¿no es así? Y no era de nadie, ¿verdad?

—Así es —admitió Barry—. Sigue en el recibidor de la suite del rey, ya que todo el mundo pasa por allí. Pensamos que así sería más fácil que su propietario la reclamara. Pensaba devolverla al departamento de equipajes hoy mismo.

—La que yo fui a recoger está en el salón de la suite de la reina —señalé—. Creo que el responsable era Joe, el gerente de la zona de equipajes y entregas. Es el que llamó para que alguien bajara. Nadie más parecía saber nada al respecto.

—¿Quieres decir que las maletas van a explotar? —dijo Diantha con su voz tranquila—. ¿Y los ataúdes sin dueño del sótano también? ¡Si estallan en el sótano, el edificio se derrumbará! —Jamás pensé que Diantha pudiera sonar tan humana.

—Tenemos que despertarlos —expresé—. Tenemos que sacarlos de aquí.

—El edificio está a punto de estallar —insinuó Barry, mientras procesaba la idea.

—Los vampiros no se despertarán —avisó la práctica Cecile—. No pueden.

—¡Quinn! —salté. Eran tantas las cosas que se me estaban pasando por la mente que me quedé anclada en el sitio. Saqué el móvil de mi bolsillo, pulsé el número de marcación rápida y oí su murmullo al otro lado de la línea.

—Sal de aquí —le advertí—. Coge a tu hermana y salid de aquí. Va a haber una explosión. —Apenas esperé a notar el aumento de su alerta antes de colgar.

—También tenemos que salvarnos nosotros —estaba diciendo Barry.

Me pareció brillante que Cecile corriera hasta el fondo del pasillo y activara una de las alarmas de incendio. El sonido casi nos dejó sordos, pero el efecto fue perfecto entre los humanos que dormían en esa planta. En apenas segundos, empezaron a salir de sus habitaciones.

—Tomen las escaleras —les dirigió Cecile, y siguieron sus instrucciones de forma obediente. Me alegró ver la negra cabellera de Carla entre ellos. Pero no vi a Quinn, y eso que era difícil que pasara desapercibido.

—La reina está muy arriba —dijo el señor Cataliades.

—¿Se pueden romper esos paneles de cristal desde el interior? —pregunté.

—Lo hicieron en
Fear Factor
[2]
—observó Barry.

—Podría intentarse deslizar los ataúdes.

—Se romperían con el impacto —objetó Cecile.

—Pero los vampiros sobrevivirían a la explosión —indiqué

—Para arder bajo el sol —avisó el señor Cataliades—. Diantha y yo subiremos e intentaremos sacar a la comitiva de la reina, envueltos en sábanas. Nos los llevaremos… —me miró desesperadamente.

—¡Ambulancias! ¡Llamad al 911 ahora mismo! ¡Quizá sepan de un lugar seguro para llevarlos!

Diantha llamó al 911 desde la incoherencia y la desesperación de una explosión que aún no se había producido.

—El edificio está ardiendo —anunció, lo cual era una verdad futurible.

—Adelante —le dije al demonio, que emprendió la carrera hacia la suite de la reina—. Y tú intenta sacar a tu grupo —le pedí a Barry, quien, acompañado de Cecile, enfiló un ascensor que podría dejar de funcionar en cualquier momento.

Hice todo lo que pude por sacar a los humanos. Cataliades y Diantha podrían encargarse de la reina y de Andre. ¡Eric y Pam! Sabía dónde se encontraba la habitación de Eric, a Dios gracias. Fui por las escaleras. Me crucé con un grupo mientras subía: las dos Britlingens, cada una con su propia mochila, y ambas cargando con un gran fardo enrollado. Clovache llevaba los pies y Batanya la cabeza. No cabía duda de que se trataba del rey de Kentucky y que estaban cumpliendo con su deber. Ambas me saludaron con la cabeza mientras me apartaba contra la pared para dejarlas pasar. Quizá no estuvieran tan tranquilas como quien se va de paseo, pero lo parecían.

—¿Fuiste tú quien activó la alarma? —preguntó Batanya—. Sea lo que sea lo que trama la Hermandad, ¿será hoy?

—Sí—dije.

—Gracias. Nos vamos, y tú deberías hacer lo mismo —me aconsejó Clovache.

—Volveremos a nuestro sitio cuando lo dejemos a salvo —dijo Batanya—. Adiós.

—Buena suerte —les deseé estúpidamente, antes de echarme a correr escaleras arriba, como si me hubiera estado entrenando para ello. Como resultado, resoplaba como un fuelle cuando llegué a la novena planta. Vi a una solitaria mujer de la limpieza empujando un carro por un largo pasillo. Corrí hacia ella, asustándola más de lo que ya lo había hecho la alarma de incendios.

—Déme su llave maestra —le supliqué.

—¡No! —se negó. Era una hispana de mediana edad, y no estaba dispuesta a ceder ante tan alocada petición—. Me despedirán si se la doy.

—Entonces, abra esta puerta —indiqué la de Eric— y salga de aquí. —Estaba segura de tener el aspecto de una mujer desesperada, y así me sentía—. Este edificio va a estallar en cualquier momento.

Me cedió la llave y corrió por el pasillo hasta el ascensor. Maldita sea.

Y entonces comenzaron las explosiones. Noté el eco de un temblor lejos, bajo mis pies, seguido de una poderosa explosión, como si alguna gigantesca criatura de los mares pretendiera emerger. Me eché sobre la puerta de Eric, introduje la tarjeta llave de plástico en la ranura y abrí la puerta envuelta en un instante de profundo silencio. La habitación estaba inundada de oscuridad.

—¡Eric, Pam! —aullé. Me precipité en busca de un interruptor de la luz en el manto de negrura mientras sentía que el edificio se tambaleaba. Una de las cargas superiores, al menos, había estallado. ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda! Pero logré encender la luz, para comprobar que Pam y Eric se habían acostado en las camas, no en los ataúdes—. ¡Despertad! —dije, zarandeando a Pam, ya que la tenía más cerca. No se movió lo más mínimo. Era exactamente como zarandear una muñeca rellena de serrín—. ¡Eric! —le grité al oído.

Con eso conseguí una mínima reacción; era mucho más antiguo que Pam. Sus ojos se abrieron un poco y trató de enfocarlos.

—¿Qué? —dijo.

—¡Tenéis que despertaros! ¡Vamos! ¡Tenéis que salir de aquí!

—El sol —susurró, y empezó voltearse.

Lo abofeteé con más fuerza de la que jamás he empleado para pegar a nadie.

—¡Despierta! —grité, hasta que casi perdí la voz. Por fin, Eric se estiró y consiguió sentarse. Llevaba puestos unos pantalones de pijama de seda negra, gracias a Dios. Vi que su capa ceremonial negra reposaba sobre su ataúd. Aún no se la había devuelto a Quinn. Menuda suerte. Lo tapé con ella y se la até al cuello. Le cubrí la cara con la capucha—. ¡Tápate la cabeza! —le ordené, justo cuando sonó otro estallido sobre mi cabeza. Reventaron los cristales, seguidos de numerosos gritos.

Eric se hubiese echado a dormir otra vez de no habérselo impedido. Al menos lo intentaba. Recordé que Bill logró arrastrarse bajo circunstancias igualmente difíciles, al menos durante unos minutos. Pero a Pam, de la misma edad aproximada que Bill, fue imposible despertarla. Incluso le tiré de su larga melena pálida.

—Tienes que ayudarme a sacar a Pam de aquí —dije finalmente, desesperada—. Eric, tienes que hacerlo. —Se produjo otro estruendo y el piso empezó a dar bandazos. Grité, y los ojos de Eric se abrieron de par en par. Como pudo, se puso en pie. Como si compartiésemos pensamientos, igual que Barry y yo solíamos hacer, bajamos su ataúd del caballete y lo pusimos sobre la moqueta. Luego, lo deslizamos por la superficie acristalada, opaca e inclinada que formaba la fachada del edificio.

Todo lo que nos rodeaba se tambaleó y tembló. Los ojos de Eric estaban un poco más abiertos mientras se concentraba tan intensamente en mantenerse en movimiento, que su fuerza redobló la mía.

—Pam —le dije, tratando de mantenerlo despierto. Abrí el ataúd después de palpar a tientas desesperadamente. Eric se dirigió a su durmiente vampira, caminando como si sus pies se pegaran al suelo con cada paso. Cogió a Pam de los hombros y yo lo hice de los pies, y la levantamos, con manta y todo. El suelo volvió a tambalearse, esta vez con más violencia, y enfilamos el ataúd dando bandazos para depositar a Pam en su interior. Cerré la tapa con el pestillo, a pesar de que parte del camisón de Pam se quedó pillado.

Pensé en Bill, y Rasul también se me cruzó por la cabeza, pero no podía hacer nada. Ya no quedaba tiempo.

—¡Tenemos que romper el cristal! —le grité a Eric. Asintió muy lentamente. Nos arrodillamos para apuntalar el extremo del ataúd y lo empujamos con fuerza hasta que chocó contra el cristal, que se rompió en mil pedazos. Pero permanecieron unidos asombrosamente. El milagro de los cristales de seguridad. Podría haber gritado por la frustración. Necesitábamos un agujero, no una cortina de cristal que acababa de partirse en innumerables pedazos. Nos agachamos aún más, hundiendo los pies en la moqueta, y volvimos a empujar con todas nuestras fuerzas.

¡Al fin! Conseguimos que el ataúd lo atravesara. Arrancamos la ventana de su marco y vimos cómo se deslizaba hacia abajo por la fachada inclinada.

Y Eric vio la luz del sol por primera vez en mil años. Emitió un terrible alarido que me provocó un nudo en las entrañas. Pero al momento siguiente, se arrebujó en su capa. Me agarró de la mano, nos subimos en el ataúd y lo empujamos con los pies. Durante apenas una fracción de segundo, permanecimos en equilibrio, pero luego nos balanceamos hacia delante. En el peor momento de mi vida, salimos por la ventana y empezamos a deslizamos edificio abajo. Corríamos el riesgo de estrellarnos, a menos que…

De repente nos separamos del ataúd, tambaleándonos de alguna manera por el aire mientras Eric me mantenía agarrada con obstinada persistencia.

Exhalé con un profundo alivio. Por supuesto, Eric podía volar.

En medio de ese leve letargo, no es que pudiera volar muy bien. No era el avance suave que había experimentado en otras ocasiones, sino un descenso más en zigzag y a trompicones.

Pero era mucho mejor que una caída libre.

Eric fue capaz de amortiguar lo suficiente la caída para evitar que acabara espachurrada sobre el asfalto. Sin embargo, el ataúd con Pam dentro sufrió un duro aterrizaje, y Pam salió catapultada de los restos de madera para quedar inmóvil, bajo el sol. Sin hacer el menor sonido, empezó a arder. Eric aterrizó sobre ella y utilizó la manta para taparse los dos. Uno de los pies de Pam estaba expuesto y su carne humeaba. Lo tapé.

También oí el ruido de las sirenas. Empecé a hacer señales a la primera ambulancia que vi, y los técnicos sanitarios saltaron fuera enseguida.

Apunté hacia el bulto bajo la manta.

—¡Dos vampiros, sacadlos del sol! —rogué.

Los técnicos sanitarios, dos jóvenes mujeres, intercambiaron miradas de incredulidad.

—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó la de piel negra.

—Llevadlos a algún sótano sin ventanas y decidles a los propietarios que lo mantengan abierto, porque llegarán más.

En lo alto, una explosión más pequeña voló una de las suites. Una de las bombas de las maletas, pensé, preguntándome cuántas nos habría colado Joe. Una cascada de cristales centelleó bajo el sol mientras aún mirábamos hacia arriba, pero unos fragmentos más oscuros seguían a los cristales y las técnicas sanitarias empezaron a moverse como el equipo entrenado que eran. No se dejaron llevar por el pánico, pero no cabía duda de que tenían prisa, y ya estaban debatiendo qué edificio cercano contaba con un sótano adecuado.

—Se lo diremos a todo el mundo —dijo la mujer de piel negra. Pam ya estaba en la ambulancia, y Eric de camino. Su rostro estaba al rojo y el vapor se escapaba de sus labios. Oh, Dios mío.

—¿Qué vas a hacer?

—Tengo que volver ahí dentro —dije.

—Loca —declaró, y se echó en la ambulancia, que no tardó en arrancar.

No paraban de llover cristales, y parte de la planta baja parecía empezar a colapsarse. Quizá se debiera a alguna de las bombas más grandes escondidas en los ataúdes del sótano. Se produjo otra explosión en las inmediaciones de la sexta planta, pero al otro lado de la pirámide.

Tenía los sentidos tan embotados por los ruidos y el panorama, que no me sorprendió ver una maleta azul volando por los aires. El señor Cataliades había conseguido romper la ventana de la reina. De repente me di cuenta de que la maleta estaba intacta, que no había explotado, y que caía directamente hacia mí.

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