Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Él retiró la mano.
—Estás muy molesta estos días —se quejó él.
—¡Oh, sal de detrás mío de una vez!
Pero cuando se separó de ella unos milímetros, Janine se dejó caer para estar cerca de él. Estaba satisfecha de haber conseguido que él la deseara, y estaba bastante segura de que, de suceder algo, pues estaba claro que «algo» iba a suceder, sucedería cuando ella quisiera. Después de casi dos meses con Wan había llegado a quererle, incluso a tenerle confianza, y lo demás podía esperar. Disfrutaba teniéndolo a su lado.
Incluso cuando estaba malhumorado.
—No estás rindiendo al máximo —se quejó.
—¿Rindiendo en qué sentido, por amor de Dios?
—Tendrías que hablar con Tiriy Jim —le respondió severamente—. Él te podría explicar comportamientos más adecuados en lo referente a la reproducción. Yo estoy seguro de estar rindiendo al máximo porque él me ha explicado cuál debe ser mi comportamiento. Claro que en tu caso es distinto. Básicamente lo mejor que puedes hacer es consentir en que copule contigo.
—Sí, eso ya me lo habías dicho. ¿Sabes una cosa, Wan? Hablas demasiado.
Él se calló, perplejo. No podía defenderse de semejante acusación. No comprendía ni tan siquiera por qué ello constituía una acusación. Durante la mayor parte de su vida, la única forma de comunicación había sido hablar. Repasó mentalmente todas las explicaciones de Tiny Jim, y entonces, su expresión se iluminó.
—Comprendo. Lo que quieres es que te bese antes.
—¡No! Ni antes ni después. ¡Y quítame la rodilla de la entrepierna!
La soltó de mala gana.
—Janine —le explicó—, el contacto físico es esencial en el amor. Eso reza para los animales inferiores lo mismo que para nosotros. Los perros se huelen. Los primates se pavonean. Los reptiles se enroscan unos a otros. Hasta los brotes de las rosas crecen cerca de las plantas adultas; al menos, eso dice Tiny Jim, aunque no cree que se trate de una manifestación sexual. Pero vas a quedarte fuera de la competición sexual si no te andas con cuidado, Janine...
Ella se echó a reír.
—¿Ah, sí? ¿Desplazada por quién, por la vieja Henrietta?
Pero al ver que se molestaba, sintió lástima por él, y dijo con la suficiente suavidad:
—¿Sabías —habló mientras se levantaba— que tienes unas cuantas ideas equivocadas? Lo último que deseo, si es que alguna vez llegamos a «copular», como tú dices, es quedarme encinta en un lugar como éste.
—¿Encinta?
—Preñada —le aclaró—. No quedarme fuera de la competición sexual y tener que cargar con una criatura. Oh, Wan —le dijo revolviéndole el cabello—, sigues sin enterarte de nada. Seguro que vamos a copular hasta hartarnos un día de estos, y a lo mejor hasta acabamos casándonos o algo así, y lo de la competición sexual nos importará un bledo. Pero de momento, no eres más que un mocoso, y yo lo mismo. Tú no quieres reproducirte, lo único que quieres es hacer el amor.
—Sí, bueno, eso es cierto, pero Tiny Jim dice...
—¿Pero es que no vas a dejarme en paz con Tiny Jim? —se irguió del todo y le miró un instante, y luego dijo cariñosamente—: Mira, ¿sabes qué? Yo me vuelvo a la sala de los Difuntos. ¿Por qué no vas a leer un rato hasta que se te enfríen los ánimos?
—¡Pareces tonta! —le gritó—. ¡No tengo ni libros ni descifradores!
—¡Por el amor de Dios! ¡Entonces vete a dar una vuelta hasta que se te pase la calentura!
Wan la miró, y después se miró su ropa recién lavada. No había ningún bulto a la vista, pero sí se veía una mancha pálida y creciente de humedad. Sonrió con cara de bobo.
—Me temo que ya no hace falta —dijo.
Cuando volvieron, Paul y Lurvy habían dejado de acunarse amorosamente, pero Janine pudo observar que estaban más tranquilos que de costumbre. Lo que Lurvy pudo detectar en Janine y en Wan era menos tangible. Los miró pensativamente, estuvo a punto de preguntarles qué habían estado haciendo, pero se calló. Paul estaba, a todas luces, mucho más interesado en lo que acababan de descubrir.
—Escuchad esto, muchachos.
Marcó el número de Henrietta, esperó hasta que la voz llorosa balbució un saludo, y le preguntó:
—¿Quién eres?
La voz sonó decidida.
—Soy un análogo computerizado. Mientras estuve viva, era la señora de Arnold Meacham, en misión orbital 74D19. Poseo la licenciatura en Ciencias y la cátedra de la Universidad de Tulane, y el doctorado en Físicas por la Universidad de Pensilvania, y mi especialidad es la astrofísica. Tras veintidós días de viaje llegamos a un artefacto, en el que aterrizamos, a consecuencia de lo cual sus ocupantes nos capturaron. En el momento de mi muerte, tenía treinta y ocho años, dos menos que... —la voz vaciló—, que Doris Filgren, nuestro piloto, la cual... —vaciló de nuevo—. La que... a quien mi marido creo que... con quien tuvo un lío con la cual...
La voz comenzó a sollozar, y Paul la desconectó.
—Bueno, no es mucho, pero al menos ya es algo —dijo—. La pobre Vera le ha conseguido una conexión con el mundo real. Y no solo a ella. ¿Quieres saber cómo se llamaba tu madre, Wan?
El muchacho le miraba con ojos desorbitados.
—¿El nombre de mi madre? —preguntó.
—O de cualquier otro. El de Tiny Jim, por ejemplo. Era un piloto de la flotilla de Venus que marchó a Pórtico, de Pórtico llegó aquí. Su nombre era James Cornwell. Willard era un profesor inglés. Desfalcó el dinero destinado a los estudiantes para pagarse el viaje a Pórtico, y por lo que se ve, le sirvió de bien poco. Su primera misión le trajo aquí. La matriz de Vera en la Tierra escribió un interrogatorio para Vera, y ella lo ha puesto en práctica. ¿Pero qué te pasa, Wan?
El chico se pasó la lengua por los labios.
—¿El nombre de mi madre? —repitió.
—Oh, lo siento —se disculpó Paul, recobrando los modales. No se le había ocurrido pensar que la noticia podía haber afectado los sentimientos del muchacho—. Se llamaba Elfega Zamorra. Pero según parece, no es ninguno de los Difuntos, Wan. No sé por qué. Y tu padre..., bueno, eso resulta curioso. Tu padre real estaba ya muerto cuando ella llegó aquí. El hombre al que te referías como tu padre debe de ser otra persona. No sé quién. ¿Tienes idea?
Wan se encogió de hombros.
—Quiero decir, por qué tu madre o, me imagino que es así como tendrías que llamarle, tu padrasto no están entre los Difuntos.
Wan abrió los brazos sin saber qué decir.
Lurvy se le acercó. ¡Pobre chico! Intentó calmarle pasándole el brazo alrededor, y le dijo:
—Supongo que esto es duro para ti, Wan. Estoy segura de que averiguaremos aún mucho más.
Señaló a la maraña de grabaciones, codificadores y procesadores que llenaba la sala antaño vacía.
—Todo lo que averiguamos lo transmitimos a la Tierra —explicó.
Él la miró con agradecimiento pero sin acabar de comprender, mientras ella trataba de explicarle cómo aquel vasto complejo de computadoras en la Tierra analizaba, comparaba, cifraba e interpretaba cada pequeña muestra del Paraíso Heechee y de la Factoría Alimentaria, sin mencionar, claro está, cualquier otro bit de información que les llegara desde dondequiera que fuese. Hasta que Janine intervino.
—Oh, dejadle en paz. Entiende lo bastante —dijo inteligentemente—. Dejad que lo asimile.
Revolvió la caja de raciones de comida en busca de las cajas verde pizarra, y entonces dejó caer:
—A propósito, ¿por qué está la cosa esa haciéndonos señales?
Paul prestó atención y se arrojó sobre la masa informe de sus aparatos. El monitor conectado a las cámaras portátiles estaba emitiendo un débil cuip-cuip. Maldiciendo en voz baja, le dio la vuelta para que todos lo vieran.
Era la cámara que habían dejado donde los arbustos de bayas, abandonada allí para que grabara pacientemente la inamovible escena y sonar la alarma en cuanto notara el menor movimiento.
Y eso era lo que estaba pasando. Un rostro les miraba ceñudo.
Lurvy sintió un escalofrío de terror.
—Heechee —resolló.
Pero si de ello se trataba, aquel rostro no daba muestras de albergar una inteligencia capaz de colonizar una galaxia. Parecía estar a cuatro patas, mirando la cámara con preocupación, y detrás había cuatro o cinco más como él. El rostro carecía de barbilla. El arco supraciliar se proyectaba hacia adelante desde un cráneo peludo; había más vello en el rostro que en la cabeza. De haber tenido un abultamiento occipital, podría haber sido un gorila. En conjunto, no difería demasiado de la reconstrucción computerizada de la descripción de Wan, pero era de apariencia más cruda, más animalesca. Y sin embargo, no eran animales sin más. Al desplazarse la cabeza hacia un lado, Lurvy pudo ver que los otros, desperdigados en torno al arbusto, llevaban algo que un animal jamás llevaría de forma espontánea. Iban vestidos. Había además indicios de ornamentación en lo que llevaban puesto, motas de color cosidas a sus túnicas, tatuajes o algo parecido en los lugares en que la piel aparecía desnuda, incluso una tira de cuentas de bordes afilados alrededor del cuello de uno de los machos.
—Supongo —dijo Lurvy convulsivamente— que hasta los Heechees degeneran con el tiempo. Y han tenido mucho tiempo para degenerar.
La imagen de la cámara viró vertiginosamente.
—Maldita sea —espetó Paul—. No habrá degenerado tanto cuando ha sido capaz de descubrir la cámara. ¡La ha levantado! ¡Wan! ¿Crees que saben que estamos aquí?
El muchacho se encogió de hombros indiferente.
—Claro que lo saben. Siempre lo saben. Lo que pasa es que no les importa.
La imagen se estabilizó, el Primitivo que la había levantado se la estaba pasando a otro. Wan lo vio y dijo:
—Ya os dije que casi nunca vienen a esta parte de la zona azul. Tampoco van a la roja. Y no hay razón para que vayan a la verde. Allí nada funciona, ni los surtidores de agua ni los descifradores. Casi siempre se quedan en los dorados. Siempre y cuando no se hayan comido todas las bayas y quieran más.
El altavoz del monitor soltó una especie de aullido y la imagen volvió a temblar. Se detuvo momentáneamente en una de las hembras, que se chupaba un dedo; al punto, ésta se acercó funestamente a la cámara, que volvió a dar vueltas hasta quedarse definitivamente en blanco.
—¡Paul! ¿Qué han hecho? —preguntó Lurvy.
—La han roto, me imagino —dijo, mientras intentaba en vano recuperar la imagen—. La pregunta es más bien: ¿Qué hacemos nosotros? ¿No es suficiente ya? ¿No sería hora de ir pensando en volver?
Y en eso estuvo pensando Lurvy. Todos pensaron en ello. Por más solapadamente que se lo preguntaran, Wan insistía tozudamente en que no había de qué tener miedo. Los Primitivos nunca le habían causado problema alguno en los corredores de luz roja. En los verdes no los había visto jamás, aunque a decir verdad, él iba allí bien poco. En los azules, rara vez los había visto. Y, sí, por supuesto que sabían que había gente —los Difuntos le habían asegurado que los Primitivos tenían máquinas que escuchaban, y que a veces veían también, por todas partes; eso cuando no estaban rotas, claro. Simplemente, les traía sin cuidado.
—Si no nos metemos en los corredores dorados, no nos causarán problemas —dijo lleno de optimismo—. A menos que salgan de ellos, claro está.
—Wan —dijo Paul con sorna—, no puedes hacerte una idea de lo tranquilo que me dejas.
Aquella no era sino la manera que tenía el muchacho de decir que las apuestas a su favor eran bastante altas.
—Suelo ir a los corredores dorados para divertirme —dijo con presunción—. También a por libros. Y nunca me han cogido, ¿sabes?
—¿Y qué pasa si a los Primitivos les da por venir aquí a divertirse o a por libros? —preguntó Paul.
—¡A por libros! ¿Y qué diantres iban a hacer ellos con los libros? En todo caso, a por bayas. A veces salen con las máquinas. Tiny Jim dice que sirven para reparar lo que se estropea. Pero no siempre. Y las máquinas no es que funcionen muy bien, ni muy a menudo. Además, ¡si se les oye a kilómetros de distancia!
Se sentaron en silencio durante unos instantes, mirándose unos a otros. Entonces Lurvy dijo:
—Lo que yo creo es que deberíamos concedernos aún otra semana más aquí. No creo que eso sea abusar demasiado de nuestra suerte. Tenemos... ¿cuántas son en total, Paul? Cinco cámaras más. Las plantamos por ahí, las conectamos al monitor y las dejamos. Si lo hacemos con cuidado, podemos ocultarlas de modo que los Heechees no las vean. Exploraremos los corredores rojos, que son los más seguros, y los verdes y azules en la medida de lo posible, recogiendo muestras y haciendo fotos. Quiero echarles un vistazo a las máquinas para reparaciones. Y cuando hayamos hecho todo lo que podamos, veremos... cuánto tiempo nos queda. Y entonces tomaremos la decisión de ir o no ir a los pasadizos dorados.
—Pero no más de una semana a partir de ahora —reiteró Paul. En realidad no es que insistiera en ello; es que quería dejar las cosas bien claras.
—No, no más de una semana —acordó Lurvy, y Janine y Wan asintieron.
Pero cuarenta y ocho horas después ya estaban en los dorados, a pesar de todo lo dicho.
Habían decidido reemplazar la cámara estropeada, y así, los cuatro juntos, volvieron sobre sus pasos hasta la triple intersección en que crecían los arbustos de bayas, desnudos de frutos maduros. Wan marchaba el primero, de la mano con Janine, quien se separó del grupo para inclinarse sobre los restos de la cámara.
—La espachurraron a base de bien —se maravilló—. No nos habías dicho que fuera tan fuertes, Wan.¡Mira! ¿Es eso sangre?
Paul se la arrebató de las manos, dándole la vuelta y mirando concentradamente la costra negra que había a lo largo de uno de los bordes.
—Parece que hubieran intentado abrirla. Yo mismo no podría hacerlo sólo con la fuerza de mis manos. Debió de resbalar y se cortó.
—Oh, sí —dijo Wan indiferente—, son bastante fuertes.
Pero su atención no se centraba en la cámara. Miraba corredor adelante, olisqueando el aire, prestando más atención a cualquier sonido distante que a lo que le decían.
—Me estás poniendo nerviosa —se quejó Lurvy—. ¿Es que oyes algo?
Wan se mostró irritado.
—Se les huele antes de verles; pero no, no huelo nada. No están cerca. ¡Y no tengo ningún miedo! Vengo aquí a menudo a buscar libros y a divertirme con las tonterías que hacen.
—Ya —dijo Janine, recibiendo de Paul la cámara rota mientras éste buscaba un sitio en que ocultar la nueva. No habla demasiados escondrijos. La decoración Heechee era más bien escasa.