Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
No fue en absoluto agradable encontrarme con que conocía mi situación financiera mejor que yo mismo. ¡Así que Morton había vendido también aquello! No tuve tiempo de evaluar lo que todo ello implicaba, porque Haagenbusch se acarició las patillas y siguió hablando.
—La situación es la siguiente, señor Broadhead: he advertido a mi cliente que un contrato conseguido bajo coacción no es válido. Por lo tanto, él no alberga ya ninguna esperanza de llegar a un acuerdo, sea con la Corporación de Pórtico, sea a través del sindicato de usted. Así que me ha dado nuevas instrucciones: asegurar el pago inmediato de la suma que le he mencionado; depositarla en una cuenta secreta a su nombre; ponerla a su disposición cuando vuelva, si es que vuelve.
—A los de Pórtico no les va a hacer ninguna gracia que los chantajeen. Pero quizás no les quede otra alternativa —dije.
—Desde luego que no la tienen —puntualizó—. El único defecto del plan del señor Herter es que no funcionará. Estoy seguro de que le pagarán. Pero estoy igualmente seguro de que intervendrán mis comunicaciones y me llenarán las oficinas de micrófonos, y de que los gobiernos de todas las naciones signatarias del acuerdo con Pórtico prepararán un dossier de acusaciones en contra del señor Herter para cuando éste regrese. Y no quiero que se me acuse de cómplice, señor Broadhead. Sé lo que ocurrirá. Darán con el dinero y se harán con él. Y rescindirán el contrato previo con el señor Herter en base al incumplimiento de su parte. Y lo meterán en la cárcel, a él solo, en el mejor de los casos.
—Su situación es delicada, señor Haagenbusch.
Se rió secamente, pero por su mirada comprendí que no le hacía ninguna gracia. Se acarició las patillas un instante y dijo a continuación:
—¡Ni se lo imagina! ¡Cada día recibo enormes listas de órdenes! ¡Exija esto, asegúrese de esto otro, le hago a usted personalmente responsable! Y entonces yo le envío una respuesta que tarda en llegarle veinticinco días, y para entonces él me ha enviado otros cincuenta mensajes, y sus pensamientos están ya totalmente alejados de lo que yo le aconsejo, y me recrimina y me amenaza. ¡Dios! No está bien, y además es viejo. No creo que vaya a vivir lo suficiente para recoger los beneficios de su chantaje... pero tal vez sí.
—¿Y por qué no abandona?
—¡Lo haría si pudiera! ¿Pero qué pasará si lo hago? Se quedará solo sin nadie de su parte. ¿Y qué hará entonces, señor Broadhead? Además —se encogió de hombros—, es un viejo amigo. Fue a la escuela con mi padre. No, no puedo abandonarle. Pero tampoco puedo hacer lo que me pide. Y sin embargo, tal vez usted pueda. No desembolsando los doscientos cincuenta millones de dólares, no, puesto que jamás ha dispuesto de semejante cantidad de dinero. Pero podría usted hacerle socio en sus ganancias. Creo que aceptará; no, creo que «quizás» acepte un trato así.
—¡Pero si acabo...! —me callé. Si Haagenbusch no se había enterado de que acababa de cederle a Bover la mitad de mis
holdings
, no lo iba a saber por mí.
—¿Y por qué cree que no trataré de rescindir el contrato después? —le pregunté.
—Tal vez lo haga —se encogió de hombros—. Pero creo que no lo hará. ¿Sabe?, es usted una especie de símbolo para él, y creo que confiará en usted, señor Broadhead. Mire, tengo la impresión de que sé qué es lo que quiere obtener con todo este asunto. Quiere poder llevar la vida que usted lleva, para lo que le queda de vida.
Se levantó.
—No necesito que me dé una respuesta ahora mismo —dijo—. Calculo que dispongo de veinticuatro horas antes de enviarle una respuesta. Por favor, considere mi oferta. Le llamaré dentro de veinticuatro horas.
Estreché su mano y ordené a Harriet que le consiguiera un taxi, y esperé con él en la calzada hasta que el taxi lo recogió y desapareció rápidamente en la creciente oscuridad.
Cuando entré en mi habitación encontré a Essie frente a la ventana, mirando las luces del mar de Tappan. De pronto entendí quiénes habían sido sus visitantes aquella tarde. Por lo menos una de las visitas había sido la peluquera; su cascada de cabello rubio volvía a caer pesadamente hasta su cintura una vez más, y cuando se volvió para sonreírme, era la misma Essie que se había despedido de mí al partir hacia Arizona, hacía ya tanto tiempo.
—¡Cuánto rato has estado con ese hombre! —señaló—. Debes de estar hambriento.
Me miró un momento y se echo a reír. Supongo que mi cara debía reflejar todas las preguntas que me estaba haciendo, porque las contestó todas.
—En primer lugar, la cena ya está lista. Una cena ligera, para que podamos comerla cuando nos apetezca. Dos, está preparada en nuestra habitación, lista para cuando te decidas acompañarme. Y en tercer lugar, cuento con la aprobación de Wilma para todo. Estoy mucho mejor de lo que supones, cariño.
—La verdad es que pareces estar tan bien como cualquiera podría estarlo —dije, y debí de quedarme sonriendo porque sus perfectas cejas rubias se fruncieron en un mohín.
—¿Te divierte el espectáculo de tu esquelética esposa? —me preguntó.
—¡Oh, no, no es eso! —contesté ciñéndola con mis brazos—. Hace un momento me preguntaba por qué alguien podía querer llevar una vida como la mía, y ahora entiendo el porqué.
Bien, pues hicimos el amor. Despacito y delicadamente primero, y cuando constaté que no se iba a romper, lo hicimos de nuevo de manera un poco más violenta. Después nos acabamos prácticamente toda la comida que nos esperaba en el carrito del servicio, y estuvimos haciéndonos arrumacos hasta que volvimos a hacer el amor. Luego nos limitamos a permanecer abrazados medio dormidos hasta que Essie me susurró al oído:
—Ha sido una demostración de facultades realmente impresionante para ser un viejo cabrón. No hubiera estado mal ni para un amante de diecisiete años.
Me estiré y bostecé tal como estaba, restregando mi espalda contra su vientre y sus pechos.
—Con un poco de entrenamiento tú también puedes llegar a hacerlo bien —le contesté.
Ella no dijo nada, y se limitó a frotar su nariz contra mi cuello. Yo poseo un radar que me avisa siempre cuando las cosas no son lo que parecen. Seguí tumbado un momento y entonces me separé de ella y me incorporé.
—Essie, querida —dije—, ¿por qué no me lo cuentas?
—¿Por qué no te cuento qué? —preguntó con aire de inocencia.
Se apoyó contra mi costado, con la cabeza contra mis costillas.
—Vamos, Essie. ¿Es que voy a tener que sacar a Wilma de la cama para que me lo cuente? —le dije al no contestarme.
Ella bostezó y se sentó. Pero el bostezo había sido provocado; cuando me miró vi que estaba completamente despejada.
—Wilma es bastante conservadora —dijo indiferente—. Hay ciertos medicamentos que aceleran la recuperación, como los corticosteroides, que se negaba a suministrarme, porque su consumo puede producir secuelas con el tiempo, pero al cabo de mucho tiempo, y para entonces seguro que el Certificado Médico Completo es
capaz de
eliminarlas, estoy convencida. De modo que insistí en que me las diera. Se puso furiosa.
—¡O sea leucemia!
—Tal vez. Pero es casi seguro que no. Desde luego, no en breve.
Me senté desnudo en el borde de la cama para verla mejor.
—¿Por qué, Essie?
Ella deslizó los pulgares por debajo de su cabellera y la retiró antes de devolverme la mirada.
—Porque tenía prisa —contestó—, porque al fin y al cabo tienes derecho a disfrutar de una esposa sana. Porque es incómodo tener que orinar por un tubo, sin mencionar lo poco estético que resulta. Porque era la decisión que debía tomar y eso es lo que he hecho.
Retiró las sábanas de encima suyo y se tumbó de espaldas.
—Examíname, Robín —me invitó—. ¡Ni una cicatriz! Y por dentro, debajo de la piel, todo trabaja a pleno rendimiento: puedo comer, digerir, excretar, hacer el amor, ¡hasta tener hijos si así lo deseamos! Y sin tener que esperar al año próximo. Ahora.
Y era totalmente cierto. Podía comprobarlo por mí mismo. Su esbelto y pálido cuerpo estaba intacto; bueno, no del todo: su lado izquierdo presentaba partes de la piel de color ligeramente más claro, en los lugares en que había sido injertada la nueva piel. Pero no era visible a simple vista, y no había ninguna otra evidencia que mostrase que unas cuantas semanas antes hubiera estado destrozada, mutilada y en definitiva, muerta.
Me estaba enfriando. Me levanté a buscar la bata de Essie y me puse la mía. Quedaba aún algo de café, todavía caliente.
—Ponme a mí también —dijo Essie mientras vertía el café.
—¿No deberías descansar un poco?
—Cuando esté cansada —dijo con tono pragmático— serás el primero en enterarte, porque me dejaré caer redonda y me echaré a dormir. Hace mucho tiempo que no estábamos los dos juntos de esta manera. Lo estoy saboreando.
Tomó la taza que le tendí y me miró por encima del borde mientras sorbía.
—Pero tú no —observó.
—¡Sí que disfruto! —y era cierto; pero un arranque de honestidad me hizo añadir:
—Es tan sólo que a veces no puedo evitar el preocuparme. Essie, ¿por qué cada vez que me muestras amor mi mente lo transforma en un sentimiento de culpabilidad?
Ella dejó la taza y se recostó.
—¿Deseas hablar de ello, cariño?
—Acabo de hacerlo. —Entonces añadí—: Supongo que en todo caso tendría que llamar a Sigfrid von Shrink y hablarlo con él.
—Puedes hacerlo —me contestó.
—Hum. Si empiezo otra vez, sabe Dios cuándo terminaré. Además, no es el programa con el que deseo hablar. ¡Están pasando tantas cosas, Essie! Y no puedo intervenir en ninguna. Me siento totalmente marginado.
—Sí —contestó—, sé cómo te sientes. ¿Se trata de hacer algo que acabará con esa sensación de estar al margen?
—Bueno... quizá —dije—. Peter Herter, pongamos por caso. He estado acariciando un proyecto que me gustaría discutir con Albert Einstein.
—¿Y por qué no? —asintió—. Pásame las zapatillas, por favor. Manos a la obra.
—¿Ahora? ¡Pero si es muy tarde! Essie, no deberías...
—Robin —dijo amablemente—, yo también he hablado con Sigfrid von Shrink. Es un buen programa, aunque no lo haya escrito yo. Dice que eres un buen hombre, Robin, equilibrado, generoso, y de todo ello yo misma puedo dar cuenta, eso sin mencionar que eres un amante maravilloso y una persona encantadora de cuya compañía me encanta disfrutar. Ven al estudio.
Me tomó de la mano mientras nos dirigíamos a la gran sala que dominaba el mar de Tappan, y nos sentamos frente a mi consola.
—Sin embargo —prosiguió—, Sigfrid también me ha dicho que eres muy bueno inventando excusas para no hacer lo que debes. Así que te voy a ayudar a salir de este atolladero.
Daite gorod Polymat.
No me hablaba a mí sino al tablero, que se encendió acto seguido.
—Quiero los programas Sigfrid y Albert —ordenó—. Acceso a la información por modo interactivo. ¡Ahora, Robin, vamos a intentar responder a tus preguntas! ¡Al fin y al cabo, también a mí me interesan!
Aquella mujer, con la que hacía ya varios años que me había casado, S. Ya. Lavorovna, seguía sorprendiéndome cuando menos lo esperaba. Se sentó tranquilamente a mi lado, cogiéndome la mano, mientras yo hablaba de manera bastante abierta sobre cosas que hubiera preferido no querer hacer. No se trataba sólo de ir al Paraíso Heechee y a la Factoría Alimentaria para detener al viejo Peter Herter en su intento de volver loca a la humanidad. Se trataba también de adonde quería ir después de aquello.
Aunque al principio dio la sensación de que no iba a ir a ningún sitio.
—Albert, me dijiste que habías conseguido establecer la combinación que permite ir al Paraíso Heechee, a partir de los archivos de Pórtico. ¿Puedes hacer lo mismo con la Factoría Alimentaria?
Los dos estaban sentados juntos en la proyección holográfica, Albert dándole chupadas a la pipa, Sigfrid escuchando atentamente con las manos cruzadas. No hablaría en tanto no se le preguntara, y de momento no iba a hacerlo.
—Me temo que no —dijo en tono de disculpa—. Sólo teníamos una nave que aceptara ese destino, la de Trish Bover, y eso no nos basta para estar seguros. Hay sólo un cero coma seis por ciento de posibilidades de que consiguiéramos enviar una nave allí. ¿Y una vez allí, qué, Robin? No podría regresar. Al menos la de Trish Bover no pudo. —Se arrellanó en su asiento y continuó—: Claro que hay ciertas alternativas —miró a Sigfrid, sentado junto a él—. Podría sugestionarse la mente de Herter para que cambiara de proceder.
—¿Podría hacerse eso?
Yo seguía hablando con Albert Einstein. Él se encogió de hombros, y Sigfrid se movió en su asiento, pero no dijo una palabra.
—¡Vamos, no seas tan infantil! —soltó Essie—. Contesta, Sigfrid.
—Compañera Lavorovna —dijo mirándome—, me temo que no. Tengo la impresión de que mi colega ha planteado la pregunta sólo para que yo la refute. He estudiado las grabaciones de los mensajes de Peter Herter. El simbolismo es bastante obvio: la mujer angelical con una nariz picuda. ¿Qué es una nariz ganchuda, compañera? Piense en la infancia de Peter Herter, y en lo que oyó decir acerca de la confabulación judía para acabar con el mundo. Piense también en la violencia, en los castigos. Está bastante enfermo, ha sufrido de hecho una insuficiencia coronaria y ya no actúa bajo los mandatos de la razón; para ser más precisos diré que ha sufrido una regresión a un estadio muy infantil. Ni la sugestión ni ninguna llamada al sentido común le harán cambiar, compañera. La única posibilidad sería un tratamiento de larga duración. Pero seguramente él se mostrará reacio, la computadora de a bordo no podría llevarla a cabo correctamente y, en cualquier caso, no hay tiempo ya. No puedo ayudarles, compañera, al menos no con un mínimo de garantías.
Hacía ya bastante tiempo yo mismo había pasado algo así como unas doscientas horas bastante desagradables escuchando la voz razonable y enloquecedora de Sigfrid, y me había jurado no volver a oírla. Pero la verdad es que, después de todo, no me resultaba tan exasperante.
A mi lado, Essie se estiró.
—Polimath —ordenó—, que preparen café. —Y dirigiéndose a mí—: Me temo que vamos a estar un buen rato.
—No sé para qué —repuse—, al parecer estoy atado de pies y manos.
—Pues si resulta que lo estás, en vez de tomarnos el café, nos iremos a la cama —dijo tranquilamente—; pero de momento me lo estoy pasando bastante bien.