Tras el incierto Horizonte (16 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Pero si no podías ni leer...

—¿Eso crees? ¿Y por qué no? Te construí un programa «Robinette Broadhead» para tu uso particular, ¿no? ¿Es que no sabías que me había grabado mi propio programa? La conferencia la realizaron a base de proyecciones holográficas, y el programa S. Ya. Lavorovna-Broadhead leyó todo el texto. Con bastante acierto, además. Incluso contestó ciertas preguntas —se jactó—, sirviéndose de tu programa Albert Einstein.

La verdad es que es una persona sorprendente, eso lo he sabido siempre. El único problema es que siempre espero que lo sea, y cuando hablé con el doctor, me dejó abatido. Me tropecé con él cuando se dirigía de vuelta al Hospital General de Mesa, y le pregunté si podía llevármela a casa. Vaciló mientras me observaba a través de sus lentillas azules.

—Probablemente —dijo—, pero no sé si es usted consciente de la gravedad de sus lesiones, señor Broadhead. Lo único que sucede ahora es que ella está haciendo acopio de energías de reserva. Va a necesitarlas.

—Bien, eso ya lo sé. Habrá que hacerle una operación.

—No, señor Broadhead, una no. Me temo que su esposa va a pasarse los dos próximos meses entre quirófanos y salas de recuperación. Y no quiero que usted piense que los resultados son una cuestión asegurada de antemano —me advirtió—. Hay riesgo en cada una de las operaciones, y va a tener que enfrentarse a algunas muy peliagudas. Cuídela, señor Broadhead. Pudimos reanimarla después de un paro cardiaco. Pero no puedo garantizarle que eso vaya a ocurrir siempre.

Así que entré para ver a Essie, y cuidarla, con un ánimo menos esperanzado.

La enfermera estaba junto a la cama, y las dos miraban las grabaciones de la conferencia de su programa en la pantalla bidimensional. Desde que habíamos conectado la pantalla de Essie a la proyectora de hologramas que yo me había hecho traer a mi cuarto, había instalada una bombilla de color amarillo que servía para llamarme. Ahora, parecía que Harriet tenía algo que decirme. Pero podía esperar, sólo cuando la luz empezaba a lanzar destellos y a cambiar
a
rojo se trataba de algo de importancia. Y por el momento, sólo Essie ocupaba el primer lugar entre todos mis asuntos prioritarios.

—Déjanos unos momentos, Alma —dijo Essie.

La enfermera me miró e hizo un gesto de «¿Por qué no?», y yo me senté en la silla que había junto a la cama y le tomé la mano.

—Es agradable poder volver a tocarte —dije.

Essie tiene un sentido de humor bastante rudo. Fue agradable oírla decir:

—Podrás tocar más dentro de un par de semanas. De momento, no me opongo a que me beses.

Por supuesto que la besé, e imagino que con la suficiente fuerza como para que los aparatos registraran algo, porque la enfermera asomó la cabeza para ver qué pasaba, pero no nos interrumpió. Lo interrumpimos nosotros. Essie levantó su mano derecha —la izquierda seguía bajo los vendajes, que le cubrían Dios sabía qué— y se apartó de los ojos sus cabellos rubios.

—Muy agradable —confesó—. ¿Quieres oír lo que Harriet tiene que contarte?

—No de una manera especial.

—Mentira —dijo—; has estado hablando con el doctor Ben, ya veo, y te ha dicho que seas amable conmigo. Pero tú siempre lo eras, Robin, sólo que no todo el mundo es capaz de advertirlo —me sonrió y volvió la cara hacia la pantalla—. ¡Harriet! —llamó— Robin está aquí.

No supe hasta aquel momento que mi secretaria respondía a las órdenes de mi mujer igual que a las mías. Ni tampoco había sabido hasta entonces que podía echar mano de mi programa científico. Sin yo tener noticia, por cierto. Cuando el rostro alegre y esforzado de Harriet llenó la pantalla, le dije:

—Si son negocios, ya me ocuparé más tarde, a menos que sea algo que no pueda esperar.

—Oh, no, nada de eso —dijo Harriet—. Pero Albert quiere hablarte desesperadamente. Tiene noticias interesantes de la Factoría Alimentaria.

—Me ocuparé de ello en la habitación de al lado —empecé, pero Essie puso su mano en la mía.

—No, Robín, hazlo aquí, a mí también me interesa.

Así pues, le dije a Harriet que adelante, y nos llegó la voz de Albert, pero no su rostro.

—Echadle un vistazo a esto —se le oyó decir.

Y la pantalla se llenó con una especie de retrato de familia. Un hombre y una mujer —no exactamente—, un macho y una hembra de pie, uno junto al otro. Tenían rostros, brazos y piernas, y la hembra tenía pechos. Los dos tenían barbas ralas y pelo largo recogido en trenzas, e iban envueltos en una especie de sari con motas de color que brillaban sobre la tela mate.

Contuve el aliento. Las fotos me habían sorprendido.

Albert apareció en el ángulo inferior de la pantalla.

—No son reales, Robin, sino solamente imágenes creadas por la computadora de a bordo a partir de la descripción de Wan. Pero el muchacho dice que son bastante exactas.

Tragué saliva y miré a Essie. Tuve que controlar la respiración antes de preguntar:

—¿Es así... es así como son los Heechees?

Él frunció el ceño y mordió la boquilla de la pipa. Las figuras de la pantalla giraron solemnemente como si bailaran una lenta danza folklórica, para que pudiéramos verles desde todos los ángulos.

—Existen algunas anomalías, Robin. Por ejemplo, está la conocida cuestión del trasero de los Heechees. Poseemos mobiliario Heechee, como por ejemplo los asientos que hay frente a las consolas de las naves. De ellas se dedujo que el trasero de los Heechees no es como el de los humanos, porque parece haber espacio para una estructura pendulante de gran tamaño, quizás un tronco dividido en dos como el de una avispa, colgando bajo la pelvis y entre las piernas. No hay nada de eso en la imagen computerizada. Pero, Robin...

—Si tuvieras tiempo podrías explicármelo —adiviné.

—Seguro que sí, Robin. Pero existe una ley en lógica que creo que conoces. En ausencia de evidencias es mejor quedarse con la teoría más simple. Sólo sabemos de dos razas inteligentes en la historia del universo. Esa gente no es de los nuestros; la forma del cerebro, y en particular la de la mandíbula, es distinta. Se trata de un arco triangular, más parecido a la de un mono que a la de un hombre, y los dientes también presentan anomalías. Así que es probable que sean los otros.

—Es más bien espeluznante,tercio Essie con suavidad.

Y, la verdad, lo era. Sobre todo para mí, ya que podía considerarse competencia mía. Había sido yo el que les había ordenado a los Herter-Hall que fueran allí a explorar, y si durante el proceso se tropezaban con los Heechees...

No estaba preparado para pensar en lo que podía pasar.

—¿Tienes algo nuevo en relación a los Difuntos?

—Seguro que sí, Robin. Mira esto —dijo asintiendo con la blanca cabeza. Las figuras desaparecieron y un texto surgió en la pantalla:

INFORME DE LA MISIÓN

Nave 5-2, viaje 08D31. Tripulación: A. Meacham, D. Filgren, H. Meacham.

La misión era un experimento científico, con la tripulación mínima para permitir un suplemento de instrumentación y equipamiento computerizado adicional. Tiempo máximo de supervivencia estimado en 800 días. Nada se ha sabido de la nave después de 100 días. Se la supone perdida.

—Sólo ofrecían una bonificación de cincuenta mil dólares, no mucho, pero fue una de las primeras de Pórtico —dijo la voz de Albert, en off, por encima del texto—. El tripulante que aparece como «H. Meacham» ha resultado ser el Difunto que Wan llama «Henrietta». Era una especie de astrofísica, ya me entiendes, de ésas con la cabeza llena de discursos, de lo que presumían. Trataba de defender su disciplina diciendo que era más psicología que física, y se fue a Pórtico. El primer nombre del piloto era Doris, lo que concuerda, y la otra persona era el marido de Henrietta, Arnold.

—Así que habéis identificado a uno. ¿Son reales, de verdad?

—Seguro que sí, Robin. Con toda probabilidad. Aunque a veces esos Difuntos sean algo irracionales —se quejó, reapareciendo en pantalla—. Y como tampoco tenemos oportunidad de interrogarlos directamente... La computadora de a bordo no sirve para ese trabajo. Pero, además de la confirmación de los nombres, la misión parece la correcta. Se trataba de una investigación astrofísica, y la conversación de Henrietta incluye referencias constantes a tal materia, dejando de lado las alusiones al sexo, desde luego —pestañeó, rascándose la mejilla con la boquilla de la pipa—. Por ejemplo: «Sagitarius A Oeste», que es una fuente de radio que hay en el centro de la galaxia. O bien «NGC 1199», una galaxia elíptica gigante que forma parte de un racimo. También dice «Velocidad radial media de las agrupaciones globulares», lo que en nuestra propia galaxia es algo así como cincuenta kilómetros por segundo. O bien, «graves alteraciones...»

—No hace falta que me des toda la lista —le dije de mal humor—. ¿Sabes qué significa todo eso? Quiero decir, al hablar de ello, ¿de qué estás hablando, en resumidas cuentas?

Una corta pausa; no estaba añadiéndole literatura al asunto, eso ya lo había hecho.

—Cosmología —dijo—. Específicamente creo que habla de la famosa controversia Hoyle-Ópic-Gamow; esto es, si el universo es abierto, cerrado, finito o cíclico. De si se encuentra en un estado uniforme o si empezó con un estallido.

Se detuvo otra vez, en esta ocasión para darme tiempo para pensar. Cosa que hice sin demasiado éxito.

—No es muy alentador, ¿verdad? —dije.

—Tal vez no, Robin. Aunque tiene que ver con tus preguntas acerca de los agujeros negros.

Maldito sea tu corazón de calculadora, pensé, aunque no llegué a decir nada. Me miraba inocente como un cordero, dándole chupadas a su vieja pipa, tranquilo y serio.

—Eso es todo por el momento —ordené.

Y mantuve mis ojos fijos en la pantalla en blanco durante bastante rato después que hubo desaparecido, por si a Essie se le ocurría preguntarme qué era lo que estaba tratando de averiguar en relación a los agujeros negros.

Pero no me preguntó nada. Simplemente volvió a tumbarse, mirando los espejos del cielo raso. Al poco, dijo:

—Cariño, ¿sabes qué me gustaría?

Yo estaba listo.

—¿Qué, Essie?

—Me gustaría poder rascarme.

Todo lo que acerté a decir fue «Oh». Me sentí desinflado. O más bien me quedé atascado. Me había preparado para autojustificarme —eso sí, con todo tipo de amabilidades y cuidados, teniendo en cuenta la pobre condición en que se encontraba Essie— y ahora no tenía que defenderme de nada. La tomé de la mano.

—Estaba preocupado por ti —confesé.

—Yo también —fue su sincera respuesta—. Dime, Robín, ¿es verdad que la fiebre la provoca una especie de radiación mental Heechee?

—Sí, algo parecido, creo. Albert dice que es electromagnética, y eso es todo lo que sé.

Le acaricié las venas del dorso de la mano y se movió inquieta, sólo de cuello para arriba, no obstante.

—Siento aprensión frente al tema de los Heechees, Robín.

—Bueno, eso demuestra sensatez. Incluso valentía, porque lo que es yo, estoy cagado de miedo.

Y era verdad. De hecho, estaba temblando. La pequeña bombilla amarilla parpadeó en el ángulo inferior de la pantalla.

—Alguien quiere hablar contigo, Robin.

—Que esperen. Da la casualidad que estoy hablando con la mujer a la que amo.

—Gracias, Robin. Pero, si tienes tanto miedo como yo, ¿por qué sigues adelante?

—¿Y qué otra posibilidad tengo, cariño? Ante mí se abren cincuenta y cinco días de tiempo muerto. Lo que hemos oído ya es historia, de hace veinticinco días. Si ahora les dijera que dieran media vuelta y volvieran a casa, pasarían veinticinco días antes de que recibieran la orden.

—Seguramente, sí. Pero si pudieras, ¿pararías todo este asunto?

No le contesté. Me sentía bastante raro, algo asustado, de una manera que no acostumbro.

—¿Y si no les gustamos a los Heechees? —me preguntó.

¡Esa sí que era buena pregunta! Me la había venido haciendo a mí mismo desde el primer día en que consideré la posibilidad de embarcarme en una nave de prospección de Pórtico para salir a explorar yo solo. ¿Qué pasaría si nos tropezábamos con los Heechees y no les gustábamos? ¿Y si nos espachurraban como a moscas, si nos torturaban, si nos esclavizaban, si hacían experimentos con nosotros o si, simplemente, nos ignoraban? Con mis ojos fijos en el bulbo amarillo que comenzaba a parpadear despacio, le contesté maternalmente:

—Bueno, no es demasiado probable que vayan a hacernos daño, la verdad.

—¡Robin, no necesito que trates de tranquilizarme!

Estaba evidentemente nerviosa, y yo también. Algo debieron de registrar sus aparatos, porque la enfermera volvió a asomarse, se detuvo dubitativamente en el umbral y volvió a marcharse.

—Essie, ¿te acuerdas del año pasado en Calcuta?

Habíamos ido a uno de sus seminarios, y tuvimos que acortar nuestra estancia porque no pudimos soportar la vista de aquella abyecta ciudad de cientos de millones de pobres.

Ella me miraba con un mohín de preocupación.

—Sí, ya sé, el hambre. Siempre ha habido hambre, Robin.

—¡Pero no como ahora! ¡No como la que se va a desatar dentro de poco si no le ponemos remedio ya! El mundo rebosa gente. Albert dice... —me detuve; no quería contarle lo que Albert decía.

Siberia había agotado su producción de alimentos, y sus debilitados campos empezaban a parecerse al desierto de Gobi por culpa de la sobrecarga. La capa de suelo cultivable en el medio oeste americano había quedado reducida a unas pocas pulgadas, e incluso las minas de alimentos empezaban a tener problemas para cubrir las demandas. Lo que me había dicho Albert es que apenas quedaba comida para diez años.

La señal luminosa había pasado a rojo y empezaba a emitir rápidas intermitencias, pero yo no deseaba interrumpir lo que estaba diciendo.

—Essie, si conseguimos que la Factoría Alimentaria funcione podremos dar alimentos CHON a toda esa gente que se está muriendo de inanición, y eso significa acabar con el hambre para siempre. Y esto es sólo el principio. Si damos con la clave que nos permita construir naves como las de los Heechees y las llevamos adonde queramos, podremos colonizar planetas, muchos planetas. Aún más. Con tecnología Heechee podemos convertir todos los asteroides del sistema solar en nuevos Pórticos. Podemos construir habitáis en el espacio. Lugares parecidos a la Tierra. ¡Podremos crear paraísos para una población un millón de veces superior a la de Tierra, y para el próximo millón de años!

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