Tras el incierto Horizonte (14 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Dejé de masticar.

—¿Puede hacer eso? —balbucí con la boca llena de pollo.

—Sí, bueno, al menos eso ha hecho. Pero le ganaremos el pleito, aunque esto va a retrasar las cosas. Su abogado consiguió apelar y señaló que Trish había enviado un informe de la misión. Así que cabe preguntarse si completó la misión o no, ¿comprendes? Mientras tanto...

A veces creo que Morton ha sido programado demasiado parecido a un hombre; en ocasiones no sabe cómo sacar una conversación adelante.

— ¿Mientras tanto qué, Morton?

— Bueno, a raíz del, este, incidente, parece que hay otra complicación. La Corporación de Pórtico quiere actuar con calma hasta saber en qué situación les deja todo este asunto de la fiebre, así que han aceptado ponerse en manos de abogados. Se supone que ni tú ni la compañía para la explotación de la Factoría Alimentaria podéis seguir explotándola.

— ¡Mierda, Morton! ¿Tratas de decirme con eso que no podemos utilizarla después de sacarla de órbita?

— Me temo que es aún más grave — se quiso disculpar — . Se te ordena dejar de actuar en ella. Se te ordena dejar de interferir en sus actividades normales sea como sea, so pena de que te lleven a juicio. En eso ha consistido la acción legal de Bover, partiendo de la base de que si haces que la Factoría deje de producir alimentos por llevarla a otro destino distinto del suyo, estás poniendo en peligro sus intereses. Pero estoy seguro de que podemos vencerle. Pero mientras, los de la Corporación de Pórtico habrán emprendido algún tipo de proceso para hincarle el diente a todo este asunto de la fiebre.

— ¡Dios! — dejé caer mi tenedor. Había perdido el apetito — . Menos mal que esa es una orden que no pueden forzarnos a cumplir de inmediato...

— Claro, porque lleva tanto tiempo que el equipo Herter- Hall reciba un mensajes — asintió — . Por ahora...

¡Zit! Desapareció. Se deslizó en diagonal fuera de la proyección, y apareció Harriet. Su expresión era terrible. Mis programas son muy buenos ayudándome, pero no siempre me traen buenas noticias.

— ¡Robin! — gritó — . Hay un mensaje del Hospital General de Mesa, en Arizona. ¡Tu mujer!

— ¿Essie? ¿Está mal?

— Peor que mal, Robin. Sus constantes vitales han cesado. Se mató en un accidente de circulación. La mantienen con vida artificialmente, pero no hay pronóstico, no responde, Robin.

Ni siquiera me paré a reclamar mis derechos de prioridad. No quería perder ni un segundo en ello. Fui directamente al oficial de la Corporación de Pórtico en Washington, quien a su vez fue a la Secretaría de Defensa y me hizo sitio en un avión hospital que partía de Bolling al cabo de veinticinco minutos, y allá me fui.

El vuelo duró tres horas, durante las cuales mi estado de ánimo pendió de un hilo. A los pasajeros del vuelo no se nos ofreció ningún tipo de servicios de comunicación, pero ni siquiera los eché de menos. Sólo quería llegar a destino. Cuando, al morir mi madre me quedé solo, la cosa fue dura, pero yo era pobre, estaba bastante desorientado y acostumbrado al dolor. Cuando el amor de mi vida (o la mujer que parecía ser lo que más se acercaba al amor de mi vida, ahora que echaba la vista atrás) también me dejó —sin morir, en realidad, puesto que se encontraba atrapada para siempre en una especie de anomalía astrofísica, fuera de mi alcance ya para siempre—, fue también muy duro. Pero por aquella época yo no hacía más que sufrir. No estaba acostumbrado a la felicidad, no me había hecho aún a tal hábito. Carnot formuló una ley acerca del dolor. No se mide en valores absolutos, sino por el contraste entre la causa del dolor y el medio ambiente, y mi medio ambiente había sido demasiado protector y agasajador durante demasiado tiempo como para que me encontrara ahora preparado para esto. Estaba en pleno shock.

El Hospital General de Mesa apenas sobresalía por encima de la superficie, ya que había sido excavado en el desierto, en las afueras de Tucson. Todo lo que podía verse cuando llegamos eran los paneles de energía solar del «tejado», pero por debajo había seis plantas de habitaciones, laboratorios y quirófanos. Completamente abarrotados. Tucson es una ciudad dormitorio, y la crisis había sobrevenido en una hora punta.

Cuando por fin logré detener a una de las enfermeras y preguntarle, lo que oí fue que Essie estaba aún sujeta a un corazón artificial, pero que se lo iban a retirar en cualquier momento. Era una cuestión de posibilidades. Quizá los aparatos les fueran de más utilidad a otros pacientes, cuyas probabilidades de supervivencia eran mayores.

Me avergüenza reconocer con qué rapidez arrojé por la ventana cualquier consideración altruista cuando resultó ser mi mujer la que dependía de los aparatos. Ocupé la oficina de un médico —que no iba a utilizarla durante algún tiempo—, eché fuera al perito de una compañía de seguros que había tomado prestada la mesa del despacho, y me hice con las líneas telefónicas. Tenía a dos senadoras a la vez al teléfono cuando Harriet me interrumpió con un informe que enviaba nuestro programa medico. El pulso de Essie había empezado a responder. Ahora admitían que sus posibilidades eran lo suficientemente razonables para justificar el darle una nueva oportunidad de permanecer conectada al corazón artificial un rato más.

Por supuesto, poseer el Certificado Médico Completo ayudaba. Pero la sala de espera de al lado estaba llena de gente que esperaba recibir tratamiento, y por los collarines pude deducir que algunos también lo poseían. El hospital estaba colapsado.

No pude entrar a verla. En la U.V.I. no se admitían visitas, cosa que me excluía a mí también; había un policía de la ciudad en la puerta que intentaba mantenerse despierto después de un largo y duro día de trabajo, y que se mostraba más bien reticente a dejarme pasar. Anduve jugueteando con la mesa del doctor ausente hasta que descubrí que una de las líneas del circuito cerrado estaba conectada con la U.V.I., y mantuve la conexión. No pude ver qué tal le iba a Essie. No podía ni tan siquiera distinguir con claridad cuál de todas aquellas momias era Essie. Pero seguí mirando. De vez en cuando Harriet llamaba para informarme de nuevos asuntos. No me molestó con las llamadas de condolencia, aunque había recibido muchas, porque Essie me había programado una grabación que se encargaba de estas molestias protocolarias, y Harriet mostraba a los que llamaban una sonrisa y un «gracias» sin molestarme a mí para nada. Essie era muy buena para aquel tipo de cosas...

Era. Cuando me di cuenta de que estaba pensando en Essie en pasado, me sentí mal de veras.

Una hora después una enfermera me encontró y me dio caldo y biscotes, y algo después me pasé tres cuartos de hora haciendo cola en el lavabo de hombres; esa fue toda mi diversión en la tercera planta del Hospital General de Mesa, hasta que, por fin, una enfermera de muy buen ver asomó la cabeza por la puerta y dijo:

¿Señor Broad’ead? Por favor.

El poli seguía a la puerta de Cuidados Intensivos, abanicándose con su sudado Stetson para mantenerse despierto, pero cuando me vio acompañado de semejante bombón llevándome firmemente cogido de la mano, no se atrevió a decirme nada.

Essie estaba debajo de un pulmón de acero. Había un rectángulo transparente justo encima de su rostro, y pude ver un tubo que salía de su nariz, y la mancha blanca de un vendaje sobre el lado izquierdo de la cara. Sus ojos estaban cerrados. Le habían recogido aquel cabello suyo color oro oscuro en una red. Seguía inconsciente.

Dos minutos fue todo lo que me dejaron estar, y con eso no había tiempo para nada. No daba tiempo de saber para qué servían todos aquellos voluminosos aparatos llenos de protuberancias que había debajo de la burbuja donde la mantenían con vida. No daba tiempo a que Essie se sentara y me hablara o para ver si había cambiado la expresión de su rostro. Ni siquiera para distinguir qué expresión tenía.

Afuera, en el vestíbulo, el doctor me concedió sesenta segundos. Era un viejo negro, bajo y tripudo, y a través de sus lentillas de color azul miró al trocito de papel que yo llevaba en el pecho, para saber con quién hablaba.

—Ah, sí, el señor Blackhead —dijo—. Su mujer está recibiendo los mejores cuidados, está respondiendo al tratamiento y hay alguna posibilidad de que tenga algún momento de lucidez esta tarde.

No me molesté en corregirle respecto de mi nombre, y le hice las tres primeras preguntas que tenía en mente:

—¿Sufre algún dolor? ¿Qué le pasó? ¿Necesita algo?, quiero decir, alguna cosa en concreto.

Suspiró y se restregó los ojos. Evidentemente, hacía demasiadas horas que llevaba puestas las lentillas.

—Del dolor podemos encargarnos nosotros, y además ya tiene el Certificado Médico Completo. Ya sé que es usted alguien importante, señor Brackett, pero no hay nada que pueda usted hacer. Su lado izquierdo fue alcanzado cuando el autobús se estrelló contra ella. Quedó casi doblada en dos, y estuvo así durante seis o siete horas, hasta que pudieron llegar hasta ella.

No sé si hice algún tipo de ruido, pero el doctor algo debió oír. Un brillo de comprensión asomó por las lentillas mientras me miraba fijo.

—De hecho, fue lo mejor para ella, ¿sabe?, probablemente le salvó la vida. El estar doblada fue como haber llevado puestas unas vendas compresivas; de otro modo se hubiera desangrado.

Echó un vistazo al papelito que llevaba en la mano.

—Hmm. Va a necesitar, déjeme ver, sí, una prótesis nueva para las caderas, dos costillas nuevas. Ocho, diez, catorce, tal vez veinte pulgadas de piel nueva, y además ha perdido una considerable cantidad de tejido renal. Creo que va a hacer falta un trasplante.

—Si hay algo...

—Nada en absoluto, señor Blackett —dijo doblando el papel—. Nada por ahora. Váyase ahora, por favor, y vuelva si lo desea después de las seis. Quizá pueda hablar con ella un minuto. Pero de momento necesitamos el espacio que está usted ocupando.

Harriet había hecho ya los cambios necesarios para que en el hotel llevaran las cosas de Essie de su habitación a la suite del ático; había ya pedido y puesto en su sitio todos los artículos de aseo, e incluso había introducido un par de innovaciones en su vestuario. Allí me encerré. No quería salir. No quería sufrir viendo borrachínes en la cafetería del hotel, o las calles llenas de gente que había salido sana y salva de la fiebre y que tan solo querían explicarse los unos a los otros de qué poco les había ido aquella vez.

Me obligué a comer. Luego me obligué a dormir. Conseguí obligarme, pero no estuve durmiendo mucho rato. Me tomé un buen baño caliente, con música de fondo; lo cierto es que era un buen hotel. Pero cuando pasaron de Stravinsky a Cari Orff, la directa y escabrosa poesía de Catulo me hizo pensar en la última vez en que la puse en práctica con mi lasciva, voluptuosa y, de momento, seriamente contusionada esposa.

—Apágala —dije, y la siempre alerta Harriet la apagó antes de que acabara de ordenárselo.

—¿Quieres que te pase algún mensaje, Robín? —me preguntó a través de los altavoces.

Me sequé cuidadosamente, y sólo una vez seco le contesté.

—Dentro de un minuto. En cuanto esté listo.

Seco, peinado, con ropa limpia, me senté enfrente del comunicador de la suite.

No eran ni siquiera lo suficientemente amables como para facilitar a los clientes un proyector de hologramas, pero el de Harriet seguía siendo el mismo rostro familiar de siempre, aun mirándome desde la plana pantalla bidimensional. Me tranquilizó con respecto a Essie. Seguía bajo control monitorizado, y todo evolucionaba favorablemente, pero no tan deprisa como yo hubiera deseado, claro. Pero no iba mal. Harriet me pasó un mensaje de la doctora, —de la doctora de Essie de carne y hueso, no de su programa. Se resumía en un «no te preocupes, Robín». O más bien en un «no te preocupes más de lo que creas que debes».

Harriet tenía todavía que pasarme otra tanda de mensajes con los que debía enfrentarme y tomar decisiones. Autoricé medio millón más de dólares para la extinción del fuego en las minas de alimentos, le di instrucciones a Morton para que le concertara a nuestro hombre en Brasilia una entrevista con la Corporación de Pórtico, le dije a mi corredor de bolsa qué tenía que vender para tener algo más de liquidez con que poder enfrentarnos con pérdidas aún no previstas de resultas de la fiebre. Visioné, después, los programas más interesantes, acabando con la última sinopsis de Albert en relación a la Factoría Alimentaria. Lo hice todo, como podrá suponerse con una eficacia y una lucidez totales. Había aceptado el hecho de que las probabilidades de supervivencia de Essie aumentaban con certeza, así que no desperdicié mis energías lamentándome. Y lo que no me permití, al menos no completamente, fue pararme a pensar cuántos fragmentos de piel y carne habían tenido que extirpar al encantador cuerpo de mi amor, lo que ahorró toda clase de sentimientos que prefería no experimentar.

Hubo un tiempo en que estuve sometido a un largo tratamiento psiquiátrico, en el curso del cual descubrí un buen montón de cosas en mi mente que hubiera preferido no tener. Pero bueno, una vez que los expulsas y los examinas... bien, sí, son bastante horribles, pero al menos ya los has sacado fuera, no siguen dentro envenenándote. Mi antiguo programa psiquiátrico, Sigfrid von Shrink, solía decirme que era como airear las entrañas.

Tenía razón en todo lo que decía, que era mucho; una de las cosas que me disgustaban de Sigfrid es que siempre podías esperar que estuviera en lo cierto, casi hasta hacerte rabiar. Lo que sostenía es que uno no acaba nunca de airear las entrañas. Y yo seguía produciendo nuevos excrementos; y la verdad, por más que produzcas, no llegas a acostumbrarte nunca.

Apagué a Harriet, sin desconectarla por si surgía algo urgente, y estuve un rato mirando las comedias que daban por la piezovisión. Me preparé una copa gracias al bien surtido bar de la suite, y luego otra. Ni miraba el piezovisor ni disfrutaba bebiendo. Lo que sucedía es que se estaba produciendo nueva materia fecal en mi cabeza. Mi queridísima y nunca suficientemente ponderada esposa yacía en la U.V.I. completamente destrozada, y yo estaba pensando en otra persona.

Apagué a los bailarines y pedí el programa Albert Einstein. Apareció en la pantalla con el pelo blanco completamente alborotado y la vieja pipa en la mano.

—¿En qué puedo ayudarte, Robín? —sonrió.

—Quiero que me hables de los agujeros negros —dije.

—Seguro que sí, Robín. Pero hemos hablado de ello muchas veces, ya sabes...

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