Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Cuando acabé de recibir las llamadas realmente urgentes, los ascensores empezaron a funcionar otra vez. Ya no estaba prisionero. Mirando por la ventana, comprobé que las calles de Washington estaban bastante tranquilas. Por el contrario, mi vuelo a Tucson seguía siendo impracticable de momento. Como la mitad de los reactores en vuelo se habían mantenido en el aire con el piloto automático durante casi dos horas, consumiendo peligrosamente el carburante, habían tenido que aterrizar donde buenamente habían podido, y las líneas aéreas se encontraban con la mitad de sus efectivos en un lugar equivocado. Los horarios estaban totalmente trastocados. Harriet me reservó el mejor vuelo que pudo, pero el primero en el que le fue posible reservarme plaza no salía hasta el mediodía siguiente. No podía ni siquiera llamar a Essie, ya que los circuitos seguían paralizados. Pero eso era sólo un fastidio, no un problema. Si realmente me apetecía enfrentarme a problemas graves de verdad, quedaban aún un buen número de asuntos que resolver a mi disposición; también los ricos lloran. Pero los ricos tienen también sus placeres, y decidí que sería divertido sorprender a Essie dejándome caer donde ella se encontraba.
Y mientras tanto, tenía tiempo que matar.
Y mientras, mi programa científico había estado consumiéndose a la espera de poderme informar de las novedades. Me lo había reservado como si de un postre se tratara. Lo había ido posponiendo hasta tener la oportunidad de poder mantener con él una charla larga y animada; y ese momento había llegado.
—Harriet —dije—, ponme con Albert.
Y Albert Einstein apareció en la matriz del proyector de hologramas, inclinado hacia delante, revolviéndose nervioso.
—¿Qué pasa, Al? —le pregunté—, ¿algo bueno?
—¡Seguro que sí, Robin! Ya sabemos de dónde procede la fiebre. ¡De la Factoría Alimentaria!
Había sido culpa mía. Si le hubiese dejado decirme lo que sabía cuando me lo había pedido, en vez de aplazarlo una y otra vez, no hubiera sido el último en enterarme de que el lugar que tantos problemas nos había estado causando era, además, la fuente de la fiebre, y que por si fuera poco, me pertenecía. Eso fue lo primero que me chocó, y mientras Albert me mostraba las pruebas, no hice más que pensar en mis posibles* responsabilidades, y calculando las ventajas que de ello pudieran derivarse. En primer lugar, y de manera concluyente, estaban por supuesto, las pruebas recogidas sobre el terreno en la propia Factoría Alimentaria. Pero hubiéramos debido saberlo mucho antes.
—Si hubiera cronometrado con más atención los momentos en que se producía el inicio de cada ataque de fiebre —se culpó a sí mismo—, hubiésemos podido localizar la fuente hace años. Y había montones de pistas, de acuerdo con la naturaleza fotónica de la fiebre.
—¿Su naturaleza qué?
—Es electromagnética, Robín —explicó. Apretó el tabaco en la cazoleta de la pipa y buscó una cerilla—. Supongo que habrás comprendido que lo hemos establecido en base al tiempo de transmisión. Recibíamos la señal de lo que quiera que sea que causa la locura, no en el mismo instante en que ésta se producía, sino cuando la radiación llegaba hasta nosotros.
—Un momento. Si los Heechees tienen una onda de radio más rápida que la luz, ¿cómo te explicas entonces que esto sea distinto?
—¡Ah, Robín! ¡Si pudiéramos saber por qué! —sus ojos brillaron al encender la pipa—. Sólo puedo conjeturar que este particular modo de transmisión no es comparable con el otro, pero de momento ni siquiera puedo especular con respecto a las causas —continuó dándole unas pipadas a la pipa—. Y por supuesto, de ello se desprenden una serie de preguntas sobre las que ahora no tenemos ni la más remota certidumbre.
—Por supuesto —dije, pero no le pregunté cuáles eran. Mi intención era otra—. Albert, muéstrame las naves y las estaciones de las que recibes información desde el espacio.
—Seguro que sí, Robin.
El cabello despeinado y el rostro arrugado y sonriente se desdibujaron, y la proyección se llenó con una representación del espacio circumsolar. Nueve planetas. Un anillo de polvo que representaba el cinturón de asteroides, y una nube de polvo en forma de concha que simulaba la nube de Oort. Y unos cuarenta puntos de luz coloreada. La representación estaba hecha en base a una escala logarítmica, para poder abarcarlo todo y el tamaño de naves y planetas se había aumentado enormemente. La voz de Albert iba explicando:
—Las cuatro naves verdes son nuestras, Robin. Los once objetos azules son instalaciones Heechees; las de forma redonda, las que sólo se han detectado; las de forma estrellada, son las que han sido visitadas, y en su mayor parte están habitadas por personal humano. Las demás son naves que pertenecen a otras compañías o gobiernos.
Estudié el esquema. Había pocos resplandores cerca de la nave verde y la estrella azul que señalaba la Factoría Alimentaria.
—Oye, Albert, si alguien quisiera llevar una nave hasta la Factoría, ¿quién crees tú que llegaría antes?
Apareció en el ángulo inferior izquierdo de la proyección, ceñudo y dando chupadas a la pipa. Un punto dorado cerca de Saturno comenzó a brillar con intermitencia.
—Hay un carguero brasileño que acaba de salir de Tetys que podría llegar en dieciocho meses —dijo—. Sólo he representado las naves que estaban en mi radio de acción, pero hay muchas —nuevas luces empezaron a brillar en dispersión por toda la imagen— que podrían llegar antes, en el supuesto de que dispongan del equipamiento adecuado y suficiente combustible, pero ninguna llegaría en menos de un año.
Suspiré.
—Apágalo, Albert —le dije—. El caso es que nos hemos topado con algo que no esperaba.
—¿De qué se trata? —preguntó, volviendo a llenar la proyección con su figura, con las manos cruzadas sobre el vientre en una cómoda postura.
—Del diván, Albert. No me encaja. No le veo la utilidad. ¿Para qué sirve, Albert? ¿Tienes alguna idea?
—Seguro que sí, Robin —dijo, asintiendo complacido—. Mis mejores conjeturas están por debajo del índice mínimo aceptable, pero se debe a que hay demasiadas incógnitas. Imaginemos que eres un Heechee antropólogo, o algo que se le parezca, y digamos que te interesa lo referente a la evolución, y que quieres estar al tanto de lo que sucede en una civilización en desarrollo. Bien, la evolución es algo que lleva mucho tiempo, de manera que lo que quieres evitar es tener que sentarte para pasar el tiempo mirando inútilmente. Digamos que lo que quieres es ir echando vistazos para ir haciendo estimaciones, cada mil años más o menos, algo así como controles inmediatos. Teniendo algo parecido al nicho en forma de caparazón que llamamos diván de los sueños, puede enviar a alguien de vez en cuando, pongamos, cada mil años; bien, éste se sube al nicho, se tiende en el diván, cierra la cubierta del caparazón sobre su cabeza, y experimenta la sensación correspondiente a lo que está teniendo lugar. Es cuestión de minutos. —Se detuvo, para pensar, antes de continuar diciendo—: Entonces, (bueno, esto es especular sobre una conjetura, y no me jugaría un cabello a que tenga el menor viso de certidumbre), entonces, si encuentras algo de interés, puedes seguir investigando. Podrías incluso... aunque esto sea ir demasiado lejos tal vez. Podrías incluso sugerir cosas. El diván transmite igual que recibe, Robín, que es lo que produce la fiebre. Quizá pueda también transmitir conceptos, además de sensaciones. Sabemos que a lo largo de la historia de la humanidad muchos de los inventos más importantes tuvieron lugar al mismo tiempo, apareciendo, tal vez independientemente, por todo el mundo. ¿Se trata de sugerencias Heechees a través del diván?
Se sentó, dando pipadas a la pipa, y sonriéndome, mientras yo meditaba todo aquello.
Por más que pensara en ello, no podía conseguir que el asunto me pareciera claro; ni divertido. Escalofriante, tal vez. Pero desde luego, nada ante lo cual pudiera sentirme tranquilo. Desde que se descubrieran en Venus, por primera vez, excavaciones Heechees, el mundo había ido cambiando radicalmente, y cuanto más explorábamos, más cambiaba todo. Un muchacho extraviado, jugando con algo que no podía comprender, había sometido a la humanidad entera a recurrentes períodos de locura durante más de una década. Si seguíamos jugando con cosas que no entendíamos, ¿iban a darnos los Heechees una segunda oportunidad?
Sin contar la espeluznante sugerencia de Albert acerca de la posibilidad de que aquellas criaturas nos hubieran estado espiando durante cientos de miles de años, llegando de vez en cuando a arrojarnos unas cuantas migajas para ver qué éramos capaces de hacer con ellas.
Le dije a Albert que me mantuviera al corriente de todo lo que supiera en relación a lo que sucedía en la Factoría, y mientras él echaba un vistazo a los datos científicos, llamé a Harriet, Apareció en un extremo de la proyección, mirando inquisitiva, y tomó nota de lo que quería para comer, mientras Albert seguía con la conferencia. Estaba pasándome incesantemente por el monitor todas las transmisiones, incluso las que estaban recibiendo en aquellos mismos momentos, y me mostraba escenas escogidas en que aparecían el muchacho, los Herter-Hall o los interiores del artefacto. El maldito cacharro seguía empeñado en mantener su rumbo. Los cálculos más precisos parecían señalar que se dirigía a un nuevo grupo de cometas, a varios millones de kilómetros de distancia; a la velocidad actual, llegaría allí en unos pocos meses.
—¿Y entonces? —le pregunté.
Albert se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Presumiblemente se quedará allí hasta que consuma todos los ingredientes CHON que encuentre.
—¿Podremos moverlo entonces?
—Parece ser que no. Pero no es imposible que así sea. A propósito, tengo una teoría acerca de los mandos de las naves Heechees. Cuando una de ellas tenga a un artefacto en funcionamiento, —Pórtico, la Factoría Alimentaria, lo que sea—, sus controles se bloquean y puede ser re-dirigida de nuevo. Sea como sea, eso es, posiblemente, lo que le pasó a la señora Patricia Bover, de lo cual se desprenden ciertas implicaciones obvias.
No me gusta que un programa computerizado crea que es más listo que yo.
—¿Quieres decirme con eso que quizás haya un montón de astronautas de Pórtico incomunicados a lo largo y ancho de la galaxia debido a que sus mandos se desbloquearon y no saben cómo hacer para volver?
—Seguro que sí, Robín —dijo con aprobación—. Eso podría explicar qué son lo que Wan llama «Difuntos». Ah, por cierto, hemos recibido fragmentos de conversaciones con ellos. Sus respuestas son a veces bastante irracionales, y, claro está, nos vemos impedidos para establecer contacto directamente con ellos. Pero lo que parece claro es que son, o lo fueron, seres humanos.
—¿O sea que están vivos?
—Seguro que sí, Robín, o al menos de la misma manera en que lo está una grabación de Enrico Caruso; quiero decir, de la misma manera que esa voz perteneció en una ocasión a un tenor napolitano vivo. Que sigan vivos ahora es un problema de definición. Podrías preguntarte lo mismo —y le dio dos chupadas a la pipa— con respecto a mí.
Pensé durante un minuto.
—¿Por qué están tan locos?
—Diría que se trata de una transcripción incorrecta. Pero eso no importa demasiado.
Esperé, mientras le daba a la pipa antes de decirme qué era lo que sí valía la pena.
—Lo que parece seguro, Robín, es que la transcripción se llevó a cabo a través de una codificación química de los cerebros de los prospectores.
—¿Cómo? ¿Qué los Heechees los mataron y metieron sus cerebros en una botella?
—¡Claro que no, Robin! En primer lugar, aventuraría la opinión de que los prospectores murieron de muerte natural en lugar de que los matara alguien. Eso degradaría los componentes químicos del cerebro, y en consecuencia, también la información se degradaría. ¡Y por supuesto, no en una botella! Tal vez en una especie de preparado químico análogo. Pero la pregunta es, ¿cómo sucedió todo eso?
—¿Quieres que borre tu programa, Al? —gruñí—. Podría obtener toda esta información de manera mucho más rápida tomándola directamente de los informes sinópticos.
—Seguro que sí, Robin, pero no —parpadeó— de un modo tan entretenido. Sea como sea, la pregunta es: ¿cómo pudieron hacerse los Heechees con el equipamiento necesario para codificar cerebros humanos? Piensa en ello, Robin. Parece muy poco probable que la química Heechee fuera la misma que la nuestra. Parecida, sí. Eso lo sabemos por consideraciones generales, por ejemplo lo que comían y lo que respiraban. En lo fundamental, sus componentes químicos no eran distintos de los nuestros. Pero los péptidos son moléculas bastante complejas. Es difícil que un compuesto que representa, digamos, la capacidad para tocar un Stradivarius, o incluso el aprendizaje de la higiene personal, presente los mismos componentes químicos en nosotros que en ellos.
Comenzó a vaciar la pipa, me miró de reojo y añadió rápidamente.
—Así que la conclusión que yo saco, Robin, es que esas máquinas no estaban destinadas a cerebros Heechees.
Me sorprendió.
—¿Y entonces? ¿Para humanos? ¿Pero con qué objeto? ¿Cómo... cómo lo sabían? ¿Cuándo...?
—Por favor, Robín. Para tu información te diré que tu esposa me ha programado para extraer conclusiones de largo alcance a partir de ciertos datos. Además, no puedo probar todo lo que digo. Pero —añadió asintiendo con convencimiento— ésa es mi opinión, ciertamente.
—Jesús —exclamé.
Parecía no querer añadir nada más, así que tragué saliva y pasé al siguiente problema.
—¿Qué hay de los Primitivos? ¿Crees que son humanos?
Dio unos golpecitos con la pipa, mientras buscaba el paquete de tabaco.
—Creo que no —dijo al fin.
No le pregunté cuál era la otra alternativa. No quería ni oírlo.
Le había dicho a Harriet que cuando Albert no tuviera nada más que decir, me pusiera con mi programa fiscal. Pero no pude hablar con él en aquel preciso momento porque me trajeron la comida y el camarero era un ser humano. Me preguntó cómo me había ido con la fiebre, y así me pudo contar cómo le había ido a él, y la conversación nos llevó algún tiempo. Pero al fin pude sentarme frente al proyector de hologramas con mi pechuga de pollo, y le dije:
—Morton, adelante, ¿cuáles son las malas noticias?
Dijo en tono de disculpa:
—¿Te acuerdas del pleito de Bover?
—¿El pleito de Bover?
—El del marido de Trish Bover. O su viudo, según se mire. Decidimos apelar en relación a la comparecencia, pero el juez había sufrido un mal ataque de fiebre y... en fin. Se equivocó con la ley, Robin, pero denegó nuestra petición para fijar una sesión de careo y abrió un sumario judicial en contra nuestra.